Capítulo
2 ÁMBITOS
ESPECÍFICOS DE ACCIÓN PARA EL ABORDAJE DE LOS CONFLICTOS INFANTILES
5.
Función y sentido del juego en el desarrollo infantil
Los adultos
suelen tener una idea bastante banal sobre la significación del juego
en las edades tempranas. Normalmente se asume como una actividad que el niño
realiza simplemente porque es pequeño y debe pasar el rato, o para
entretenerse mientras los adultos realizan sus actividades. Lamentablemente,
hoy son los medios audiovisuales quienes cumplen esa función en muchos
hogares, y los niños cada vez tienen menos tiempo disponible para jugar.
La televisión proporciona fantasías construidas por otros, privándoles
de la oportunidad para satisfacer sus propias necesidades de explorar y crear
su propio universo de sueños y de imaginación, porque la oferta
que les presenta, no tiene nada que ver con la economía afectiva del
niño; por el contrario, son propuestas totalmente descolgadas de lo
que el niño siente. La adición cada día más severa
de la población infantil a este tipo de entretenimiento y de utilización
de su tiempo libre, impide el desarrollo de su capacidad para crear a través
del juego. Se convierten en “buscadores” de imágenes, alimentándose
de objetos exteriores que no han creado, porque no han tenido la oportunidad
de establecer un vínculo inicial entre la actividad y su mundo afectivo,
lo cual es condición imprescindible para jugar de manera creativa.
Desde
la teoría del juego, hay quienes piensan que jugar es una actividad
importante porque el niño aprende de este modo los roles que pueden
desempeñar en el futuro, cosa que es verdad, pero también es
cierto que posee otros significados complementarios de gran valor. Algunos
psicólogos resaltan la importancia que reviste para el niño
el sentimiento que obtiene cuando juega, en cuanto su cuerpo y su mente “funcionan
bien”, tanto en solitario como en relación con otras personas,
sentimiento que está en la base de todas las sensaciones de bienestar.
Piaget, destaca la importancia del juego en el proceso de socialización,
que se inicia con una actividad de juego libre, donde la fantasía y
la espontaneidad ocupan un primer lugar en la actividad del niño, y
va progresando hasta llegar a los juegos estructurados que le permiten aprender
gradualmente el respeto por las reglas, controlar sus tendencias egocéntricas
y agresivas, y con ello, dar uno de los pasos más importantes en el
aprendizaje de conductas sociales. En la conceptualización que él
realiza para explicar el desarrollo de la inteligencia, podemos advertir que
las estructuras de conocimiento de las cuales nos habla, y que solemos ver
como conceptos muy abstractos, se encarnan, en concreto, a través de
la actividad del juego.
Aparte
de estas consideraciones, debemos destacar que el juego no es algo que el
niño también “hace”, aparte de tantas otras cosas,
sino que, así como en términos ecológicos se habla de
un hábitat en el que se desarrollan las especies, se podría
decir que el hábitat de la “especie infantil” es el juego,
es la dimensión donde vive y se desarrolla. Como hemos visto, el niño
crece en un sistema de valores, de conceptos, de posibilidades de desarrollo
que trata permanentemente de analizar y desentrañar, y la manera que
tiene de hacerlo es precisamente a través del juego. Winnicott, que
ha trabajado teóricamente el tema del juego, lo plantea como una apertura
del niño al mundo, donde se da un intercambio constante entre las estructuras
que se están desarrollando y las posibilidades que le da la realidad.
En ese intercambio es el juego el que permite que esas estructuras se puedan
organizar, de lo contrario el desarrollo sería virtual, inexistente.
Este autor realiza una diferenciación semántica que alude específicamente
a la función que tiene el juego: habla del “jugar”, en
infinitivo, para enfatizar el carácter de actividad que tiene, en oposición
al “juego”, que alude a algo terminado, algo acabado. Esta diferenciación
es importante porque el “jugar” implica una estructura abierta,
que supone una iniciativa de parte del niño, en contraposición
al “juego” que aparece como algo cerrado y muchas veces impuesto.
El jugar es, entonces, un campo abierto, azaroso, de exploración, de
cierto riesgo, donde el niño encuentra el sentido de lo nuevo, de la
aventura y del cambio.
Sin entrar
a puntualizar una teoría particular, dado que todas son lícitas,
es importante enfocar la actividad lúdica desde la práctica
pedagógica, porque en última instancia, lo que la teoría
divide, la práctica une, ya que posee más secretos y claves
que lo que propone cualquier enfoque teórico. Lo que nos interesa como
educadores es poder esclarecer el sentido que tiene el jugar en el desarrollo
infantil para asignarle el justo valor que posee como representación
del conjunto de impulsos y de deseos del niño.
Lo primero
que podemos consignar es que la actividad lúdica es estructurante,
en el más amplio sentido de la palabra. Es conocido el famoso juego
del carrete que menciona Freud, en el que inicia la valoración del
juego en los niños como representación del juego simbólico.
El cuenta la conducta que observó en su nieto, que estaba jugando con
un carrete, de tal modo que lo soltaba y agarraba alternadamente, mientras
pronunciaba las palabras Fort-Da, que representaban el alejamiento y el acercamiento
en ocasión de la ausencia temporal de su madre. El niño, en
este caso, estaba conceptualizando la idea de alejamiento y de acercamiento,
es decir, estaba “pensando” a través del juego. No es que
primero tuviera el concepto y luego lo jugara, o lo que es lo mismo, lo representara
lúdicamente, sino que era en la propia actividad del juego donde producía
la elaboración.
Bruno
Bettelheim* en su libro “No hay padres perfectos”* comenta un
hecho que le sucedió a Goethe en su infancia, que ilustra claramente
lo que acabamos de decir. Este acontecimiento lo incluyó el escritor
en sus memorias “De mi vida, poesía y verdad”, porque le
concedió una significación importante para su vida.
Dice
el autor: “En una hermosa tarde, cuando todo estaba en silencio en la
casa, estuve jugueteando con mis recién adquiridos platos y cacharros,
y, como no sacaba nada de ello, arrojé uno por la ventana a la calle
y me regocijé al ver que se rompía de forma tan divertida...”
