IMPLICACIÓN EMOCIONAL EN LA LECTURA Conferencia de clausura del 3er Congreso Mundial de Lecto-escritura José Manuel Serrano González-Tejero INTRODUCCIÓN. Tanto las ideas populares, como las científicas (no olvidemos que Leibniz, Wolff o Herbart, por poner algún ejemplo, consideraban las emociones como una forma inferior de actividad intelectual) acerca de la mente han evolucionado a lo largo de los tiempos y las emociones y su control, han pasado a ocupar un papel preponderante en la explicación del comportamiento tanto de los animales, como de los humanos ya que el nudo gordiano de cualquier emoción es "la disposición a actuar de una determinada manera, dando perentoriedad o prioridad a ciertos objetivos y planes, por encima de otros" (Oatley, 2002). En el momento actual sabemos que es tan malo no saber controlar las emociones como no tener ninguna. En el segundo de los casos podemos poner como ejemplo a Spock, el personaje extraterrestre de orejas puntiagudas de la serie Stark Trek, que era mucho más inteligente que los humanos, pero carecía de emociones. Los autores de la serie nos proponían que en un momento de su pasado, los vulcanianos, la etnia a la que pertenecía Spock, habían prescindido de los primitivos vestigios de sus orígenes animales y, liberados para siempre de las pasiones, habían alcanzado un grado superior de racionalidad. Sin embargo, al suponer que una criatura carente de emociones tendría una inteligencia superior, los creadores de esta serie estaban perpetuando un antiguo motivo de la cultura occidental. Ahora bien, la ciencia sugiere en la actualidad que un organismo inteligente desprovisto de emociones estaría incapacitado para evolucionar. Los vulcanianos tendrían, por tanto, que ser menos inteligentes que los terrestres. En efecto, si en el curso de la evolución las ventajas de no tener emociones fuera mayor que las de tenerlas, los seres emocionales habrían evolucionado menos que aquellos carentes de emociones. Si hoy seguimos teniendo emociones es porque en el pasado debieron a ayudar a nuestros antepasados a sobrevivir y a perpetuarse. En cuanto al primero de los casos, el control de
las emociones, podemos citar los hechos que describe Goleman (2005,
pp. 35-37) sobre Richard Robles (el asesino de las universitarias neoyorkinas
en 1963) o sobre la esposa de Dan Jansen (medallista olímpico
en Antonio Damasio (1994) afirma rotundamente que "sin emoción no hay proyecto que valga" porque todas las decisiones son emocionales. ¿Cuál es la trama de cualquier planteamiento?. En el inicio hay una emoción, a continuación se lleva a cabo un proceso racional en el que se va ponderando toda la información disponible y, a diferencia de la primera fase en la que todo ocurre a velocidad de vértigo, es lenta y tediosa porque hay tal proliferación de argumentos a favor y en contra que, a fuerza de ponderar y sopesar datos, la lógica de la razón no parece que acabe nunca de imponerse. Sin embargo, al final, reaparecen como una tabla de salvación las emociones. Si antes no sabíamos para qué servían las emociones, ahora constatamos que sin ellas no tomaríamos nunca decisiones (Punset, 2005b). En contra de la opinión de la inmensa mayoría que cree conocer las razones conscientes que motivan sus decisiones, los neurólogos sugieren que, en última instancia, es una emoción la que inclina la balanza hacia un lado u otro. NEUROCIENCIA DE LAS EMOCIONES. La emoción empieza a cobrar el significado a finales del siglo XIX con los trabajos de Charles Darwin y William James; el primero con su examen sobre la evolución de la expresión emocional en varias especies (Darwin, 1872) y el segundo con su especulación acerca de las bases neurológicas y somáticas del sentimiento (James, 1884). Ambos trabajos tienen un punto de coincidencia que nos permite conceptualizar la emoción desde dos posibles acepciones. Una hace referencia a cierta clase de experiencia subjetiva que llamamos «sentimiento»; la otra está relacionada con la expresión y es la manifestación pública del sentimiento. En términos generales se podría definir la emoción como un estado o un proceso que funciona en la gestión de los objetivos (emotividad subjetiva) y que normalmente se manifiesta como respuesta a la evaluación de un hecho relevante en relación con el logro de un objetivo (emotividad expresiva). En este sentido es lícito hablar de emociones positivas cuando el objetivo se consigue y negativas en caso contrario. Esta clasificación dicotómica de las emociones no es, evidentemente, la mejor de las categorizaciones posibles, pero la clasificación de las emociones dista mucho de generar un consenso, aunque también es cierto que la efectuada por Ekman (Ekman, Sorenson y Friesen, 1969), en su clásico estudio transcultural de la emotividad expresiva, parece sentar las bases de una posible dimensionalidad de las emociones que se organizarían en torno a cuatro grandes familias: miedo, ira tristeza y alegría. La investigación sobre la emoción, los procesos emocionales y la memoria emocional, que fue ignorada durante mucho tiempo por la neurociencia, ha experimentado, desde los últimos años del siglo XX, un auge muy importante, llegando casi a equipararse con la que implica a los procesos cognitivos y ha dado lugar a una subdisciplina que podríamos denominar como la neurociencia de las emociones. Desde los primitivos trabajos de Papez (1937) y MacLean (1949) los investigadores comenzaron a tener en cuenta el papel del sistema límbico y a mediados de la década de los «80» se empiezan a identificar las vías cerebrales involucradas en la emoción (LeDoux y Rogan, 2002). Nuestro cerebro son unas cuantas decenas de miles de millones de neuronas, que pesan algo más de un kilo y que, como dice Daniel Dennet, son lo suficientemente estúpidas para no saber quienes somos ni generar la mínima preocupación por ello. Su forma de gobierno es la democracia más pura, trabajan en equipo formando grupos de actividades y compiten con otros grupos por el control del cuerpo de una manera dinámica y fluida, por lo que siempre hay alguien al mando de nuestro centro de control y de toma de decisiones (Punset, 2005a; pp. 173-182).
