III. TENDENCIAS Y CONCEPCIONES GENERALES DE LA FORMACIÓN DE LOS DOCENTES PARA LA EDUCACIÓN INFANTIL

 

La primera infancia constituye, como ya se ha señalado previamente, una etapa de crucial significación para el desarrollo de la personalidad del individuo y que posee características propias que la diferencian de cualquier otra etapa del desarrollo. Una de estas características fundamentales es que, aún dentro de la misma etapa, se suceden cambios trascendentales que determinan períodos en los cuales los objetivos, métodos y procedimientos a llevar a cabo por el docente varían totalmente, lo cual la hace particularmente compleja a la hora de pensar en el tipo de educador que se requiere para estas edades.

La formación de un docente técnicamente capaz y psicológicamente apropiado para trabajar con niños cuyas estructuras y procesos físicos y psíquicos fundamentales están en plena fase de conformación y maduración, deja entrever la enorme complejidad que conlleva su formación, la cual históricamente ha tenido diversos enfoques, a veces antagónicos entre sí, y que significa un tema aún no acabado en el momento actual. 

 

Cuando se hace un examen pormenorizado del estado actual de los currículos de los centros de formación de docentes para la educación de los niños de la primera infancia se detecta que los mismos reclaman por un cambio y una actualización inminentes, lo cual tiene un amplio reconocimiento en los diferentes ámbitos que tienen que ver con esta formación, partiendo del criterio de que la mayoría están atados a viejos esquemas de contenidos y metodologías. Si bien empieza a ampliarse el espacio de análisis de esta problemática en los centros universitarios, es evidente que aún así persiste el déficit en dicha formación.

Esta situación es general en toda la formación actual en el mundo, pero es particularmente crítica en América Latina. Al respecto Fujimoto y Cormack, en un estudio realizado sobre la formación de docentes para la educación de los niños en los primeros años en diversos países latinoamericanos, destacan que una de las cuestiones más relevantes encontradas sobre la formación del docente para estos niveles, es la diversidad de niveles de formación que caracterizan a la misma, que van desde universidades, centros de educación no universitarios, escuelas normales o de magisterio, hasta docentes de primaria con cursos de postgrado y alumnos de secundaria con capacitación para trabajar en el nivel.

Esto hace que sea bien difícil poder hacer un cuadro comparativo entre unos países y otros, por ser sus currículos totalmente diferentes, y por no poder hacer una correlación de su exigencia de escolarización para comenzar a estudiar esta profesión.

Incluso, esta diversidad se da dentro de un mismo país, no tanto ya en el nivel de formación en que se ubica al estudiante, sino dentro de los planes de formación, que divergen de una región a otra, de una universidad a otra, de un centro politécnico a otro, lo cual hace que dos egresados de una supuesta idéntica carrera, tengan distintos perfiles de formación, aunque teóricamente son ambos profesionales iguales.

Esto va a reflejarse de manera negativa en la posterior ubicación laboral de los egresados y en la continuidad de su preparación metodológica ya ubicados en los centros, pues al ser disímil su formación esto dificulta la creación uniforme del plan de preparación y capacitación metodológica de todo el personal, lo cual incide desfavorablemente en el trabajo pedagógico.

La diversidad de los niveles de formación lleva aparejado un elemento subjetivo de evaluación de la carrera y una consecuencia administrativa y laboral mucho más seria.

Así, existe un criterio generalizado de que estudiar para ser educador de la primera infancia es algo fácil, pues ni siquiera está muy claramente definido el nivel en que esta profesión puede estudiarse y, por lo tanto, su contenido puede tener disímiles complejidades. Encuestas realizadas a los estudiantes en universidades y otros centros de formación revelan que las carreras de humanidades son generalmente evaluadas por ellos como menos complejas y científicas cuando se comparan con aquellas que pertenecen a las ciencias exactas, lo cual es un reflejo a su vez del criterio popular. Pero, cuando se entra a valorar entre las correspondientes a la educación, con una cierta frecuencia se considera a las referidas a la educación inicial, preescolar o infantil, como suele llamarse en distintos países, como de menor complicación o más simples que las preparan para la educación básica o la educación superior.

Esto ha conducido a un criterio subjetivo de que estudiar para trabajar con estos niños chiquitos es sencillo, y que, por lo tanto, puede no tener que ser necesario hacer su formación a nivel universitario, sino a nivel de técnico medio o de hacerlo como una derivación de una carrera más compleja.

La consecuencia administrativa y laboral de esta diversidad de niveles de formación, en que unas veces el educador que va a trabajar con niños de esta edad es un profesional universitario, y otras simplemente un graduado de nivel técnico, conlleva administrativamente a una gama de consideraciones sobre la remuneración que ha de recibir este educador que hacen poco atractiva la carrera, que en muchos países, es mal pagada y que comparada con el graduado para otras enseñanzas similares ranquea por debajo en las categorías de salario. Esto suele desestimular a los que terminan el bachillerato, que tienden a buscar otras profesiones que les pueden resultar más financieramente atractivas.