Freud, en su escrito “Un recuerdo infantil de Poesía y verdad”,
sugiere que Goethe estaba representando simbólicamente el enfado que
le inspiraba su hermano, y el deseo de que su odiado usurpador fuese arrojado
de la casa. Pero creo que de este primer recuerdo puede aprenderse mucho más
sobre el juego en general
“Para
empezar, Goethe hace hincapié en que al principio no llegó a
ninguna parte jugando con sus cacharros, con lo que da a entender que sus
primeros actos no llegaron a satisfacer presiones internas que necesitaba
afrontar en aquel momento. Su juego no empezó a tener sentido hasta
que arrojó el primer plato a la calle. Nos encontramos ante un ejemplo
típico de la manera en que los niños empiezan a jugar sin saber
muy bien qué les empuja a ocuparse de una cosa determinada. También
nos demuestra cómo los objetos cotidianos más vulgares pueden
ayudar al niño a representar, y con suerte, a resolver, alguno de sus
problemas más profundos y exigentes, siempre y cuando se le de campo
libre para utilizar dichos objetos como a él le parezca, sin prestar
atención al propósito con que los usa. Y nos permite ver qué,
cuando se les deja hacer, los niños pueden transformar lo que empieza
como un juego al azar en algo que es muy significativo. El niño no
sabe de antemano lo que va a representar ni porqué, no actúa
de acuerdo a ningún plan consciente. Si fuera así su juego serviría
a necesidades conscientes, no inconscientes, y como el niño desconoce
estas necesidades inconscientes, generalmente también las desconocen
sus padres. A causa de ello, los padres no pueden planear para el niño
un juego que responda a sus necesidades más apremiantes”.
*Transcripción
del libro “No hay padres perfectos” de B. Bettelheim. Ed. Grijalbo
Mondadori.1988
Hasta
el momento en que el primer plato se estrelló contra la calle y se
hizo pedazos, el pequeño Goethe no pudo comprender, con la rapidez
de un relámpago, que “a eso quería jugar!” y aplaudir
con entusiasmo al darse cuenta de pronto que hacía lo que satisfacía
sus necesidades, lo que liberaba y aliviaba la presión de sentimientos
que amenazaban con asfixiar
su vida
emotiva, y le liberaba de su desánimo y de su enojo. Si alguien hubiera
intentado explicarle todo esto al pequeño, no habría podido
entender nada de ello, aunque luego, al hacerse mayor, sería uno de
los hombres más brillantes de todos los tiempos. En otro contexto y
en otro momento quizá, hubiera comprendido que estaba enfadado con
su hermano, el cual, temía Goethe, le había sustituido y lo
que deseaba era librarse del intruso (muchos niños le dicen a sus padres
que lo mejor que pueden hacer es devolver al recién nacido al lugar
de donde lo han sacado). Aunque representó estos deseos inconscientes
por medio del juego, se hubiera quedado atónito si las fuentes inconscientes
de su juego hubieran llegado de algún modo a su atención consciente.
Peor aún, esto hubiese destruido en el acto todo lo que hubiese tratado
de conseguir con la actividad. Probablemente se hubiera deshecho en lágrimas
de desesperación, negando todo lo que le hubiesen dicho. El resultado
final quizás hubiera consistido en reprimir sus sentimientos inconscientes
mucho más profundamente, para que quedasen completamente fuera del
alcance de la expresión simbólica y puede que ello hubiese causado
daño a su futuro desarrollo emotivo.
Siguiendo
el análisis que hizo Freud de esta historia, podemos suponer que el
primer motivo del juego de Goethe fue la expulsión simbólica
de su hermano arrojando cosas a la calle. Pero como los fenómenos psicológicos
más importantes son sobredeterminados, también podemos especular
que la acción de arrojar sus platos (que como objetos de su propiedad
también lo simbolizaban a él ) representó su sensación
de que el hermano recién nacido le había echado de casa, que
su seguridad había quedado rota, del mismo modo que ahora se rompían
sus platos.”
Como
podemos advertir en este ejemplo, el juego es inicial, es el fundamento de
todo el desarrollo desde el punto de vista de la experiencia misma. Todo el
campo de significaciones que organiza el niño, lo organiza jugando,
no por una captación conceptual, sino que realmente el concepto es
el resultado de esta dinámica del juego. Nosotros, como adultos, estamos
acostumbrados a organizar el sentido a través de las palabras, y nos
cuesta concebir otra forma de pensamiento. Pero el juego tiene un sentido
propio, una regla propia, que se desarrolla en ese nivel, que no es solamente
preconceptual, es decir, anterior al significado, sino que es una manera de
conceptualizar, una forma de organizar el mundo de manera total. En el juego
se transfigura todo: el objeto y el jugante, el niño que juega, ya
sea porque fantasea con ser poderoso, mágico, invencible u omnipotente,
o porque juega a juegos que implican asumir la identidad de otros: un médico,
un camionero, una enfermera, la maestra, etc. La identidad se da a través
del juego, cuando “hace de otro” y toma rasgos de ese otro con
lo que va armando una especie de collage porque, como ya hemos explicado anteriormente,
la identidad no se da como una copia a semejanza de otro, sino a partir de
la incorporación de elementos de la personalidad de sus figuras significativas
en el plano afectivo.
Desde
los inicios de su vida, el infante se va organizando a través de su
propia actividad lúdica. Todos sabemos el placer que experimenta cuando
se ensucia comiendo, como si fuera tomando una epidermis del mundo, mezclándose
y diferenciándose con lo que viene de afuera: es la manera que tiene
de ir descubriéndose y reconociéndose como “otro”,
o cuando se tapa la cara frente a otro que lo ve, al mismo tiempo que “se
ve” siendo visto. O cuando juega a hablar por teléfono, como
una manera de relacionarse con el otro sin que el otro esté presente.
Es una forma de organizar su mundo simbólico, ya que aunque la otra
persona no esté, él la hace presente en el recuerdo, en el símbolo.
También juegos muy sencillos como el que realiza la madre con su niño
pequeño al esconderse por unos momentos y reaparecer, le hacen adquirir
la seguridad que a pesar de la interrupción del contacto visual, no
se interrumpe el contacto afectivo. Esto con el tiempo le permitirá
aprender que la separación momentánea de la madre, por ejemplo,
en su primera escolarización, no significa perderla para siempre, que
volverá y que la alegría del encuentro será mutua y reconfortante.