A lo largo de millones de años de evolución, nuestro cerebro ha ido creciendo de abajo hacia arriba, del centro a la periferia, como si de una ciudad se tratase. La región más primitiva del cerebro es el tallo encefálico que se encuentra en la parte superior de la médula espinal y está constituido por un conjunto de reguladores, programados para mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la supervivencia del individuo. Podríamos decir que el tallo encefálico es el cerebro vital. De este cerebro primitivo emergió un conglomerado celular que se ocupa de registrar y analizar los olores (lóbulo olfatorio) y que en esos momentos evolutivos estaba compuesto por un par de estratos de neuronas, el primero de los cuales se encargaba de registrar el olor y clasificarlo en unas pocas categorías relevantes y el segundo estrato enviaba respuestas reflejas ordenando al cuerpo qué tenía que hacer: ESTRATO 1: comestible tóxico sexualmente disponible enemigo alimento . E $ $ $ $ $ $ ESTRATO 2: comer vomitar aproximarse escapar cazar . Con la aparición de los precursores de los primeros mamíferos emergieron nuevos estratos fundamentales y comenzaron a desarrollarse los centros más antiguos de la vida emocional que fueron evolucionando hasta terminar de recubrir por completo la parte superior del tallo encefálico. Estos nuevos estratos rodearon el tallo encefálico constituyendo un anillo, por lo que esta porción de cerebro se denominó sistema límbico (del latín limbus = anillo) y agregó la emoción al repertorio de respuestas del cerebro. Podríamos decir que el cerebro reptiliano, que es como se conoce al sistema límbico, es el cerebro emocional. La sede oficial de las emociones está, por tanto, en uno de los barrios más antiguo del cerebro que se denomina cerebro reptiliano porque, como acabamos de decir, ya estaba configurado en los precursores de los primeros mamíferos y está constituido por un conjunto de estructuras nerviosas que, como hemos dicho, se conocen como sistema límbico y que incluye el hipocampo, la circunvalación del cuerpo calloso, el tálamo anterior y una zona, en forma de almendra que se llama la amígdala. La amígdala tiene varias funciones, pero la principal de todas es que es la intermediaria de las emociones. Cada vez que alguien reacciona, por ejemplo, ante una expresión facial hostil la amígdala está instrumentando las primeras voces de alarma. La mejor y más segura de las maneras de conseguir que una persona se quede sin emociones, es decir, sin capacidad emocional, es lesionar la amígdala.
