Un cuento para soñar

 

Un cuento para soñar, más que una ficción es un hecho real, que se repite en tantos países del mundo.

Es la historia de muchos chicos como Juan, que teniendo derecho a la educación aguardan soñando con ella y de tantos maestros como Carlos, que desconocidos y olvidados, abrazan su profesión en lugares inhóspitos desafiando todas las dificultades; de tantos maestros que con su esfuerzo cotidiano rompen todas las barreras de la indiferencia.

A todos ellos mi homenaje y mi sueño.

La esperanza es como un sendero en el campo; nunca hubo senda; pero mucha gente pisó el terreno y se formó el sendero.

Juan vive en la selva misionera. La selva es como un bosque, frondoso y tupido. Los árboles parecen enormes gigantes verdes, con sus cabellos largos y despeinados, que de tan despeinados , se enganchan en las lianas y los helechos. Y arman un lío bárbaro.

Pero...¿quién es Juan?. Juan es solo Juan. Sus papás no lo llamaron Juan Ignacio, ni Juan Manuel, ni Juan Enrique; únicamente le pusieron Juan.

El es feliz, corriendo descalzo entre las matas de hierba. Sus pies son libres porque no saben del encierro de zapatos o zapatillas. La tierra roja de Misiones les hacen cosquillas y les pintan medias de colores. Es entonces cuando su risa salta de árbol en árbol, asustando a la comadreja overa, que sale espantada de su cueva. Otras veces no ríe porque sus dedos chillan de frío, se agrietan y lastiman.

Juan nunca se pregunto que había más allá de la selva o del pequeño y lejano pueblito, al que hace mucho tiempo su papá lo llevó. Él ama la selva, porque es para Juan como un mundo mágico. Tiene habitantes misteriosos, pasadizos secretos, duendes que bailan entre las flores de lapacho y hojas flotando en los remansos del río. Le gusta quedarse horas y horas mirando la espuma que el agua le regala cuando choca entre las piedras; hasta que aprovechando que está distraído algún coatí travieso le roba algo.

Juan dispara detrás de él, pero nunca puede recuperar lo que le quitan, pues los coatíes se parecen a monos y corren rápidamente a esconderse en la espesura de la selva. También se entretiene buscando huellas de animales y asomando su nariz en las cuevas, las madrigueras y los nidos para espiar a sus habitantes. Se divierte deslizándose por los toboganes que forman las matas de hojas y hamacándose en la enredaderas que se tejen entre los árboles. Cuando Juan se acuesta sobre el colchón blandito y húmedo que la hierba le prepara, puede ver como el sol con la cara recién lavada le sonríe. Pero lo que más le gusta es cuando éste se pone color caramelo, porque es la hora más divertida. La brisa mueve las hojas y enreda los murmullos. Los grillos se reúnen para afinar sus violines. Los tucanes se acomodan en la primera fila; mientras miles de luciérnagas encienden sus farolitos voladores.

La fiesta empieza con el baile de los sonidos, el río se une cantando dulces melodías; alguien pasa desparramando todos los perfumes; hasta que todo se convierte en un revoltijo de chillidos porque a los monos se les da por silbar en medio del concierto. No siempre todo es tan divertido. Muchas veces el río se enoja, ruge y se enfurece como un león y no deja que nadie se atreva a acercársele. Juan escuchó que por eso él y otros chicos que viven de ese lado de la selva no pueden ir a la escuela, que está allá en el pueblo lejano de tierra color ladrillo. Eso sí que a Juan lo pone muy triste. El desea ir a la escuela y aprender cosas nuevas.

Esa tarde subido a un árbol soñaba con lo lindo que sería poder ir y tener amigos con quien jugar. De pronto entre la maraña de vegetación escuchó un ruido... chac...y otro más..chac....chac....Saltó del árbol y trató de descubrir que era. Volvió a escuchar. Los loros escapaban chillando de los árboles. El ruido se acercaba y provenía del caminito que se hundía en la selva. Juan sigilosamente espió...entonces lo vio. El ruido lo hacía al caminar un gran gigante. Sólo que éste no era verde. Era un gigante rubio de ojos color de cielo. Traía puesta una camisa blanca y larga, unas botas gruesas y una gran mochila sobre sus espaldas. Juan lo miró. Dio dos vueltas a su alrededor y luego con voz desconfiada, preguntó:

-¿Quién sos?-

El gigante rubio sonrió y Juan pensó que su sonrisa era igual a la del sol con la cara recién lavada.

-Me llamo Carlos.- Dijo.

-¿Qué haces por la selva?-. Indagó Juan, poniendo cara de curiosidad.

-He salido a buscar a los chicos que viven de este lado del río-.

Eso a Juan le resultó algo extraño. Era mejor averiguar - ¿Y para qué?-.

-Para poder cumplir un sueño, respondió el gigante rubio, mientras se sentaba sin importarle que se arrugara su larga camisa blanca. Acomodó su mochila contra un árbol y comenzó a contar su historia.