Cuando
es mayorcito, los juegos de escondite también reportan beneficios importantes,
al vivir la certeza de tener que ser encontrado para que el juego pueda realizarse
y continuar. O en las variantes del juego, donde se esconde para poder llegar
hasta su “casa” o “base” sin que lo atrapen y poder
estar seguro. Incluso puede cambiar de rol: en un momento es el perseguido
y en otro el perseguidor. Vive la experiencia de ponerse a prueba y afrontar
los peligros que la realidad le depara, sabiendo que al final, de un modo
u otro, con esfuerzo podrá encontrarse al amparo de los peligros.
Los niños
someten sus fantasías a las exigencias y a los límites que impone
la realidad cuando juegan, y de esta manera van incorporando los límites
necesarios para sus comportamientos sociales. No es lo mismo que un niño
imagine que le arranca la cabeza a un compañero con quien se ha enfadado
mucho, a jugar su fantasía con su oso de peluche y decapitarlo: las
consecuencias varían por completo. En el primer caso no pasa de ser
una imaginación, y en el otro, la realidad le hace saber las consecuencias
de su acción, porque su oso ha quedado roto. Vemos entonces la importancia
que tiene también en este sentido que el niño tenga la oportunidad
de someter la fantasía a las limitaciones de la realidad a través
del juego, porque de esa manera, como vimos en el caso del osito de peluche,
el niño se dará cuenta de qué trata su deseo, cosa que
sería imposible de visualizar si el deseo sigue siendo pura fantasía.
Como
subraya Bruno Bettelheim, los niños sufren muchos problemas de desarrollo
de naturaleza inconsciente que no pueden resolver en la realidad, y es el
juego lo que les permite hacerlo. Jugar es una actividad placentera en sí
misma y el niño juega porque le gusta, desconociendo que su inclinación
a hacerlo proviene de una necesidad de resolver problemas que muy a menudo
lo mortifican, o que el placer que obtiene jugando deriva del goce de sentir
que puede controlar las cosas, por oposición a la sensación
de frustración que obtiene de su relación con la realidad, donde
está siempre sometido al deseo de los adultos. Los juegos de contenido
mágico y privados; rituales que el niño realiza, como repetir
mentalmente una palabra en ciertas ocasiones; caminar de determinada manera
por las aceras o cualquier invento espontáneo realizado al margen de
la comprensión y de las reglas de los adultos, le otorga una sensación
de autodeterminación, de ser dueño de sus propios actos y de
poder “zafarse” del control del adulto: él se impone la
actividad y la ejecuta conforme a sus propias reglas. El niño pequeño
no puede autonomizarse ni autodeterminarse, pero puede adquirir esas capacidades
jugando, lo que le va a proporcionar en el futuro la posibilidad de determinar,
en cierto grado, su propia vida.
En cuanto
a la agresividad, la necesidad de descargarla, como le pasó a Goethe,
también tiene que ver con los conflictos intrasubjetivos que sufre
el niño. Por este motivo, es muy importante ofrecerle una oportunidad
para hacerlo simbólicamente. Respecto a este tema suelen surgir muchas
dudas sobre la conveniencia de dejar que los niños utilicen pistolas
u otros juguetes de naturaleza bélica, porque se piensa que refuerza
su agresividad o la estimula. Debemos tener claro el significado que puede
adquirir este tipo de juego, dependiendo de la actitud del adulto. No es verdad
que los niños vayan a ser pistoleros porque usen pistolas, por el contrario,
su uso simbólico permite la elaboración de la agresividad producida
por hechos que ni siquiera ellos pueden saber o reconocer. Poder descargar
la agresividad contra otros niños o contra el adulto, jugando al “como
si” los mataran, no puede hacerles sino bien, ya que de lo contrario,
tendrían que reprimir sus impulsos agresivos existiendo la posibilidad
de que los desplieguen en el plano de la realidad. Ahora bien, esta idea no
debe llevarnos a pensar en la conveniencia de estimular al niño para
que use pistolas y realice juegos bélicos. Es suficiente con el hecho
de que las tengan a disposición para cuando quieran usarlas. Ellos
sobreentienden que el adulto está de acuerdo en que hagan uso de
ellas cuando lo deseen y que espera que lo hagan en el marco de unas normas
de comportamiento relacional adecuado.
La
participación del adulto en el juego infantil
Como
hemos visto hasta ahora, los niños juegan por el placer que les proporciona
el juego, al mismo tiempo que satisfacen sus necesidades internas en la realidad.
Por esa razón es muy difícil, por no decir imposible, advertir
cuál es el significado específico que tienen los juegos que
realizan los niños, ya sean individuales o grupales. De lo único
que podemos estar seguros es que sus actividades lúdicas están
determinadas por lo que está sucediendo en sus mentes. El juego es
el lenguaje “secreto” que tienen los niños para expresar
su mundo interno, y para resolver problemas del presente y del pasado que
los perturban en su vida cotidiana. Los niños no juegan para pasar
el rato, dice Bettelheim, y aún cuando en algunas ocasiones lo hicieran,
la elección del juego estaría motivada por sus procesos internos,
ansiedades, tensiones y conflictos, muchas veces derivados de sentimientos
ambivalentes.
De la
actitud del docente depende que el juego del niño pueda fluir y convertirse
en un elemento constructivo para el desarrollo infantil. Muchas veces los
docentes intentamos influir en el juego del niño en el momento en que
este está absorto en él, porque pensamos que podemos ayudarlo
a que tome conciencia de lo que está haciendo o porque consideramos
que una sugerencia puede provocar logros que el niño por sí
solo no es capaz de realizar, etc. Sin embargo, la mejor intervención
consiste, inicialmente, en mantener una actitud de escucha y observación
de la actividad del niño, porque nuestra participación activa
en un momento determinado puede atascar el desarrollo del juego. No nos olvidemos
que nuestras indicaciones estarán siempre motivadas por nuestra interpretación
del significado del juego del niño en un nivel consciente, y que los
elementos inconscientes que están operando en el jugar del niño,
los desconoce él y los desconocemos nosotros también. Algunas
veces podemos sentirnos tentados en ofrecerle alguna explicación o
interpretación de lo que significa su juego, pretendiendo ayudarlo
a resolver lo que le intranquiliza, pero lo más probable es que el
resultado no sea el esperado por nosotros, porque la explicación destruye
la naturaleza simbólica del juego, y el niño pierde la capacidad
de ocuparse del problema que lo está molestando. Dejar que el niño
“haga” en libertad es, por lo tanto, darle la oportunidad de encontrar
soluciones a los problemas que los oprimen, mientas que nuestra intromisión,
por más bienintencionada que sea, puede desviar el rumbo del proceso
en que se encuentra el niño en la solución de sus conflictos.