La evolución del sistema límbico puso a punto, en manos de nuestros antepasados dos poderosas herramientas: el aprendizaje y la memoria. Aprendizaje y Memoria son dos avances evolutivos de nuestra especie que revolucionaron la conducta porque permitieron ir más allá de las reacciones automáticas predeterminadas y afinar los procesos de adaptación al entorno, favoreciendo una toma de decisiones mucho más inteligente para la supervivencia. En efecto, aunque muchas de estas decisiones seguían condicionadas y determinadas por el olor y las conexiones entre el lóbulo olfatorio y el sistema límbico, ahora se enfrentaban a la tarea de diferenciar y reconocer los olores, comparar el olor presente con los olores pasados y discriminar lo bueno de lo malo. Esta evolución del cerebro necesitó de una nueva estructura cerebral: el rinencéfalo. El rinencéfalo es realmente una parte del sistema límbico que constituye la base rudimentaria de la estructura más poderosa del cerebro: el neocortex. Podríamos decir que el neocortex es el cerebro racional. El neocortex es la región que planifica todo lo anterior, todos los estratos neuronales que quedan bajo él. Esta nueva estructura está constituida por un conjunto de centros que integran y procesan todos los datos registrados por los sentidos y es la base sobre la que se asienta el pensamiento. Gracias a ella podemos tener una imagen mental de nuestro cuerpo y coordinar adecuadamente los movimientos, al mismo tiempo que se agregan a las emociones la posibilidad de reflexionar sobre ellas de manera que podemos comprender lo que sentimos y tener sentimientos que rebasan los límites que establecían las estructuras cerebrales anteriores. Ahora podemos tener sentimientos sobre el arte, las ideas, las imágenes y los símbolos. MEMORIA EMOCIONAL. Ante esta situación cabe preguntarse ¿qué es mejor fiarse de la cabeza o del corazón?. La neurociencia ha descubierto que existen dos canales de de decisión: uno lento, preciso y limpio, que se basa esencialmente en la lógica, y que hemos llamado razón; y otro rápido, impreciso y turbio que hemos denominado emoción. Razón y emoción son dos términos que designan sendos mecanismos del cerebro para tomar decisiones y que son complementarios pero nunca antagónicos. Cuando es vital alcanzar una solución correcta y se dispone de tiempo y de información se suele recurrir a la razón aunque las emociones no se ausentan de la elaboración de la solución; en cambio, cuando el tiempo y la información son escasos y hemos de tomar una decisión se ponen en marcha las emociones y, contrariamente a lo anterior, la razón si se encuentra ausente en la elaboración de la respuesta porque esta se produce mediante un mecanismo no consciente. Entonces, cuando no hay tiempo ni información disponible ¿en qué se basa la amígdala para tomar una decisión?: la memoria va a jugar un papel determinante. La memoria humana no es igual que la de un ordenador porque en ella no se almacenan bits de información puros ya que nuestra mente no se relaciona con la información sino con el significado, es decir, nuestra mente aporta significado a todas y cada una de nuestras experiencias. Cuando se rescata un recuerdo casi siempre es fruto de una elucubración a partir de un dato real o inventado y casi nunca es la trascripción de un hecho real conservado intacto; por eso, aunque algunos recuerdos son tan frescos y vívidos que, al rescatarlos, se puede tener la impresión de que se está reviviendo el acontecimiento tal y como sucedió, en la mayor parte de los casos se trata de verdaderas ilusiones generadas por la capacidad regeneradora de las células y la facultad reconstructora de la imaginación creativa. La memoria biológica no tiene necesariamente que coincidir con los hechos históricos: el cerebro elucubra para poder sobrevivir. Hay un experimento muy clarificador: Al día siguiente de producirse la explosión de la nave Columbia al entrar en la atmósfera terrestre, un profesor de Psicología pidió a sus alumnos que escribieran todo lo que supieran sobre el fatal accidente. Transcurrido un año, se les volvió a pedir que volvieran a escribir lo que recordaban de ese accidente. Una vez que lo hubieron hecho se les preguntó si era lo mismo que habían escrito un año antes. Las respuestas de todos los alumnos fueron afirmativas, sin embargo, cuando se contrastaron los dos ejercicios de redacción, pudieron comprobar que ambos ejercicios eran muy distintos. En un año la mente sufre una transformación considerable. Durante el tiempo que tardo en dar esta conferencia, cada molécula de nuestro cuerpo habrá recorrido cientos de miles de kilómetros, muchas de ellas se habrán roto y resintetizado cientos de veces por segundo y, a pesar de ello, seguimos siendo la 'misma' persona. Cuando abandonemos la sala no seremos la 'misma' persona biológica que cuando entramos y sin embargo tendremos la impresión de ser la 'misma'. Esto se debe a que mantenemos una estructura modulada por un proceso dinámico, de manera que, aunque las moléculas estén cambiando continuamente, algo en nosotros se conserva: la memoria. Este es el material con el que trabajan las emociones. Pero, si tenemos «tres cerebros», ¿cuántas memorias hay?. Los estudios de disociación refuerzan la idea de la existencia de sistemas múltiples de memoria (Eichenbaum, 2003; p. 231). En primer lugar, las investigaciones revelan que la región hipocampal interviene en la memoria para la adopción de estrategias de localización, en la memoria episódica y en la memoria de hechos y sucesos, por lo que podemos hablar de la existencia de una memoria declarativa. En segundo lugar, el estriado desempeña un papel fundamental en las respuestas conductuales habituales (aprendizaje de hábitos), por lo que también podemos hablar de la existencia de una memoria procedimental. Finalmente, todos los trabajos han proporcionado pruebas suficientes y convincentes de que la amígdala es decisiva para el aprendizaje emocional, lo que nos permite postular la existencia de una memoria emocional. En todos los experimentos llevados a cabo, un tema destacado es que las distintas formas de memoria, incluso para materiales de aprendizaje idénticos, están mediadas de manera independiente y en paralelo.