Una consecuencia mucho más negativa desde el punto de vista del trabajo es que las regulaciones laborales suelen “flexibilizarse” en grado extremo con respecto al nivel de calificación requerido para ejercer esta labor, y con una frecuencia alarmante, particularmente en los países en vías de desarrollo, se ubica personal a trabajar con los niños que no tiene un título idóneo para realizar estas funciones, siquiera de nivel de técnico medio, y que con una simple preparación básica, en el mejor de los casos, se le considera “apto” para llevar a cabo esta tarea. Esto es bastante típico en algunos sistemas educacionales estatales, pero tampoco los centros infantiles de iniciativa privada están exentos de esta problemática.        

Una segunda particularidad de los planes actuales de formación de docentes para la primera infancia radica en la disimilitud de lugares que ocupa dentro de la estructura académica de los centros de formación. Así, mientras en unos centros la carrera tiene su propio perfil como tal, en otros se une a una formación que se considera afín a la misma, a veces como un apéndice de otra formación que se considera más importante.

En este sentido no es raro encontrarse planes que, además de aquellos que hablan de una licenciatura (o grado académico semejante) en educación preescolar, infantil o inicial, la ubican como una mención o especialización dentro de una licenciatura pedagógica mucho más general (como es la licenciatura en educación); otros la reflejan compartiendo una formación, como es educación preescolar y psicología especial; e incluso lo que es peor, la pérdida de su propia condición como carrera pedagógica, tal es el caso de la licenciatura en psicología con especialización en educación preescolar, como si la formación de un docente para educar niños de estas edades fuera una derivación de una proyección más amplia, en este caso de la psicología.

Estos son algunos ejemplos tomados del ámbito latinoamericano, y en ningún momento son fruto de una afirmación subjetiva.

Otra problemática presente es referida a la formación heterogénea del nivel de competencia del educador infantil, lo cual es consecuencia de la concepción que se tenga de esta etapa del desarrollo. Así, se observan los currículos de formación de docentes centrados en la atención institucionalizada para niños de tres a cinco años, sin considerar los años previos del desarrollo (del nacimiento hasta los tres años) y donde no se han actualizado los contenidos de acuerdo con el nuevo rol de estos profesionales, lo que expresa una formación desvinculada de la realidad actual, en la que, afortunadamente, empieza a considerarse a esta etapa desde el nacimiento hasta los límites del ingreso a la escuela (que también es un punto de divergencia en los diferentes sistemas educacionales).

Esto ha implicado que en algunos lugares la formación para la etapa esté escindida en dos niveles académicos, uno de tipo universitario para la educación de los niños desde los tres años, y otro, con mayor frecuencia situado en el nivel de formación media, para la atención de los niños desde el nacimiento hasta los tres años. En este caso se da incluso la situación de que esta última formación en ocasiones no corresponde a la instancia de educación, sino que aparece en otro organismo que asume la responsabilidad de esta formación: salud, bienestar social, instituciones de atención a la infancia, entre otros.

No obstante, en los países más avanzados en la atención y educación de los niños en la primera infancia, existe una tendencia actual a considerar a toda la etapa, desde el nacimiento hasta los seis años, como tributaria para la formación del educador, si bien esto aún no se ha materializado lo suficiente en la práctica universitaria, como sería deseable.

Dentro de esta formación heterogénea del nivel de competencia también surge como una singularidad presente en los actuales planes de formación, la de enfocar básicamente a los mismos como mediadores de una formación para el trabajo con niños de zonas urbanas,  y donde la de nivel universitario, aún con buen nivel científico, carece de un acercamiento a la realidad por medio de una práctica sistemática y continua en ambientes carenciados y marginados donde su labor es más necesaria.

Esto hace que la inmensa mayoría de los planes de formación en la actualidad se dirijan a la creación de un profesional apto para trabajar en el nivel institucional de educación de la primera infancia, y sin embargo, sin conocimientos ni práctica alguna para desempeñar su labor en otras alternativas, como son las vías no formales, no escolarizadas o no convencionales de la educación (en suma, vías no institucionalizadas), que hoy por hoy van erigiéndose en la alternativa más viable para impartir educación en la primera infancia en la mayoría de los países, y muy en particular en los países del tercer mundo, que generalmente carecen de recursos para afrontar la educación de estos niños por la vía institucional. 

Fujimoto y Cormack, sobre la base de los problemas detectados por ellas (a los cuales se han añadido otros no reflejados en su análisis) abogan por crear un nuevo perfil de agente educativo (como les llaman a todos los que de una forma u otra, tienen a su cargo la conducción de las acciones que se realizan con los niños y padres de familia).

Al respecto subrayan que: “sería necesario en primer lugar la formulación de un perfil del docente preescolar o inicial que considere las características que este debe tener, las funciones a desempeñar en una sociedad concreta y que a partir de ese perfil, revisar el currículo de formación para introducir los reajustes y modificaciones necesarios para que el docente de este nivel cumpla su rol de educador de los niños, orientador de la familia y promotor y coordinador de las acciones de carácter intersectorial e interdisciplinario que se desarrollan en la comunidad en beneficio del niño menor de 6 años”.

Esta situación quizás no sea tan aguda en los países industrializados que gozan de una fuerte tradición en educación de los primeros años, pero aún en ellos se destaca la limitación de no considerar a los tres años iniciales como parte de la formación de un educador de la primera infancia, y alguna de las otras problemáticas señaladas anteriormente, lo cual a todas luces es una seria carencia en dichos planes de formación.

Pero en los países de América Latina, y mucho más aún, en los países del tercer mundo que son la gran mayoría, esta situación previamente destacada tiene una significación muy actual y presente. 