Distintos
son los casos que suelen presentarse con ciertos niños que, por alguna
situación especial, se retraen del grupo, se aíslan, no se despegan
de la maestra en el tiempo de juego libre o están como estancados en
un juego repetitivo sin poder avanzar hacia otras instancias, o bien los niños
que juegan a juegos demasiado infantiles con relación a su edad cronológica.
No existen reglas generales y aplicables a todos lo casos, porque para empezar,
cada niño responde a su propia biografía y cada caso es absolutamente
singular. Pero podemos explorar la situación teniendo como referencia
algunos conceptos que pueden orientarnos en la búsqueda y darnos algunas
pistas para poder intervenir en la dirección correcta.
Con respecto
al niño que juega siempre en solitario, suele ocurrir que están
vinculados a su propio cuerpo, sin apertura hacia el exterior, y su juego
se realiza en un ámbito (el personal) donde posee más control
de lo que ocurre. En muchos casos esta actitud se deriva de cómo se
haya dado la relación con el padre y con la madre. Cuando existe una
relación de ligazón muy intensa con la madre, y por ende una
dificultad para separarse de ella, esa situación de simbiosis afectiva
se revierte en la dificultad para jugar con otros, de aceptar un tercero,
que en este caso representa lo que viene del exterior, del afuera de niño.
Esto obstaculiza su apertura hacia el exterior y queda encerrado en su propio
juego solitario.
Cuando
la relación con sus padres ha posibilitado al niño tomar esa
distancia necesaria entre él y su madre, --lo cual tiene que ver con
el lugar subjetivo que la madre le da al niño, con la relación
que la madre tiene con el padre, y de este con el niño--, y puede reconocer
otra figura en la familia, (hermanos, padre, primos, abuelos, etc.), puede
jugar sin dificultad y de manera natural con otros niños. Mientras
esto no esté suficientemente reconocido o aceptado, jugar solo representa
para el niño seguir vinculado internamente a la madre, con un total
dominio de la situación.
En estos
casos, el docente puede intervenir aproximándose de manera muy paulatina.
Primero desde la mirada y la palabra, comentando sin juzgar lo que el niño
está haciendo, utilizar algún material que sirva de intermediador
de contacto, como una pelota o unos almohadones, de tal modo que pueda comenzar
a establecer una comunicación que le permita una apertura hacia el
exterior, hasta que pueda pasar de la maestra al contacto más abierto
con sus compañeros. Esto puede llevar mucho tiempo, y requerir una
buena dosis de paciencia y perseverancia del docente. Como hemos dicho antes,
al hablar de la naturaleza del desarrollo, este no se da de manera lineal,
sino con idas y vueltas que representan las dificultades de dejar lo conocido,
lo seguro, por algo que todavía no se conoce. El niño puede
un día atreverse a salir de su círculo cerrado, de su ensimismamiento,
que representa su relación materna y regresar nuevamente a sus conductas
anteriores como forma de afirmarse en lo seguro para poder volver a la búsqueda
de lo nuevo.
Hemos
hablado anteriormente del proceso de adaptación de los niños
que ingresan por primera vez en la escuela, y de las dificultades que deben
enfrentar durante los primeros tiempos, dependiendo de las características
de cada uno. Los maestros suelen comentar su preocupación por ciertos
niños que están “pegados” a ellos todo el tiempo
y sólo se conceden la oportunidad de jugar con la maestra. En muchos
casos esto se debe a que el tipo de actividades socializadas implica una profunda
transformación para el pequeño. La “norma” de la
que nos habla Piaget, implica el reconocimiento y la aceptación de
que él está sujeto a las mismas obligaciones y deberes que los
otros niños. Esto implica un gran desafío y una transformación
difícil, porque debe pasar de una situación donde es único,
con reglas propias que él establece en su juego y son consentidas por
la familia, a una situación donde las normas son más generales.
Esto implica para el niño un cambio en la forma de sentirse a sí
mismo: ahora tiene que verse como otro, como un otro generalizado, ante lo
cual puede experimentar sentimientos ambivalentes. Por un lado, eso de verse
como otro implica un goce, el de explorar cómo es eso de ser otro,
o ser igual a los otros; en otras palabras, experimentar la sensación
del nosotros. Esto supone también una sensación dolorosa, porque
pierde lo conocido sin encontrar lo nuevo, y se siente incapaz de incorporarse
con facilidad a lo que no siente como propio, a un ambiente que lo deja afuera.
En estos casos, el docente puede intervenir haciendo de puente entre su situación
íntima y la realidad, estableciendo una relación más
personalizada con el niño o con algunos niños que no se sientan
tan afectados, con quienes pueda incorporar el goce de jugar.
Distinta
es la situación del niño que se aísla en la fantasía
y no tiene en cuenta la realidad. En este caso no representa sus fantasías,
es decir, no juega. Permanece replegado sobre sí mismo en la imaginación
y en la fantasía pura en la que no tiene lugar ningún cambio,
ningún aprendizaje, porque no representa sus fantasías en los
juegos. Esto responde a causas de mayor profundidad y lo importante es poder
diferenciar un niño con estas características de aislamiento,
del niño que se encuentra con la ansiedad normal ante un cambio y necesita
el acompañamiento del maestro para dar el paso hacia una nueva situación
como la descrita anteriormente. En el primer caso, lo mejor es derivar al
niño a un especialista en desarrollo infantil para una evaluación
y un diagnóstico preciso.
Son muchas
y variadas las situaciones conflictivas que se presentan en el aula de preescolar,
porque precisamente en estas edades se construyen las bases de la futura personalidad
del ser humano. Poder estar atento a las vicisitudes de la vida de los niños
mediante la observación, el conocimiento y una gran dosis de intuición
nos permitirá aprender de la experiencia y actuar de la mejor manera
posible para ayudarlos a crecer.