Memoria declarativa Memoria procedimental Memoria emocional En la figura anterior se aprecian las tres vías de memoria. El origen es la vasta extensión de la corteza cerebral, que está constituida por una delgada capa de materia gris, con seis capas neuronales de espesor, que albergan diez mil millones de neuronas y que generan cincuenta trillones de sinapsis. La corteza cerebral proporciona inputs a cada una de las tres vías de procesamiento relacionadas con funciones de memoria bien determinadas. Una primera vía es el hipocampo que tiene como fase nodal la región parahipocampal y, como se puede observar por las flechas bidireccionales, el output del procesamiento hipocampal y parahipocampal regresa a los lugares de almacenamiento y consolidación de la memoria declarativa a largo plazo en las áreas corticales. La segunda vía que incluye inputs corticales a dianas subcorticales específicas tiene como fase nodal, en la asociación de información cortical motora y sensorial, al estriado y al cerebelo, con respuestas conductuales voluntarias a través del sistema motor del tronco del encéfalo. La implicación de estas vías en la adquisición de respuestas conductuales específicas (hábitos y destrezas) permite que hablemos de memoria procedimental. Por último, el tercer sistema implica a la amígdala como fase nodal de la asociación de inputs sensoriales exteroceptivos con outputs emocionales a través del eje hipotalámico-hipofisiario y el sistema nervioso autónomo. La implicación de esta vía en esas funciones de procesamiento ha empujado a multitud de investigadores a considerar este sistema como especializado en memoria emocional. La investigación sobre las emociones y la memoria emocional ha pasado, al menos, por cuatro grandes fases. James Papez fue el primero que, en 1937, hizo una propuesta teórica de un sistema cerebral para la emoción. Sostenía que las experiencias sensoriales del individuo seguían caminos distintos según que se trataran de «pensamientos» o de «sentimientos» y formuló conjeturas sobre la existencia de un circuito cerebral específico para la emoción (Papez, 1937). El sistema incluía una secuencia circular entre diversas estructuras y se producía de la siguiente manera: una de las divisiones corticales del sistema límbico, que se conoce con el nombre de corteza cingulada, establece conexión con la región hipocampal, a continuación el hipocampo conecta con un área determinada del hipotálamo (los corpúsculos mamilares) que, a su vez, se une a los núcleos anteriores del tálamo que proyectan la información recibida al comienzo del sistema (la corteza cingulada). Las respuestas u outputs de este circuito corren en dos direcciones: uno es reflejado por la corteza cingulada al neocortex (dando lugar al flujo de pensamientos) y el otro va, a través del hipotálamo, a controlar respuestas nerviosas autónomas y hormonales involuntarias (originando las emociones).
En 1949, Paul MacLean integró en un sistema de conjunto todas las investigaciones precedentes y extendió las ideas de Papez, introduciendo el concepto de sistema límbico como designación anatómica del circuito emocional, incluyendo en el mismo, además de las estructuras de Papez, la amígdala, el séptum y la corteza prefrontal. A partir de los trabajos de MacLean surgieron nuevas generaciones de estudios que postularon numerosas ampliaciones y modificaciones a la idea de "sistema límbico" lo que motivó que sus límites acabaran siendo imprecisos, sobre todo tras encontrar nuevas pruebas anatómicas que desplegaron las conexiones del sistema límbico hacia delante (lóbulo frontal) y hacia atrás (mesencéfalo), lo que sugirió la necesidad de considerar el sistema como un conjunto de estructuras desplegadas por todo el cerebro, con lo que el término «sistema límbico» pasó a estar anticuado y en desuso. No obstante, la última generación de investigaciones ha identificado en el sistema límbico vías específicas como elementos críticos en el output emocional. Tálamo Corteza Sistema nervioso autónomo - Salivación - Ritmo cardíaco - Respiración - Sudoración - etc. Estriado Hipotálamo -Liberación hormonal Núcleos motores del tronco del encéfalo - Inmovilidad - Paralización - Vigilancia - etc. Las investigaciones más recientes han trasladado el centro de atención sobre la memoria emocional a vías específicas a través de la amígdala, algo que está justificado por el hecho de que esta estructura ocupa una posición central entre el procesamiento cortical de la información, circuitos límbicos y outputs hipotalámicos al tronco del encéfalo que median en las respuestas emocionales. La amígdala reside en el lóbulo temporal medial, en posición inmediatamente anterior al hipocampo y rodeada por la región cortical parahipocampal. Esta estructura cerebral incluye un complejo de núcleos estrechamente interconectados de los que podemos destacar el núcleo lateral, el núcleo centromedial y el núcleo basal o basolateral, por su importancia en los inputs y outputs de las vías de la amígdala. Como se puede apreciar, los inputs sensoriales procedentes del tálamo y la corteza se proyectan a los núcleos lateral y basal, mientras que los outputs de la amígdala a las áreas subcorticales tienen su