Esto vislumbra que la situación de la formación del docente para la educación de la primera infancia precisa de una necesaria actualización y un perfeccionamiento permanente que permita hacer más compatibles los  factores que inciden en dicha formación.

El análisis de la literatura sobre el tema, la revisión de los currículos de formación de distintos países y el estudio de las problemáticas socioeducativas a las cuales estos currículos han de dar respuesta, permiten formular algunas regularidades en materia de la formación de docentes en sentido general y que son aplicables a la de los educadores para la primera infancia en particular:

·      Se observa una falta de rigor científico en la concepción de los currículos para la formación de los docentes, en las que se obvian las teorías que los pueden fundamentar, no se estudian los fundamentos de los fenómenos educativos ni el transcurso histórico de los mismos.

·      Existe poca relación de la teoría con la práctica, por el que el tiempo que se dedica a la práctica preprofesional es muy limitado, así como se observa una falta de comprensión del contenido  principal de la misma.

·      Es insuficiente o nula la preparación del docente para el trabajo científico investigativo, el cual se deja a otros profesionales, que a veces desconocen las particularidades del fenómeno pedagógico como tal. En los casos en que dicha capacitación para el trabajo científico está incluida en los planes de formación, con frecuencia aparece desvinculada de la realidad pedagógica cotidiana del docente.

·      Hay descompensación y falta de equilibrio entre la formación académica y la profesional, donde la misma no da respuesta a las necesidades y requerimientos que en la práctica profesional se encuentra el egresado.

·      En muchos planes de formación la duración de los estudios es notablemente  corta, dándose con frecuencia currículos que solamente abarcan de dos a tres años, lo que tiende a crear una subvaloración de dicha formación al compararla con otras carreras “más difíciles y complejas”.

·      Hay pocas experiencias científicamente confiables en el desarrollo de los modelos de profesionales. En general lo que se concibe son perfiles centrados en asignaturas que no permiten tener definida la naturaleza específica de la tarea, de lo que dependen las estrategias de formación.

·      La mayoría de los planes de formación hacen un énfasis excesivo en la dimensión instrumental de la profesión, y que responde al criterio de que el egresado sea capaz de enfrentar la solución de los problemas que se planteen en su área de trabajo, y pueda actuar de acuerdo con las necesidades de la práctica y demandas sociales con la mayor efectividad y eficiencia posibles. Esto hace que este énfasis en el área instrumental conlleve aparejada una subvaloración de otros aspectos importantes de la formación, como son, por ejemplo, la concepción de la profesión, de su cosmovisión y ética, del sentido de pertenencia y de la identidad profesional.

·      No se establecen coordinaciones necesarias, académicas y organizativas, entre la formación y los diferentes niveles de enseñanza para los que se preparan los futuros profesionales de la educación. Ello implica incluso la falta en los planes de formación de la vinculación y necesaria articulación de la educación de la primera infancia con la educación básica, o con aquella que se corresponde a la educación especial.

·      Existe una contradicción marcada entre una dinámica metodológica de corte reproductivo y libresco, y la proposición de la investigación como método de comprensión de la realidad pedagógica.

·      La formación inicial y permanente así como la investigación, en la mayoría de los casos, se realizan en instituciones separadas, lo que impide su adecuada interrelación.

·      La investigación, cuando aparece en los planes de formación no aparece por lo general como una estrategia formativa, es decir, que sirva al estudiante no para convertirse en un investigador, sino que sea capaz de organizar las experiencias de aprendizaje y adquiera las competencias de los conceptos, métodos y técnicas de la investigación como formas de aproximación al saber con fines de aprendizaje.

Estas son algunas regularidades que han caracterizado los planes de formación en muchos sistemas educacionales, y que se ven reflejadas con particular dimensión en la correspondiente a los de los educadores para la primera infancia.

Lo anteriormente expuesto no agota la problemática presente en el momento actual en esta formación, y que derivan en consecuencias directas o indirectas, de las cuales una de las más desfavorables la constituye la ausencia de prestigio social del educador para estas edades.

El status social que una determinada profesión tiene en una sociedad no depende exclusivamente de las deficiencias que puedan o no tener sus planes de formación, pero si es un elemento más que colabora al establecimiento de dicho status social. Este depende de muchos factores, históricos, económicos, técnicos, culturales, idiosincrásicos, muchas veces ajenos a una verdadera base científica, pero que hacen que una profesión específica se considere mejor o más docta que otra, y se valore en un rango o nivel determinado en una comunidad o sociedad dada.

Criterios recogidos en encuestas realizadas a educadores, o en los intercambios que con frecuencia se dan en el ámbito internacional, revelan que la profesión de educador es subestimada en muchos países, y consecuentemente, mal retribuida salarialmente y poco valorada socialmente. Esto es extensible lo mismo a países del tercer mundo como a los altamente industrializados.

Esta situación es mucho más aguda cuando se trata de los educadores de la primera infancia, lo cual está dado, en primer lugar, por el desconocimiento de la significación que la etapa tiene para el desarrollo, y en segundo término y como derivación de esto, de la falta de un saber sobre la complejidad que implica la realización de este trabajo. Para muchos el centro infantil es un lugar en que los niños “van a jugar y entretenerse” y consideran a la institución infantil más como una instancia que brinda un servicio en que se atiende y cuida a los niños que llevando a cabo una función educacional.