Podemos
estar seguros que si dejamos que el juego del niño fluya y no le imponemos
una estructura desde el exterior, estamos ayudando a que elabore sus conflictos
y con ello estamos promoviendo el desarrollo infantil, porque
a través de juego libre el niño trabaja lo más actual
de su experiencia, junto con las elaboraciones más lejanas, complejas
y difíciles de su pasado.
Del
juego libre al juego estructurado
Todos
los aprendizajes del niño deben tener una base sólida en sus
experiencias previas con el juego. Sabemos la importancia que le confieren
Piaget y H. Wallon, a las primeras relaciones del niño con el entorno
físico y humano en la conformación de las estructuras del conocimiento
y del psiquismo en general. La psicología genética nos enseña
que el conocimiento del mundo exterior comienza con el movimiento y que a
partir de ese movimiento, en interrelación con un otro significativo,
nace el potencial de riquezas sensoriales y de acción que nos permite
conocer nuestro cuerpo y reconocerlo posteriormente como un yo, separado del
otro.
En el
interior de esa relación, el cuerpo es el lugar, la sede de los intercambios
emocionales, de donde surge la posibilidad de elaborar la imagen del propio
cuerpo separado del cuerpo del otro. Por lo tanto, de la calidad afectiva
de esos intercambios depende, en gran medida, el desarrollo de la socialización.
La insuficiencia de estímulos, la ausencia o pobreza de juegos corporales
en los primeros tiempos de la vida del infante, pueden crear perturbaciones
importantes en el mundo imaginario, provocando retrasos en el desarrollo intelectual,
afectivo y social. Un niño con pobre experiencia corporal tendrá
un pensamiento empobrecido, porque el pensamiento se enriquece por la creación
y multiplicación de imágenes y símbolos, sobre un fondo
de placer, que se convierte a su vez en fuente de nuevas experiencias.
Cuando
nos referimos a los juegos estructurados solemos pensar en la actividad lúdica
que los niños mayorcitos realizan, dado que para poder llevarlas a
cabo se necesita la capacidad de comprender el sentido de las reglas y de
las normas y de la determinación, por parte de los niños de
acatarlas, bajo pena de que el juego no pueda continuar desarrollándose.
Sin embargo,
podemos hablar, en cierto sentido, de juego estructurado en los primeros años
si analizamos el tipo de acciones que realiza con su madre o sustituto en
estas edades tan tempranas. De la misma manera que el primer llanto del bebé
pasa de ser la expresión de una necesidad biológica a una “demanda”,
es decir, a una manifestación de naturaleza psicológica, los
juegos que realiza la madre con su hijo, por el sólo hecho de disfrutar
con ello, se convierten en juegos estructurados que constituyen los inicios
de un proceso comunicacional y de la formación de la individualidad.
Por ejemplo, el juego de esconderse y aparecer repentinamente ante el rostro
del bebé, realizado con reiteración, hace que él comience
a tomar conciencia de que la madre está realizando algo dirigido a
él y responda con gestos graciosos, que a la vez motivan a la madre
a seguir jugando. Esto promueve un proceso comunicativo a partir del cual
el bebé descubre a la otra persona y se descubre simultáneamente
a sí mismo, al tiempo que empieza a tomar una conciencia rudimentaria
de que su actuación produce un efecto en el otro. Esto implica el comienzo
de una interrelación, que se da con un sentido, con una significación.
Existen otros juegos, muy variados en sus formas de interacción, que
realizan los padres con sus pequeños y se pueden denominar juegos estructurados
porque mantienen una propuesta de estructura formal y se repiten sin mayores
variaciones.
En cuanto
a los juegos estructurados que realizan los mayores, tienen lugar en la etapa
en que los niños pueden comprender y asumir las reglas y las normas
que rigen el comportamiento en la dinámica de la actividad. Piaget
afirma que el dominio que el niño de corta edad adquirió jugando
en la manipulación de los objetos, se va extendiendo poco a poco en
un autodominio a través de la participación en juegos estructurados.
Esto exige un proceso de transición que va desde el juego libre, al
que hemos hecho referencia anteriormente, caracterizado por la fantasía,
la improvisación y la espontaneidad, hasta el juego con reglas y normas
que tiene su origen en el exterior, lo que implica el desarrollo de la capacidad
para adaptarse a las reglas y obedecerlas aunque signifique tener que aceptar
la derrota.
Este
autor también señala que el aprendizaje que adquiere el niño
con la participación en juegos reglados es de fundamental importancia
para la evolución de sus conductas sociales futuras. Por eso es importante
dar libertad a los niños para que se tomen el tiempo necesario para
discutir sobre qué reglas van a organizar el juego y el modo de cumplimiento
de las mismas, aunque esta actividad consuma más tiempo que la del
juego propiamente dicho. Muchas veces los adultos, al no tener esto presente,
nos angustiamos y tratamos de intervenir para determinar “de una vez”
las normas y reglas del juego, porque nos resulta angustioso que no sean capaces
de ponerse de acuerdo en un tiempo razonable, según nuestro criterio.
Como tantas otras cosas, los rodeos que efectúa el niño son
parte indispensable de sus adquisiciones, si tomamos en cuenta que solamente
aprenden en la medida que participan en la construcción del conocimiento.
La enseñanza
que los niños reciben de sus propios intentos de construcción
de reglas y normas para actividades lúdicas, se expande en la personalidad
del niño y del joven en el futuro, cuando debe actuar conforme a normas
morales y éticas que armonicen con la sociedad y le permitan una convivencia
armónica con sus semejantes. Los niños no adquieren actitudes
socialmente aceptables porque se lo digamos, aunque nos empeñemos en
hacerlo de manera constante y machacona, más bien esto les fastidia
y terminan por no considerarlo aceptable.
Una vez,
en una escuela primaria se implementó un programa para la convivencia,
impartido por personal del Ministerio de Educación. La orientadora
del programa entraba a las aulas y les impartía una charla posterior
a la proyección de un vídeo que mostraba escenas de cooperación
y participación colectiva en situaciones de la vida cotidiana. Los
niños estaban escuchando la charla que resaltaba el valor de la solidaridad,
la cooperación y la responsabilidad social mientras escribían
algo en sus cuadernos sobre el tema. En ese momento una niña le pidió
prestado un bolígrafo a su compañero, que por cierto tenía
dos sobre su mesa de trabajo, y el compañero le contestó: --¿Por
qué no te traes el tuyo?