origen, principalmente, en el núcleo centromedial. La importancia de estas vías viene determinada por el hecho de que la memoria emocional así concebida presenta amplias relaciones con la memoria procedimental y la memoria declarativa. Este hecho se ha comprobado también a partir de algunos estudios recientes con sujetos humanos que han aportado nuevos datos acerca de cómo el arousal emocional afecta a las diferentes formas de memoria y demostrado que este efecto está mediado por la amígdala, de manera que la memoria declarativa, que es el instrumento biológico esencial en el proceso de aprendizaje de la lectura, se encuentra bajo la influencia del contenido emocional (Cahill y McGaugh, 1998). Estos resultados, unidos a la idea de que la amígdala es esencial para la asociación de recompensas intrínsecas o extrínsecas con estímulos sensoriales, situación que es conocida desde 1950 cuando Lawrence Weiskrantz comprobó que "el efecto de la amigdalectomía consiste en dificultar que los estímulos reforzantes, sean positivos o negativos, se consoliden y sean reconocidos como tales" (Weiskrantz, 1950; p. 390), nos permiten plantear el siguiente apartado de nuestro trabajo. LA MOTIVACIÓN COMO EMOCIÓN. En el año 1930, Ferdinand Hoppe, ayudante de laboratorio de Kurt Lewin, invitó a un grupo de comerciantes a lanzar unas anillas que debían ensartar en unas estacas a distintas distancias del objetivo y halló que mientras algunos se encontraban tremendamente satisfechos después de ensartar ocho anillas, otros manifestaban una tremenda frustración después de haber acertado doce veces. Además, encontró que el nivel de rendimiento necesario para suscitar sentimientos de éxito y, por tanto, emociones positivas, cambiaba en cada persona con el tiempo. Estas conductas sólo pueden ser explicadas a la luz de las «metas personales» o de los «niveles de aspiración» y por eso Hoppe propuso que los juicios sobre éxito o fracaso dependen, no del nivel real de rendimiento de los individuos, sino de la relación entre el rendimiento y los niveles de aspiración de los sujetos. Este descubrimiento dio paso a dos nociones fundamentales desde la perspectiva emocional: La seguridad en sí mismo y las expectativas. La «seguridad en uno mismo» carece de explicación racional. Hay personas que ven un rayo de esperanza en una situación que sería desesperada para la mayor parte de la gente, mientras que otras manifiestan un voto de desconfianza a pesar de que todo está a su favor. En esencia, la seguridad en uno mismo está en creerse lo suficientemente fuertes para hacer huir al enemigo, en pensar que tienen la suficiente coordinación ojo-mano para lanzar bien las anillas o que tienen la suficiente capacidad para realizar una determinada tarea académica. El concepto de «expectativa» se refiere al cálculo del éxito final que se percibe, al grado de seguridad de hacerlo bien al final, pero no necesariamente a que uno sea la causa del propio éxito. Por ejemplo, un alumno puede sentirse optimista frente a una tarea de lectura, pero no necesariamente porque se considere a la altura de la tarea, sino porque esta es muy fácil o porque va a contar con la ayuda del profesor o de otros compañeros. Por lo tanto, una expectativa de éxito no supone, necesariamente, un incremento de la seguridad en uno mismo. La teoría de la motivación de logro que formuló John Atkinson (1957; 1987) se basan en las brillantes especulaciones de Hoppe. Según Atkinson, todas las personas se caracterizan por dos impulsos emocionales: una motivación para aproximarse al éxito y otra para evitar el fracaso. Estas dos motivaciones opuestas se consideran características muy estables de la personalidad. En términos psicológicos la aproximación al éxito se define como la faculta de experimentar orgullo o euforia ante un logro determinado; por el contrario, la motivación de evitar el fracaso se define como la facultad de experimentar humillación y vergüenza al fracasar. Para Atkinson, la anticipación emocional produce una tendencia a no abordar tareas relacionadas con el logro, de manera que las personas orientadas a eludir el fracaso, cuando pueden elegir entre tareas de mayor o menor grado de dificultad no eligen ninguna, ni siquiera la más sencilla, a menos que se presenten incentivos extrínsecos para vencer su resistencia. Orientadas al éxito alto A B Evitar el fracaso alto bajo C D bajo Como es lógico, nuestros escolares pueden situarse en cualquier punto de esta dicotomía. En este sentido encontramos escolares que se caracterizan por una combinación de elevada aproximación al éxito y elevada evitación del fracaso (A) y son alumnos que se distinguen porque se esfuerzan en exceso, tienen dudas de su capacidad y trabajan 'como si fueran a la defensiva', suelen ser el sueño de cualquier profesor: trabajadores, dóciles, maduros para su edad y, hasta cierto punto, brillantes. En segundo lugar, encontramos otros alumnos caracterizados por una combinación de elevada aproximación al éxito y baja evitación del fracaso, es lo que llamamos alumnos orientados al éxito (B) y que, en términos generales poseen una gran capacidad de compromiso intrínseco y una curiosidad epistémica permanente e inquieta, suelen