Ello hace que no sea muy particularmente atractivo para los jóvenes que egresan de la enseñanza media el matricular una carrera universitaria de la que posteriormente no han de recibir una gran retribución social, eso sin contar los problemas económicos ya señalados.

Tanto es así que, aunque los planes de formación de educadores para la primera infancia teóricamente en la mayoría de los países se hacen para hombres y mujeres, es casi una regularidad de la formación de educadores infantiles la ausencia del sexo masculino como estudiantes en esta carrera. Si bien esto también obedece a factores históricos y socioculturales, la falta del reconocimiento de un status social apropiado es un factor importante en este hecho vigente.

Por supuesto que esta falta de presencia del sexo masculino no es un factor determinante en que se puedan presentar, como algunos pretenden afirmar, problemas en la identificación sexual de los niños, pero decididamente para el aprendizaje del rol social que cada sexo ocupa en una cultura determinada si es importante, así como el de la interrelación propia de ambos sexos que se da en el hogar.

Es por ello que resulta de tremenda importancia que los planes de formación de educadores de la primera infancia incluyan contenidos que tengan referencia con el establecimiento de un status social y de la consideración de una profesionalidad temprana, aspectos que se han de retomar cuando se estudie lo referido al modelo del profesional.  

 

La preocupación por el desarrollo profesional del docente para la educación de la primera infancia, tanto en sus aspectos de formación como del ejercicio de su práctica, condiciones de trabajo, consideración social, control y evaluación, se han convertido en los últimos años, no solo en un problema político, administrativo y técnico, sino en un importante objeto de estudio teórico, investigación y debate público.

En general la formación de docentes ha sido y sigue siendo uno de los temas más estudiados y controvertidos, y no solamente en la educación de los primeros años. A principios de la década de los ochenta del pasado siglo, la atención estuvo mayormente centrada en la formación inicial del educador, mientras que en la actualidad la investigación se orienta también con fuerza, hacia la formación permanente.

Una aproximación a la situación de la formación de docentes en el momento actual, y en particular en América Latina, señala algunas tendencias que han existido acerca de los diferentes modelos de formación, y que han concitado amplios espacios de discusión.

La revisión de la literatura especializada que aparece en numerosas publicaciones periódicas y el estudio de los más diversos planes de formación revela como una constante el problema de la formación de docentes para los diferentes niveles de enseñanza, el papel que juega el centro infantil, y las diversas estrategias utilizadas en esta formación, lo cual guarda una estrecha relación con las coyunturas históricas en las relaciones de poder y conflictos entre grupos y fuerzas sociales durante dicho período.

El análisis de las tendencias que han predominado, o que persisten en la actualidad, va a depender del punto de vista que se considere para su estudio, lo cual determina una diversidad de aproximaciones que reflejan un aspecto básico de lo que el autor específico considera como más relevante a los fines del plan de formación, y ahora lo que se pretende es hacer una panorámica de aquellos que pueden resultar significativos. 

En este sentido, M. Davini, en un estudio sobre los modelos teóricos sobre formación docente en el contexto latinoamericano señala la existencia de dos grandes momentos en los cuales se delinean claramente diferentes modelos sobre la formación del profesorado.

Un primer momento, que va desde el comienzo de la década de 1960 hasta fines de la década de 1970, se caracteriza por la hegemonía del modelo tecnicista y el surgimiento de modelos alternativos, en el que las predominantes corrientes crítico-reproductivistas conceptuaron a los docentes como meros agentes reproductores de algo preestablecido e impuesto, de un modelo cuya misión básica consiste en tecnificar el proceso educativo sobre premisas de una supuesta racionalidad, economía de esfuerzos y eficiencia en el logro de los productos. En función de este modelo, el profesor es visto esencialmente como un técnico. En los cursos de formación se insiste hasta la saciedad en cómo programar y evaluar los aprendizajes, entendiendo como programación y evaluación la especificación de objetivos precisos de enseñanza, expresados en términos de conducta observable y mensurable.

Mc Donald, Apple y Sacristán coinciden en apuntar que en este enfoque la labor del profesor fue simplificada de una función educadora a estrictamente instructiva, y los  contenidos de la enseñanza transformados en objetivos de conducta. La racional de este modelo tuvo como base significativa a la psicología conductista, aportando un lenguaje y una metodología propios del behaviorismo y que refuerzan los planteamientos eficientistas.

No obstante, a pesar de la indudable hegemonía que el modelo tecnicista-eficientista tuvo en su momento, durante ese mismo período se gestan teorías críticas sobre el papel social de la escuela y se desarrollan posturas alternativas al modelo entonces predominante. Esta dinámica posibilita el tránsito del paradigma tecnicista a los que comienzan a perfilarse hacia el final de la década del 70, bajo el contexto de las pedagogías de la liberación, como resultado específicamente latinoamericano, con la especial contribución de Paulo Freire.

La obra de Freire representa una ruptura frente al anterior paradigma tecnocrático. Dicho autor  propone el paradigma del conflicto y la mutación social, recuperando para el pensamiento pedagógico latinoamericano el valor social, cultural y político de la educación como mediadora en la transformación de la sociedad; el papel de la subjetividad en la modificación de las estructuras; el papel y el campo de la propia pedagogía, rescatando su dimensión de teoría y praxis.