Este
hecho real demuestra con rotundidad que los niños no aprenden de los
discursos fervorosos que abogan por las virtudes éticas y morales,
sino de la experiencia propia a través del ejemplo que toman de la
conducta espontánea de las figuras significativas en el curso del desarrollo,
o de su propia vivencia.
Los niños
pueden incorporar una formación cívica sólida, en la
medida que hayan tenido la oportunidad de vivir personalmente situaciones
de interacción a través del juego, donde el uso de las normas
y las reglas de convivencia les hayan demostrado su utilidad y sus ventajas
frente a otras conductas desordenadas, egoístas y agresivas.
Juegos
cooperativos
Ya hemos
visto cómo el jugar es el medio natural de la infancia a través
del cual los niños metabolizan las dificultades y los conflictos entre
su mundo interno y la realidad. Pero también sirven para aprender formas
cooperativas y solidarias de conducta, ya que jugando se ponen a prueba los
procesos de acción, reacción y sentimientos de las personas
que intervienen.
Lo que
caracteriza a este tipo de juegos es su estructura interna no competitiva. Se trata de propuestas lúdicas que alientan la participación
de todos los integrantes del grupo sin que la meta del juego termine separando
los perdedores de los ganadores.
El
Juego en la Sala de psicomotricidad
La Sala
de Psicomotricidad es un espacio singular y privilegiado, tanto para los niños
como para el maestro. Va construyéndose en la medida que se la utiliza
e inviste con un conjunto de significaciones que surgen de las vivencias que
allí se comparten. Las actividades que se llevan a cabo tienen una
modalidad propia que no se puede homologar a ningún tipo de actividad
corporal que se realice fuera de ese espacio. Esta singularidad está
dada por la intencionalidad educativa que se concreta en un tipo de trabajo
que aborda, desde el cuerpo y el movimiento, todas las dimensiones de la personalidad:
intelectual, motriz y afectiva, en al marco de las interrelaciones recíprocas
entre el mundo físico y humano. Esta investidura, este conjunto de
significaciones le otorga sentido al espacio y a los objetos, y es lo que
constituye su particularidad. Por lo tanto, no es en sí el aspecto
material, mensurable, lo que le da el carácter a la Sala de Psicomotricidad,
sino el significado emocional que cada persona le asigna en su subjetividad.
Lo que
diferencia el tipo de actividad que se realiza en la Sala con respecto al
resto de actividades, es que los niños llegan a ese espacio con la
conciencia de poder expresarse como no pueden hacerlo en otro lugar y en la
compañía de un adulto que no cumple la misma función
que desempeña en el salón de clase. El adulto, desde su actitud,
crea una atmósfera de seguridad y de autoridad estructurante, en el
sentido de facilitar las condiciones necesarias para ayudar a los niños
a construir su propia identidad. El niño trae a la Sala toda su vida,
sus angustias, sus temores, sus impulsos, sus frustraciones, sus alegrías,
sus miedos, sus incertidumbres, su deseo de explorar, en fin, su vida entera.
Esa vida que no expresa en la clase por estar sujeto a la obligación
de cumplir con determinadas tareas de aprendizaje, o donde juega libremente,
pero desde un lugar subjetivo determinado por su rol de alumno, con todo lo
que eso conlleva. En la Sala, en cambio, no hay otra tarea que no sea la de
hacer, por un período acotado de tiempo, lo que realmente desea hacer,
y sobre todo, un hacer que es al mismo tiempo una búsqueda y un encuentro
con el deseo más genuino. El niño tiene libertad para no hacer
nada, (que es una forma de hacer y de decir), para participar, para aislarse
y buscar la soledad, para compartir con otros, para abandonar el juego, para
jugar solo, para descargar su agresividad sin dañar a los demás
ni así mismo, etc., en un tiempo de expansión afectiva, motriz
e intelectual incomparable. Pero para que esto sea posible debemos establecer
una dinámica de trabajo que se exprese en un ordenamiento del tiempo y del espacio, y que se concrete en una organización
estable.
Distribución
del espacio y del tiempo en la Sala
Es aconsejable
que el tiempo de práctica de educación psicomotriz sea de 50
minutos, dos veces a la semana como mínimo.
El tiempo
y el espacio se pueden dividir en dos partes durante la sesión:
·
Espacio y tiempo para la expresividad sensoriomotriz.
La acción
y el espacio están dedicados fundamentalmente a la actividad de juego
libre, sea este fundamentalmente motriz o simbólico. La Sala debe estar
dividida en dos, dejando más espacio físico para este primer
momento en que los niños juegan utilizando los materiales de juego
libre que se encuentran dispuestos en la Sala.
·
Espacio y tiempo centrado en la representación.
Cuando
baja el ritmo de actividad de la primera parte, se invita a los niños
a otro espacio preparado para que representen simbólicamente lo que
han vivido, a través de la escritura, dibujos, construcciones, en fin,
utilizando todos las modalidades de simbolización que deseen. También
puede proponerse la lectura de un cuento y
su representación, ya sea a través de la dramatización,
la escritura y/o el dibujo.
Los
rituales y normas de la Sala
Estos
son dos momentos de gran significación en el desarrollo de la sesión
porque ayudan a darle el carácter específico y singular al trabajo.
El docente debe entrar a la Sala primero y hacer pasar a los niños
indicando, las primeras veces, el lugar donde se deben reunir todos en corro
antes de comenzar la actividad. Lo ideal es que antes de entrar se quiten
los zapatos y los dejen en un lugar destinado para ello. La primera actividad
de la sesión es una reunión en que se especifican las normas
de funcionamiento que se han acordado entre todos. Por ejemplo:
Se pueden utilizar todos los materiales que están en la Sala y
jugar como prefieran, con la condición de no romperlos.
Al
finalizar la sesión deben colocar entre todos los materiales en
su lugar.
No se debe agredir,
ni física ni verbalmente, a los compañeros.
Si alguien tiene ganas
de descargar su agresividad, puede hacerlo utilizando los materiales que
sirven para tal fin: almohadones, muñecos de trapo, colchonetas,
papeles, etc.
Si por cualquier motivo
se producen peleas, deben reunirse los niños implicados con el docente,
en el lugar donde se realiza el corro de bienvenida y de despedida, para
tratar de solucionar el conflicto, con la ayuda de la maestra. Esa es la
condición para que puedan regresar y seguir jugando.