ser autosuficientes, con muchos recursos y muy seguros de sí mismos. En tercer lugar, encontramos los estudiantes que presentan escasa aproximación al éxito y elevada evitación del fracaso (C) y que se denominan como alumnos orientados a evitar el fracaso; suelen ser estudiantes capaces pero apáticos, describe sus sentimientos hacia la escuela y hacia el aprendizaje como un aburrimiento continuo, suele tratarse de un alumno bueno porque siempre se las arregla para hallar el modo más sencillo de obtener una buena calificación y estudia mucho en el último momento para compensar el tiempo de abandono, el aplazamiento de las tareas la falta de interés por las actividades de aula. Estas reacciones pasivas y ambivalentes proceden, no tanto de su indiferencia, es decir, de una falta relativa de motivación de logro, como de un exceso de preocupación por el fracaso y sus implicaciones; son escolares que tratan de evitar el miedo huyendo de la amenaza y por eso suelen ser alumnos que al final abandonan y que suelen mostrar un retraimiento psicológico. Como las implicaciones del fracaso se evitan mediante el pensamiento mágico y defensivo, a veces niegan el significado de un fracaso inminente o minimizan la importancia de las tareas en las que se corre el riesgo de fracasar. Se sienten culpables de sus logros y angustiados porque se pueda descubrir que saben menos de lo que parece. En términos psicológicos se aproximan mucho a las personas que Wieland-Eckelman, Bösel y Badorrek (1987) denominaban «ansiosas-defensivas» que reprimen los mensajes amenazadores y reaccionan ante los hechos estresantes mediante el retraimiento (Depreeuw, 1992). Finalmente, nos encontramos con un cuarto grupo de alumnos que presentan escasa aproximación al éxito y escasa evitación del fracaso, en este caso los conflictos son mínimos y las posibilidades de aprender muy bajas, son alumnos que aceptan el fracaso. Presentan una indiferencia que viene motivada por una auténtica falta de interés por el aprendizaje, que reflejan resignación y pérdida de esperanza e incluso una ira más o menos oculta motivada por tener que aceptar valores que no poseen atractivo alguno para ellos. La orientación emocional que los escolares experimentan hacia el aprendizaje es fundamental para que éste se produzca de una manera coherente y efectiva. Las emociones, los sentimientos y los afectos son la piedra angular sobre la que se asientan dos elementos básicos del aprendizaje constructivista: la significabilidad del aprendizaje y la atribución de sentido y sin estos dos elementos no existe aprendizaje real. No en vano, hace ya más de una década, Tomkins (1995) propuso que las emociones actúan como auténticos amplificadores para los sistemas motivacionales específicos, como es el sistema motivacional para el aprendizaje lector y la alfabetización. MOTIVACIÓN, EMOCIÓN Y APRENDIZAJE DE LA LECTURA. Afirmar que los procesos de enseñanza y aprendizaje, en general, y los del aprendizaje de la lectura, en particular, son procesos que repercuten e implican globalmente a las personas que los llevan a cabo, puede resultar, hasta cierto punto obvio. No obstante, si nos centramos en el aprendizaje de la lectura podemos observar que existe una clara tendencia a centrar todos los esfuerzos en el análisis de los procesos cognitivos implicados en el aprendizaje de esta materia instrumental, de manera que el retrato-robot de un alumno que va a iniciar el aprendizaje lector o el aprendizaje de la alfabetización, es el de un pequeño provisto de unas capacidades metalingüísticas que subyacen a la lectura inicial, un cierto conocimiento del mundo, una capacidad determinada de memoria de trabajo y de memoria a largo plazo (memoria declarativa), una atención con un determinado grado de organización y sistematización, etc. Este retrato del alumno se corresponde con el de un profesor que tras detectar las características cognitivas anteriores en sus alumnos, pone en marcha una serie de recursos y estrategias encaminadas a lograr que esos alumnos consigan modificar sus conocimientos y capacidades cognitivas iniciales en la línea que marcan los objetivos prefijados para alcanzar una alfabetización determinada. El análisis de esta actividad instruccional refleja la imagen de un profesor que, en su dimensión más racional y consciente, intenta actuar respetando la lógica interna y la coherencia del proceso de instrucción (Miras, 1996). A tenor de estas consideraciones se diría que profesores y alumnos dejan aparcados, en la puerta del aula, afectos, deseos y emociones y se relacionan entre sí con el único objetivo de desarrollar sus capacidades unos (alumnos) y de ayudarle en ese proceso los otros (profesores). Sin embargo, nosotros sabemos ya, por ejemplo, que la memoria declarativa no funciona aisladamente y las conexiones entre el hipocampo y la amígdala no permiten la disolubilidad del binomio cognición↔emoción. Por otra parte, tan importante es el aprendizaje de la alfabetización como el «hábito de leer», ya que aprendemos a leer y leemos para aprender, lo que implica que tampoco podemos ni debemos olvidar las conexiones entre la amígdala y el estriado. Por lo tanto, teniendo en cuenta que el triángulo