La segunda etapa abarca las tendencias que anuncian momentos de transición hacia la democratización de las instituciones. Se trata del nuevo paradigma de transformación social que trajo, en materia de formación de profesores, modelos diferenciados dentro de estas políticas transformadoras, donde se retomaron el problema pedagógico y la importancia de la figura del profesor. Se destacan en este período dos grandes modelos diferentes, con distintas fundamentaciones y estrategias.

Uno de estos modelos, de corte histórico-culturalista, ha sido denominado "pedagogía crítico-social de los contenidos". En este modelo se rescata la figura del profesor y de la calidad de la enseñanza, centrando su postura en la recuperación de los contenidos significativos de la enseñanza como instrumentos para la transformación social, desde una orientación política de crítica social e histórica.

Este modelo adjudica al profesor el papel de mediador entre el saber social acumulado y los alumnos que precisan apropiarse de ese saber como herramienta para poder luchar por la transformación de la sociedad. Para ello se requiere que los docentes dominen los contenidos desde un enfoque histórico-crítico, así como el saber y el quehacer didácticos.

 Esta postura tomó auge fundamentalmente en Brasil,  por las obras de  D. Saviani, C.J. Cury,  N. de Mello (1982,1986) y J.C.Libâneo, entre otros.

Dentro de esta concepción, el perfil del profesor deseado es aquel que posee un sólido conocimiento sistematizado de su ciencia y que es capaz de estimular al alumno para que pueda reelaborar críticamente ese conocimiento a partir de los recursos intelectuales y culturales de que dispone. El profesor debe contextualizar, histórica y socialmente su trabajo, preguntándose por la significación social de los contenidos y de los métodos que usa en el conjunto de relaciones sociales vigentes.

El segundo modelo que se plantea en esta etapa corresponde al de corte hermenéutico-participativo, que a través de diversas vertientes centra su acción en la modificación de las relaciones de poder. Consiste en la reformulación de las estructuras no solo como forma de organización socio-institucional, sino, también, en lo que respecta a la estructura interiorizada en los educadores. Sus raíces están en las pedagogías liberadoras y se nutre de los aportes de la psicología social y de la sociología del currículo.

Esta tendencia se ha ido construyendo por los criterios de diversos especialistas de varios países de América Latina, como R. Vera Godoy, I. Núñez, G. Batallán, C.R. Brandao, P. Nosella, A. Furlán y E. Remedi, entre otros muchos que comparten este  modelo teórico, sin dejar de tener en cuenta las diferencias entre dichos autores.

Un rasgo interesante de este modelo de formación de docentes es que el núcleo de su discurso se centra en reflexiones sobre la práctica y se origina en el acopio de experiencias concretas basadas en investigaciones participativas o de investigación-acción. Según este modelo, el profesorado debe formarse para la democratización y transformación de la escuela, y cuya esencia es la modificación de las relaciones sociales que se conforman en el proceso institucional y en la enseñanza. De esta manera se erige y se propone modificar el verticalismo autoritario, el dogmatismo, la pasividad, la discriminación social y la competencia individualista.

Este modelo teórico, al alimentarse de diversas teorías de las ciencias sociales, se construye a través de experiencias que acompañan a la práctica. Una de sus expresiones más o menos común es la organización de diferentes talleres de perfeccionamiento de docentes; prácticas de trabajo comunitario y otras específicas dentro de procesos de formación en centros de enseñanza superior dedicados a la preparación de docentes.

Estas experiencias tuvieron y tienen en América Latina varios exponentes, pero es preciso señalar que en los contextos políticos autoritarios donde surgieron, dichas experiencias tendieron a desarrollarse fuera de las instituciones o en grupos de acción voluntaria en ámbitos privados.

En cuanto a la contribución de estos modelos en Latinoamérica debe ponerse de relieve el intento de dinamizar la  relación entre la teoría y la práctica educativas y el papel del trabajo reflexivo-grupal, aunque, obviamente, esto se reduce a grupos aislados y los beneficiarios proceden, fundamentalmente, de medios que son económicamente pudientes.

Sin embargo, la realidad del magisterio en América Latina plantea que subsiste un serio problema de déficit de formación (un tercio de los maestros de la región no tienen título profesional, la mayoría concentrados en áreas rurales), lo que agudiza la baja calidad de la formación docente.

 La Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) plantea que la condición docente en Iberoamérica  requiere de una intervención urgente que facilite su vinculación con las condiciones de la escuela y de la educación en su conjunto. Afirma que uno de los problemas, y solo uno de ellos, es la formación, aludiendo en esta afirmación a críticas recurrentes que se señalan a dicha formación.

Entre estas críticas se señala que los modelos actuales destacan que al futuro educador se le prepara para enseñar a una población uniforme que no existe, por lo que luego de graduarse tiene que enfrentar múltiples problemas para vincularse al educando y a la comunidad.

En sentido general todo lo antes expresado pone de manifiesto algunas problemáticas que aún se reflejan en materia de formación del profesorado, tales como:

Ø      Las condicionantes extrapedagógicas son tan decisivas que hacen de la formación una tarea vana o ilusoria;

Ø      El inmovilismo en la transformación de los procesos de formación está en una práctica contrapuesta a la teoría y a los proyectos;

Ø      La distancia entre los modelos críticos de formación de profesores y los cambios reales se explican por la ausencia de especificidad y coherencia entre las concepciones y las acciones.