Antes de pasar al tiempo
de actividad más tranquila y antes de terminar la sesión,
deben obedecer las indicaciones del docente, quien avisará dos o
tres minutos antes el cambio de actividad o el fin de la sesión para
que vayan concluyendo.
Renovar cada día
el compromiso de cumplir con las normas.
Para finalizar la sesión,
después de acomodar los materiales, deben sentarse nuevamente en
corro y comentar qué fue lo que más les ha gustado, si han
tenido algún problema con algún compañero y cómo
se ha solucionado, sugerencias para la próxima sesión, modificación
o inclusión de alguna norma, etc.
Es importante
destacar, que éste es sólo un ejemplo de organización
que no debe tomarse al pié de la letra. No son muchas las escuelas
infantiles que disponen de una Sala específicamente destinada a la
educación psicomotriz, ni de la dotación de materiales necesaria,
por lo tanto se trata, por encima de todo, de estar dispuestos a ofrecer una
práctica en beneficio del desarrollo emocional de los niños.
Si esta voluntad existe, se puede adaptar el espacio del aula de clase o el
gimnasio, porque como se ha dicho, no es el espacio físico el que determina
la particularidad del trabajo, sino
la investidura afectiva que realizan los propios niños y el docente
de ese espacio.
Los
objetos de la Sala y su utilización
En la
Sala de Psicomotricidad los objetos constituyen una parte muy importante para
el desarrollo de las sesiones. Según Miguel Llorca Linares (profesor
del Departamento de Didáctica e Investigación Educativa y del
Comportamiento de la Universidad de La Laguna) los materiales que se encuentran
a disposición de los niños se pueden clasificar en tres tipos
diferentes:
1) Materiales
orientados al juego sensoriomotor y que estimulan el desarrollo de habilidades
y destrezas corporales, como el banco sueco, las espalderas, las colchonetas,
las estructuras de goma espuma, etc., que se pueden utilizar en el juego simbólico
al tiempo que facilitan el desarrollo de coordinaciones motrices, el equilibrio,
el control de la postura y el placer sensoriomotriz.
2) Materiales
estructurados como juguetes que sean evocadores de la realidad, (muñecas,
camiones, cochecitos, elementos de la cocina (platos, vasos, sartenes, calderos,
cafetera, muebles de cocina y comedor, casa de muñecas, etc. ) con
los cuales los niños puedan jugar simbólicamente: “hacer
de ...” o “ser...” y materiales menos estructurados, como
aros, telas de diferentes texturas, almohadones de variados tamaños,
cuerdas, palos, etc., dejando a la creatividad de los niños su forma
de utilización simbólica en la creación individual o
colectiva de juegos libres.
3) Materiales
para la representación, tales como maderas, bloques de construcción,
legos, pinturas, papel continuo, acuarelas, pinturas, papeles de diferentes
texturas y colores, papel periódico, cartones, etc.
Nosotros
incluimos en esta lista materiales como la harina, la arena y las cremas que
posibilitan
un profundo placer sensorial cuando los manipulan y juegan con ellos experimentando
por todo el cuerpo.
Posibilidades
de uso de los materiales que están habitualmente en las Salas de Psicomotricidad:
·
Las espalderas, estimulan el trepar y el placer de conquistar altura. El niño
experimenta un gran placer cuando ha logrado afirmar su “poder”
alcanzando una altura mayor que los otros niños y, sobre todo, que
la maestra. La prueba de ello es que por lo general suelen llamarnos para
que los veamos desde abajo.
·
El banco sueco que permite los deslizamientos cuando se coloca en un plano
inclinado, pone a prueba las destrezas motoras, el equilibrio, y también
promueve situaciones de riesgo controlado para vencer los miedos.
·
Las colchonetas son un elemento imprescindible en la Sala que proporciona
múltiples usos, desde una manera de acotar el propio espacio simbólico,
hasta el placer motriz de saltar con cierta amortiguación. Las colchonetas
estimulan todo tipo de juegos alegres y divertidos, como dar volteretas, caerse
de frente y de espalda, rodar encima de ellas, apilarlas y saltar desde una
altura controlada, taparse con ellas y esconderse del adulto, tapar al adulto,
en fin, es un material que invita a jugar simbólicamente y realizar
todo tipo de juego libre utilizando el cuerpo y el movimiento ya sea individualmente
o en grupo.
·
Estructuras de goma espuma que invitan a la realización de construcciones
verticales que luego se pueden derribar, realizar delimitaciones de espacios
cerrados que proporcionan seguridad, representando territorios privados, como
la casa o el cuarto, o espacios abiertos donde se puede compartir.
·
Las pelotas son materiales que poseen un dinamismo propio, debido a su estructura
esférica, pueden rodar, saltar, rebotar, escaparse, etc. Como son muy
manejables se prestan para establecer contactos a distancia cuando los niños
tienen dificultades para el contacto físico. Es importante tener pelotas
de varios tamaños y texturas, que permitan diferentes tipos de utilización.
No es lo mismo una pelota de goma espuma que una de tela, o de piel o de goma.
Lo mismo ocurre con relación a los tamaños. Es aconsejable tener
una pelota gigante de goma inflable que permita vivenciar balanceos y varias
pelotas saltarinas con agarraderas para que los niños puedan saltar
y trasladarse sobre ellas.
·
Las telas tienen también muchos usos en el juego simbólico.
Por ser un material tan maleable, se pueden utilizar para confeccionar disfraces,
hacer carpas o casas, envolverse en ellas, taparse y esconderse como una manera
de desaparecer ante la mirada del adulto, convertirse en fantasma o en monstruo
para infligir miedo a los compañeros o al maestro, vivir situaciones
regresivas, o realizar juegos muy dinámicos como dejarse arrastrar
por el suelo, ya sea por los niños o el adulto, solo o en grupo. El
balanceo y el acunamiento en las telas son actividades muy placenteras que
los niños disfrutan mucho y estimulan actitudes de colaboración
y el ejercicio de conductas solidarias y cooperativas.
·
Los cartones son materiales que los niños utilizan para hacer construcciones,
especialmente casas en las que se introducen y juegan a realizar algunas tareas
domésticas. Algunos pequeños no dejan que nadie comparta su
espacio, mientras que otros sí lo hacen, incluso ofrecen un espacio
al adulto.