didáctico (profesor-alumno-contenido) es una unidad de análisis en el proceso instruccional, los alumnos y profesores que interactúan en los procesos educativos en torno a un contenido, y mucho más cuando este contenido es comunicativo, además de poner en juego sus capacidades y sus recursos cognitivos, experimentan sentimientos, deseos, intereses y emociones que denotan sus correspondientes capacidades afectivas y de equilibrio personal y que condicionan, sustancialmente, el propio proceso de enseñanza y aprendizaje. No puede ser de otra manera, unos y otros se encuentran implicados globalmente en el proceso de enseñar y aprender y a ambos, desde sus respectivas perspectivas, les atañen los resultados y sus consecuencias en tanto que personas. Ignorar la dimensión emocional implicada en los procesos de interacción educativa supone operar con un sesgo que falsearía los resultados reales del proceso. Es evidente que el aprendizaje de la lectura se basa, en efecto, en múltiples habilidades lingüísticas y cognitivas, donde cada una de ellas es una condición necesaria, pero no suficiente, para su adquisición. Analicemos cada una de ellas. En primer lugar, sabemos que las lenguas son sistemas de convenciones tremendamente complejos que relacionan unos símbolos con su significado, con el fin de comunicarse, por tanto, el punto de partida para el análisis de las habilidades lingüísticas debe partir del significado del lenguaje y de los mensajes lingüísticos, es decir, del modo en que los seres humanos utilizamos el lenguaje, eso que los lingüistas denominan pragmática. En segundo lugar, casi todas las lenguas utilizan como símbolos básicos «sonidos del habla», pero estos sonidos no se reúnen al azar o de modo idiosincrásico para formar palabras, ni las palabras para formar frases, ni las frases para formar unidades mayores, sino que, en cada nivel estructural, las unidades se combinan de modo significativo, según principios organizativos de carácter general, por ello, el otro aspecto fundamental del lenguaje es su estructura que se puede analizar desde tres niveles: la palabra, en su doble vertiente semántica y fónica, la sintaxis que versa sobre el modo de combinar las palabras para formar locuciones y oraciones y el discurso que supone la organización de frases en unidades de orden superior. Aprender a leer supone un reto importante porque el pequeño debe efectuar los procesos necesarios que le permitan relacionar el lenguaje oral con un nuevo sistema visual o táctil de símbolos, procesos que se ejecutarán no sólo a partir de sus capacidades cognitivas y lingüísticas, sino también a partir de sus capacidades metalingüísticas: el conocimiento de los usos de la letra impresa, cómo ésta representa los sonidos, cómo se forman las palabras, cómo se unen para formar las frases y cómo las frases se convierten en historias e informes.
La instrucción directa en habilidades metalingüísticas se ha mostrado altamente efectiva sólo cuando estas habilidades se relacionan entre sí y se presentan en un contexto de alfabetización significativo, porque "si los niños no son capaces de relacionar las habilidades que aprenden con el contexto más amplio de aprender a leer, es posible que lleguen a considerar que la lectura es un conjunto incomprensible de tareas fragmentadas" (Norris, 1988), por esta razón Roger Bruning, Gregory Schraw y Royce Ronning, proponen que "el mejor enfoque consiste en enseñar habilidades de modo sistemático, pero siempre relacionándolas con el propósito fundamental de la lectura: comprender lo que se lee y disfrutar de ello" (Bruning, Schraw y Ronning, 2002; p. 314). Entonces, si el objetivo fundamental del aprendizaje lector es dotar al individuo de capacidades metalingüísticas a fin de que pueda disfrutar con lo que lee, es porque la finalidad de la lectura y de la alfabetización es generar un proceso emocional positivo. Aunque como acabamos de ver leer es una actividad que se basa en el lenguaje, implica asimismo construir significados a partir de un texto, por lo tanto, como señalan Mason y Au (1990), leer no es decir palabras ni vocalizar sonidos, sino una forma especial de razonamiento en la que tanto el lector como el escritor aportan perspectivas, inferencias y lógica. En este sentido las investigaciones sobre alfabetización destacan tres factores cognitivos de los que depende el éxito infantil: el conocimiento del mundo, las capacidades de la memoria de trabajo y de la memoria a largo plazo y la capacidad de fijar la atención. Con respecto al conocimiento inicial que los sujetos poseen sobre el mundo, parece evidente que, en efecto, es una cuestión de prerrequisito. Ya hemos dicho que «leemos para comprender» y, en este sentido, la teoría de los esquemas desempeña una función básica para ayudarnos a entender mejor la naturaleza de los procesos de comprensión, incluyendo los de la lectura (Pressley, 1994). Ilustrémoslo con un ejemplo: «Antonio quería adquirir un regalo de cumpleaños para Cristina. Fue a buscar su hucha, la sacudió, pero no se produjo sonido alguno». Como ya sabemos, el conocimiento que un niño necesita para comprender un pasaje tan breve como éste es muy amplio. Por ejemplo, debe saber que adquirir