Tanto la literatura que aborda esta materia en el contexto iberoamericano y de otras latitudes, como por el consensus de las opiniones e intercambios profesionales entre educadores de estos países, se puede apreciar que la actitud radicalizada no solo impide la construcción de teorías y de alternativas de acción más orgánicas y consistentes, sino que potencia la persistencia en la práctica de otros modelos de formación y de concepciones y tendencias acuñadas en otros momentos, que hacen que los modelos tecnológicos siguen dirigiendo muchas prácticas formativas, y donde además se observan modelos abstractos de los que se espera que funcionen en una realidad mucho más compleja que ellos.

La importancia del papel que juegan los profesores en la mejora cualitativa de los sistemas educativos es reconocida de forma unánime por todos los sectores implicados en la educación. Sin embargo, la unanimidad al declarar la relevancia de dicho papel no se traduce en unanimidad teórica y práctica a la hora de definir los modelos formativos.

En la literatura especializada existen numerosos trabajos que han tratado de modelar las experiencias de formación del profesorado, particularmente en lo referente a los aspectos didácticos, aunque abarcan otros componentes.

En España, por ejemplo, J.M. Escudero propuso en 1992 dos grandes tipos de modelos formativos: los modelos técnicos o directivos y los modelos procesales o no directivos. Según este autor los primeros enfatizan en una dimensión racional y lógica del conocimiento y la acción humana, a través de la figura del formador, y los segundos enfatizan en una dimensión creativa e intuitiva, a través de la figura del sujeto que se forma, cambia y aprende.

Como se observa ambas posiciones resultan extremas y por ello el mismo autor sugiere entonces la necesidad de promover  modelos “intermedios” donde se combinen adecuadamente ambas perspectivas.

Dentro de la tradición francesa se encuentra también una propuesta de modelos formativos presentada por L. Demailly en 1991. Esta autora toma como criterio de clasificación los contextos de transmisión y de producción del saber y del saber hacer, distinguiendo los siguientes enfoques:

Þ    Los formales  en los que los contextos de aprendizaje, están desgajados de la actividad social, y donde la transmisión de los saberes se lleva a cabo por especialistas.

Þ    Los informales  en los que la formación se realiza en el mismo contexto de la actividad práctica, a través del contacto y la imitación, en compañía de un colega y a través de la interiorización del saber y del saber hacer.

Þ    Los interactivos reflexivos  donde la formación se vincula a la resolución de problemas reales con momentos de acción y momentos de constitución de nuevas competencias, acompañados de una actividad reflexiva y teórica sostenida por una ayuda externa. Este modelo pretende activar la capacidad de resolver problemas de forma colectiva, mezclando saberes diferentes y produciendo nuevos saberes que se aplican paralelamente al proceso de formación.

Obsérvese que, no siendo coincidentes totalmente las dimensiones formal e informal presentada por L. Demailly con la técnica y la procesal propuesta por J. M. Escudero, se puede afirmar que aquellos procesos formativos, de carácter directivo, suelen darse en contextos formales, y los no directivos, más centrados en los procesos, suelen darse en contextos informales.

También en España, A. Pérez Gómez  tomando como criterio de clasificación los modelos de enseñanza y la imagen del profesor que se pretende, propuso en 1992 tres perspectivas básicas en la formación del profesor de cualquier nivel y especialidad:

a.      La perspectiva académica. Este enfoque se considera  consecuente con el modelo  tradicional de enseñanza, que pone el acento en el “proceso de transmisión de conocimientos y de adquisición de la cultura pública que ha acumulado la humanidad”, y que concibe al docente como un especialista en los contenidos disciplinares que tiene que transmitir en clase.

b.      La perspectiva técnica. Se corresponde con una imagen de la enseñanza como actividad rigurosa, como ciencia aplicada que debe garantizar la calidad de los procesos de aprendizaje. Según esta tendencia los profesores  son técnicos que “dominan las aplicaciones del conocimiento científico producido por otros y convertido en reglas de actuación”. En la misma predomina una racionalidad técnica, según la cual la teoría dirige y prescribe la práctica, de tal manera que la formación de profesores se concibe como un proceso de adiestramiento y entrenamiento en competencias técnicas.

c.      La perspectiva práctica. Se basa en la idea de que los procesos de enseñanza-aprendizaje son complejos y singulares, “en gran parte imprevisibles y cargados de conflictos de valor”. La imagen del profesor es la de un artesano o artista que se basa en el aprendizaje de la práctica a partir de la práctica.

En consonancia con el enfoque anterior, también en España, y a partir de las concepciones epistemológicas que fundamentan estos planes de formación, R. Porlán y A. Rivero proponen tres criterios de clasificación de los modelos de formación:

1)     Modelos que se fundamentan en el predominio del saber académico

2)     Modelos que se fundamentan en el predominio del saber tecnológico

3)     Modelos que se fundamentan en el predominio del saber fenomenológico

Los modelos de formación de profesores en los cuales el saber académico es predominante se caracterizan por identificar el conocimiento profesional con el saber disciplinar, haciendo un reduccionismo y simplificación epistemológica, que conlleva a planes de formación que se conciben como una simple inclusión y yuxtaposición de contenidos de diversa índole, científicos, psicopedagógicos, metodológicos, en proporciones que se consideran adecuadas y correspondientes para el nivel educativo de referencia.