-Yo también nací en la selva, pero al otro lado del río, donde está la escuela. Siempre pensaba con tristeza en los chicos que de este lado no tenían la suerte de aprender, todo lo que nosotros aprendíamos.

Un día me fui a la ciudad de Posadas y prometí volver. En esa gran ciudad estudié y fui maestro. Hoy he regresado y quiero que mi deseo comience a cumplirse.

Recorreré la selva, hablaré con todos y si me ayudan levantaremos una escuela, donde los chicos puedan aprender... y dándole una palmadita en la espalda a Juan, continuó su marcha.

Juan se quedó esperando, mientras miles de campanitas parecían sonar dentro suyo.Así fue que un día aparecieron los padres de otros chicos y machete en mano fueron limpiando terreno. Juan y sus nuevos amigos acarrearon troncos y más troncos. Creció la escuela, una escuela pobre, chiquita, con muchas hendijas por donde la brisa espiaba curiosa. A veces, cuando llovía alguna gota traviesa caía sobre la hoja en la cual Juan dibujaba. Los asientos eran redonditos, como los que usaba Juan para sentarse a soñar a la orilla del río. Pero los chicos estaban fascinados.

Las letras que Carlos les enseñaba colgaban del viento y éste las repetía: A - E - I - O - U - se escapaban, se escondían entre los árboles, se hamacaban en las lianas y se unían para formar una palabra y luego otra. Pronto los chicos aprendían y eso les dijo Carlos es un "derecho" que tienen todos los chicos del mundo. Juan aprendió también a tener derecho a expresar su opinión y a ser escuchado, porque ahora tenía compañeros y amigos con quién hablar y jugar y supo pedir y ofrecer ayuda.

Un día el maestro les propuso escribir una carta a los chicos de la capital y contarles como vivían y como era la escuela de la selva. La carta viajó y llegó a una escuela grande, hermosa, con un montón de cosas desconocidas para los chicos como Juan. La señorita Silvina leyó la carta y todos sus alumnos escucharon silenciosamente. De pronto alguien propuso... - y si escribimos a ese programa de la tele, en que cumplen los sueños de la gente y pedimos una escuela linda como ésta para los chicos de la selva.

-!Sí!- Gritaron todos. La señorita Silvina sonrió porque sus alumnos habían aprendido que también los signos y letras sirven para ser solidarios. Allá voló la carta. Recorrió río abajo hasta que se encontró con la anchura del Río de la Plata, después con la ciudad de Buenos Aires. Aturdida de tantos barquinazos y ruidos entró en el canal de televisión y fue depositada junto a muchas otras. De pronto sintió que la sacudían... -!Acá la tengo!-. ! Éste es el mejor sueño! Gritó el director del programa. El estudio se conmocionó. Rápidamente una hermosísima escuela con pizarrón, equipo de luz, un televisor, vídeo y hasta tizas de colores partió, arriba de un camión a Misiones.

En el camino la gente se asombraba viéndola pasar. Al fin llegó a Posadas. Ansiosos la esperaban los chicos que enviaron la carta.

!Qué alegría! Sintieron cuando acompañaron al camión por aquel camino enmarañado...

Y la escuela llegó a la selva. Todo era una fiesta. Los monos aplaudían, los coatíes bailaban alrededor con intención de llevarse algo, los loros metían un ruido infernal, los padres de los chicos lloraban y reían. Juan y sus amigos no podían creer lo que veían.

La escuela era lindísima. Tenía cosas que ellos nunca habían visto y adentro traía muchos regalos. Los chicos se probaban los zapatos, las zapatillas y era cómico verlos caminar...Plaf...Plaf...hacían al mover sus pies y alegremente se vestían con las camisas largas y blancas, que ahora sabían eran delantales. Pero lo más emocionante para todos fue ver la bandera celeste y blanca, que ondeaba orgullosa.

También los invitaron a visitar la ciudad de Buenos Aires y allá fueron, en un gran pájaro gris - dijo Juan, a pesar que había aprendido que era un avión. Cuando regresó sintió que los gigantes verdes parecían abrir sus brazos para recibirlo. Volvía algo cambiado. Contó que en la gran ciudad la gente vivía en grandes edificios y que siempre corría apurada. El gran movimiento en las calles lo arturdió. El aire tenía un olor raro, el cielo no era tan azul y a los árboles les faltaba alguna lavadita. Había descubierto muchas cosas maravillosas, cosas que jamás hubiera imaginado. A pesar de eso Juan miró a su selva y la vio más hermosa. Contempló la escuela y pensó que lo mejor que podía pasarle a un chico era tener derechos.

Mientras a su alrededor nada había cambiado. Un coatí travieso corría selva adentro con la gorra de colores que a Juan le habían regalado.

Susana Teresa Sánchez de Bodanza


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