un regalo de cumpleaños significa comprarlo, que el motivo por el que Antonio fue a buscar su hucha fue para sacar dinero (no lo dice el texto), que las huchas tienen dinero (tampoco lo dice el pasaje), que el dinero suele estar en forma de monedas, que, cuando se sacude la hucha, las monedas suenan y que si no hay sonido significa que no hay dinero. Sin embargo muchos pequeños no poseen experiencia en huchas, ni en comprar y hacer regalos, ni en fiestas de cumpleaños y si falta una parte de ese conocimiento, la secuencia completa de hechos del pasaje anterior puede resultar incomprensible. No cabe la menor duda que el conocimiento orienta la interpretación y posibilita la comprensión (Ruddell, 1994), pero el significado que construye un lector activo no es exactamente lo que el autor pretendía al escribir el pasaje, ni tampoco las construcciones e inferencias mentales del lector porque cuando un niño lee, por fuerza interpreta las palabras y los hechos en términos de lo que sabe y de lo que siente y, por esta razón el componente emocional es tan importante como el cognitivo. En este sentido es útil para los profesores recordar que leer es un proceso constructivo dirigido a comprender y por eso, incluso cuando los niños pronuncian o identifican erróneamente las palabras, el profesor debe seguir dirigiendo su atención al significado de lo que leen. Cairney (1988) decía que, aunque resulta innegable que los lectores principiantes necesitan habilidades de descodificación, como la identificación de sonidos, letras y palabras, tales habilidades no constituyen lectura por sí mismas. Centrarse únicamente en las habilidades con los lectores principiantes es perder de vista el propósito principal de la lectura que es obtener el significado de lo que se lee y se puede inducir a error a los niños sobre los objetivos de esta actividad haciéndoles creer que saber leer consiste en saber pronunciar y hacer ejercicios con las palabras. En relación al potencial de las memorias de trabajo y a largo plazo hemos de tener en cuenta que leer consiste en una serie de encuentros secuenciales entre elementos que están relacionados: las letras se agrupan en palabras con significado, las palabras en locuciones y frases y las frases en un texto. Construir el significado necesita la interacción de los dos tipos de memoria declarativa ya que, para no desbordar la capacidad de almacenamiento de la memoria a corto plazo, la información nueva debe mantenerse viva en la memoria de trabajo, mientras se extrae de la memoria a largo plazo la información que ya se poseía y que deberá relacionarse con la nueva para elaborar proposiciones y reducir así las unidades de información, es decir, el lector utiliza su conocimiento semántico y sintáctico para agrupar las unidades de información directas en unidades significativas, por esta razón la alfabetización cambia el carácter del discurso, del pensamiento, de la solución de problemas y nos proporciona formas nuevas de representar el mundo (Olson, 1994). Una nueva representación del mundo vuelve a implicar a las conexiones amígdala e hipocampo y, por tanto, la construcción de significados no depende sólo de lo que conozco, sino, en la misma medida, de lo que siento. De nuevo aparece el doble componente cognitivo y emocional en el aprendizaje de la lectura. Finalmente, los procesos atencionales suponen control de movimientos oculares, mover los ojos de izquierda a derecha (al menos en castellano) cuya base se podría situar en los outputs del núcleo medial de la amígdala y en las relaciones del núcleo basal de esta estructura con el estriado. Pero además, la atención debe pasar de una palabra a otra y dirigirse a las ideas importantes del texto y ya hemos visto que cualquier «idea importante» está siempre mediatizada por una emoción. Es evidente que los prerrequisitos en el aprendizaje de la lectura, ya sean metalingüísticos o cognitivos, son inherentes siempre a un proceso emocional. No se niega, en absoluto, que la posibilidad de comprender un texto se encuentre estrechamente vinculada con los conocimientos previos de que se dispone al afrontar esta tarea. La interpretación de un texto es una construcción que realiza el lector a partir de los objetivos de la lectura, de sus esquemas previos y de la información que se proporciona. Sin embargo, aunque cada texto presenta un significado y una intencionalidad que la determina el autor, cada lector lo interpreta en función de su bagaje cognitivo y de sus intenciones y las intenciones presuponen una carga emocional. Al principio de la lectura hay una emoción y al final de la misma nos encontramos con una emoción. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS. Atkinson, J.W. (1957): Motivational determinants of risk-taking behavior. Psychological Review, 64; 359-372. Atkinson, J.W. (1964): An introduction to motivation. Princeton, NJ: Van Nostrand. Brothers, L. (2002): Emoción y cerebro humano. En R.A. Wilson y F.C. Keil (eds.), Enciclopedia MIT de las Ciencias Cognitivas. Madrid: Síntesis; pp. 451-454. Bruning, R.H.; Schraw, G.J. y Ronning, R.R. (2002): Psicología cognitiva e instrucción. Madrid: Alianza. 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