En los modelos en los que prima el saber tecnológico parten del criterio de que la intervención es la aplicación de la teoría, diferenciándose de los académicos en que reconocen la significación de la dimensión práctica de la actividad docente, pero asumiendo como aquellos en la preeminencia que otorgan al saber disciplinar. Para este enfoque la enseñanza no es una reproducción mecánica del saber académico, sino una tecnología, y como tal está constituida por saberes funcionales que el futuro profesor ha de dominar.

Los modelos con preponderancia del saber fenomenológico se basan en la experiencia profesional dentro del contexto escolar y, por lo tanto, en oposición al saber académico y tecnológico, se caracterizan por reconocer solamente la dimensión práctica del conocimiento profesional, que para ellos es el conjunto de experiencias que se desarrollan en el contexto escolar.

La síntesis de estos criterios ratifica la tendencia general de una escisión dentro de la formación de los profesionales, entre la preparación teórica y la preparación práctica, aspectos inseparables de un mismo proceso; de una inacabada comprensión epistemológica del lugar de la práctica;  y en última instancia de las debilidades de las concepciones filosóficas sobre las cuales se erigen.  Es de destacar el hecho de que todas estas tendencias proceden tanto de países del llamado “primer mundo” como de los del llamado tercer mundo.

Si bien estas tendencias anteriormente señaladas han tenido una incidencia particular en algunas regiones, a su vez han coexistiendo con tendencias o propuestas  mucho más generales que han caracterizado la formación de profesionales para la educación de la primera infancia, expresadas en fundamentos que han caracterizado diversos modelos de formación de educadores.

En este sentido la mayoría de los autores considera que en la formación de profesores han existido y mantienen una vigencia más o menos decisiva cinco modelos predominantes:

·        Modelos precursores.

·        Modelos globalizadores.

·        Modelos de investigación en la acción.

·        Modelo constructivista.

·        Modelo histórico-cultural.

En los modelos precursores se identifican y significan dos vertientes principales, caracterizadas por la elaboración de planes y programas sobre la base de objetivos conductuales.

La primera vertiente tiene como representantes a R. Tyler e H. Taba, quienes conciben el diseño curricular para la formación de profesores como una perspectiva amplia a partir del análisis de componentes referenciales que sirven de sustento al currículum, como son la sociedad, los especialistas, los estudiantes; además consideran la influencia filosófica y psicológica.

La segunda vertiente está representada por R. Mager, planteada sobre los años setenta del pasado siglo, la cual se reduce a un modelo de instrucción que centra el problema en la elaboración de los programas sobre la base de objetivos conductuales. Este modelo, según sus críticos, “... es la representación más precisa del eficientismo y de la aplicación del pensamiento tecnocrático de la educación, y hace énfasis en la relación enseñanza-educación-evaluación, de forma dogmática”.

Los modelos globalizadores destacan el carácter integral de la enseñanza y de sus componentes y ponen el énfasis en el modo de concebir y organizar los contenidos del currículo. Según Torres Santomé el término “globalización” en la enseñanza es entendido actualmente como “educación global” o “educación internacional” y caracteriza la tendencia a la inclusión en el currículo de “núcleos temáticos” o “temas globalizados”, relativos a contenidos de interés mundial, que se estudian desde una óptica interdisciplinaria y con una visión internacional, como son por ejemplo, la energía, el ambiente, los derechos humanos, el racismo y otros...”.

Aunque en el momento actual esta tendencia es incuestionable, el concepto del término globalización de la enseñanza tiene sus orígenes en Europa, a principios del pasado siglo XX, fundamentalmente en argumentaciones de índole psicológica, tales como el término “percepción sincrética” o lo planteado por E. Claparede en 1908 acerca del carácter global del aprendizaje del niño. Igualmente está lo expresado por  H. Wallon en relación con la importancia del acto global en el niño.

Otros aportes psicológicos en este sentido los hicieron J. Dewey y J. Piaget, así como A.V. Zaporozhets y V. Mujina entre otros.

Dentro del campo de la Pedagogía se destaca O. Decroly, de cuyas propuestas se deriva una de las formas de globalización del currículo que se considera clásica: los centros de interés, como ideas ejes en torno a las cuales se estructura la estrategia didáctica.

Otra forma que puede considerarse también clásica dentro de esta tendencia globalizadora, es el denominado “método de proyectos”, que organiza el currículo alrededor de problemas “interesantes” que se resuelven en grupo. Su postulado fundamental es el pragmatismo y sus exponentes más relevantes lo son J. Dewey y H. Kilpatrick.

 El modelo de investigación en la acción  concibe el currículo como proyecto y como proceso, en los que la enseñanza y el aprendizaje son considerados actividades de investigación y de innovación que aseguran el desarrollo profesional del docente y la formación de los estudiantes. Este modelo surge, como alternativa frente a las concepciones pedagógicas tradicionales y modelos curriculares estructurados alrededor de objetivos.

En este modelo se considera a L. Stenhouse como a uno de los más connotados representantes de la investigación en acción en el campo educativo. Su marcada orientación cognitiva del proceso educativo se pone manifiesto en su interés por las nociones de comprensión, significado y acción. Uno de sus colaboradores, J. Elliot ha continuado desarrollando activamente los trabajos con esta orientación, siendo protagonista principal de su introducción y promoción en España, en la década de los años 80.

De acuerdo con esta tendencia, el currículo se concibe como un proyecto de ejecución que se verifica en la acción del aula, en la que los sujetos que intervienen son parte constituyente de este.

En correspondencia con esta posición, el modelo del proceso supone un concepto activo del aprendizaje, entendido como una actividad propia del alumno, autodirigida por él. Al profesor le corresponde asegurar las condiciones que permitan el aprendizaje significativo y la comprensión personal sobre los temas objeto de debate.

En este modelo de diseño curricular y desarrollo curricular descansa en las consideraciones individuales de profesores y estudiantes en un momento determinado y en circunstancias específicas. Se asume que la preparación científica y psicopedagógica del educador así como su responsabilidad son garantía contra el azar y la improvisación. Al respecto señala el H. Fuentes que “sin dudas aquí hay una excesiva cuota de utopía y que pudiera resultar una enseñanza empírica como consecuencia de su elevada contextualización”, lo cual es un aspecto a no pasar por alto.

Otro de los modelos es el constructivista. Este modelo tiene su fundamento central en la afirmación de que el conocimiento es una construcción que realiza el individuo a través de su actividad con el medio. En esta tendencia el estudiante desempeña un papel activo en el proceso de aprendizaje, debido a que se entiende este como un proceso de construcción y reconstrucción, en el cual el sujeto organiza lo que se le proporciona, de acuerdo con los instrumentos intelectuales que posee y de sus conocimientos anteriores.

Estas ideas del individuo construyendo por sí solo sus estructuras mentales fueron desarrolladas por J. Piaget en sus estudios del desarrollo intelectual del niño, y a partir de ellas sus seguidores crearon una pedagogía que tomó el nombre de operatoria o constructivista, y cuya base teórica y metodológica se extendió a los planes de formación de educadores, y constituyen una fuerte corriente del diseño curricular en la actualidad.

 El modelo histórico-cultural tiene sus bases en el enfoque desarrollado por L.S. Vigotski.  Este enfoque postula una concepción original de la relación de la enseñanza y el aprendizaje, sobre cuya base se han propuesto modelos de utilidad para el planeamiento curricular en la educación superior, uno de los cuales, elaborado por N. F. Talízina, a partir de las ideas de P. Ya. Galperin, ha sido ampliamente difundido.

En esta teoría se plantea que es preciso tomar en consideración dos premisas fundamentales en la elaboración  curricular: las exigencias de la teoría general de la dirección, y las regularidades del proceso de asimilación de los conocimientos durante la actividad de enseñanza – aprendizaje. Para cumplir estas exigencias se proponen tres modelos: el de los objetivos de la enseñanza (para qué enseñar), el modelo de los contenidos de la enseñanza (qué enseñar) y el modelo del proceso  de asimilación (cómo enseñar).

 El primero de los tres modelos puede considerarse como una variante de aquellos que están centrados en objetivos, sin embargo, su concepción se aleja de los que abordan los objetivos terminales como descripción de rasgos o características de los profesionales o como descripción de conductas manifiestas a partir de las cuales se derivan los objetivos.

Cuando se pone énfasis en el papel rector  del objetivo de la enseñanza para la organización del proceso docente, y en primer lugar del plan de estudio, se hace necesario establecer el conjunto de requerimientos que deben satisfacerse por medio de estos objetivos, inicialmente en forma de un diagnóstico de necesidades sociales (perfil del profesional que se necesita), modelo ideal del graduado propuesto como fin de la educación. De esta manera, la elaboración del perfil del profesional constituye el origen del plan de estudio y consecuentemente, de toda la planificación del proceso educativo.

Del análisis de las definiciones y tendencias expuestas hasta aquí, se infiere que, bajo el término de modelo curricular para la formación de profesores se encierra un concepto polisémico que se emplea y hace énfasis indistintamente en diferentes aspectos para referirse a planes de estudio, programas, objetivos e incluso a la instrumentación didáctica del proceso de enseñanza – aprendizaje. Cada uno de estos modelos le da una interpretación al currículo de formación en correspondencia con su visión de la problemática educativa, la cual está en último término determinada por la posición filosófica de que se deriva, lo que determina las concepciones psicológicas y pedagógicas que lo sustentan, la concepción de su estructura, el predominio de determinados componentes, la relación de la teoría con la práctica, entre otros muchos aspectos.

No obstante el carácter universal que estas tendencias o modelos pretenden abrogarse, lo cierto es que algunas presentan serias limitaciones, en este sentido, A.  Díaz Barriga coincide en considerar que difícilmente se pueda afirmar que exista una única metodología para la elaboración de planes de estudio, pues todas tiene aspectos positivos y aspectos controvertidos, que son significativos dentro de cada uno de dichos modelos. 

El estudio de las tendencias en los planes de formación de educadores revela la necesidad de crear modelos que, tomando dialécticamente lo mejor de cada uno de ellos, elabore estos planes de modo tal que permitan formar un educador de un alto nivel de competencia profesional y capaz de dar respuesta a las múltiples situaciones y disyuntivas que le plantee su práctica pedagógica. Esta situación es particularmente crítica en la educación de la primera infancia la que, por las particularidades de la etapa del desarrollo que les corresponde atender, el desconocimiento de aquellos que tienen que ver con su atención y la indefinición de su lugar en los niveles de formación, muestra, quizás, las mayores y más complejas problemáticas a resolver.