También
las utilizan para construir cunas, un coche o cualquier espacio que les permita
entrar y salir de manera permanente. También es interesante su uso
cuando colocan una tapa que les permite encerrarse y comunicarse con los otros
a través del sonido de su voz o del golpeteo de las paredes internas
de la caja, jugando con la idea de ser advertido por los otros a pesar de
no poder ser visto.
Con la
abertura hacia abajo suelen ser utilizadas como caparazones para trasladarse
de un espacio a otro sin ser vistos.
·
Las cuerdas facilitan usos variados, algunos funcionales y otros simbólicos.
Por ejemplo, se pueden atar a cierta distancia del suelo para facilitar los
trepamientos, las suspensiones y/o los balanceos verticales; sirven de comunicación
a distancia como mediador de contacto. También suelen despertar sentimientos
agresivos de dominación utilizándolas para atar o rodear al
otro, para inmovilizarlo o para domesticar algún animal en el juego
simbólico.
·
Loa aros son fundamentalmente espacios cerrados ya estructurados donde se
puede entrar y salir con total facilidad, experimentando el “adentro”
y el “afuera” como nociones vivenciadas. También suelen
utilizarse para “cazar” al otro, en una tonalidad afectiva seductora
o agresiva, dependiendo de la situación de cada niño.
·
El papel de periódicos estimula una vivencia corporal intensa cuando
se usan para revolcarse en ellos, destruirlos y simular “fogatas”
para descargar tensiones agresivas.
·
El agua, la pintura, la tierra, la harina, las cremas, etc., permiten el descubrimiento
del cuerpo, su reconocimiento a través de sensaciones agradables cuando
se deja jugar en libertad.
·
Los juguetes favorecen la elaboración de juegos fundamentalmente simbólicos
donde los niños asumen frecuentemente roles familiares o de personajes
de la literatura o la televisión.
·
Materiales para la representación cuya función es permitir al
niño tomar distancia de la vivencia y poder representarla a través
de diferentes sistemas de simbolización como la pintura, el modelado,
la escritura o las construcciones. Los materiales que deben estar a disposición
de los niños pueden ser: pinturas de todo tipo, lápices, marcadores
no tóxicos, bloques de construcción, legos, papel y lápices
para escribir, arcilla o plastilina, etc.
·
La palabra es el sistema de simbolización más importante. Al
terminar sus actividades, los niños pueden reunirse, comentar y verbalizar
sus experiencias. Contar qué han hecho, cómo se han sentido,
qué fue lo que más han disfrutado de la actividad y qué
dificultades han tenido que resolver. Por lo general, se trata de conflictos
de relación interpersonal. Es el momento de revisar junto con el maestro
la manera en que fue resuelto y recordar las normas a que hemos hecho referencia
para abordar los conflictos que se han presentado. Esto les permite tomar
conciencia de sus propias actuaciones y de las consecuencias lógicas de sus comportamientos.
Rol
del educador en la práctica psicomotriz
Lo primero
que debemos destacar es la importancia que reviste la propia formación
personal del educador, no sólo en el aspecto teórico, que es
indispensable, sino también en el sentido del conocimiento consciente
de sus actitudes, dificultades y necesidades que, principalmente, repercuten
en la relación con los niños. Cursos de formación vivencial,
de enriquecimiento personal, son el complemento indispensable para poder llevar
a cabo una educación psicomotriz orientada al desarrollo integral de
la personalidad de los pequeños. La educación es una tarea difícil,
quizá una de las más complejas, porque nuestra práctica
diaria es un ejercicio de comunicación, y como hemos visto, la comunicación
no es un proceso simple, de emisión y recepción de mensajes,
porque comporta una complejidad inherente a la propia naturaleza del psiquismo,
y debemos estar preparados para llevarlo a cabo con conciencia y responsabilidad.
El tiempo
que dedicamos a la práctica de educación psicomotriz tiene un
valor psicopedagógico en el más amplio sentido del término.
En ese espacio de la Sala y durante ese tiempo, los niños se expresan
con la conciencia de estar en un ámbito especial del que no disfrutan
en ningún otro momento del día. Se les ofrece la oportunidad
de elegir entre muchos tipos de actividades, individuales y grupales, y ellos
ejercen su libertad de elección y de acción en un ambiente de
seguridad y confianza. El maestro forma parte activa de la sesión,
desde un lugar simbólico singular, diferente al que ocupa como maestro
de aula y que, aunque parezca difícil que los niños puedan discriminarlo,
si lo sabemos plantear con nuestra actitud, veremos como son capaces de asumirlo
con total naturalidad.
No estamos
hablando de un psicomotricista, sino de un maestro de educación infantil
que decide asumir la responsabilidad de ejercer una práctica psicomotriz
con sus alumnos, desde un enfoque relacional. El criterio general que debe
guiar nuestro desempeño en este área, es ofrecer un espacio
y un tiempo especiales para que los niños se expresen a través
del juego libre. Como hemos comentado, se diferencia del tipo de actividad
que desarrollan en los recreos o en el aula debido a las características
que asume el espacio (la Sala), la forma en que es vivenciado por los niños
y el propio maestro, los materiales, y la intervención del adulto,
que se realiza desde un lugar simbólico específico y un rol
diferente al que desempeña como docente del aula.
Josefina
Sánchez Rodríguez y Miguel Llorca Linares destacan los rasgos
que deberían estar presentes en la actitud del maestro para poder llevar
a cabo, de manera eficiente, una educación psicomotriz con los niños
de infantil:
·
Capacidad de observación y escucha en la Sala.
·
Expresividad psicomotriz.
·
Formas de implicación en el juego para favorecer el desarrollo infantil.
·
Competencias para elaborar de manera creativa diferentes escenarios para
la práctica psicomotriz.
·
Capacidad y disposición para la observación de la propia actuación
docente.
Capacidad
de observación y escucha
La observación
y la escucha implican una intención de comprender lo que el niño
está expresando en su particular “discurso” psicomotriz.
Ya hemos hablado suficientemente de la importancia de saber observar y escuchar
las manifestaciones de los niños en cualquier situación educativa,
pero en la práctica psicomotriz, esta capacidad se torna absolutamente
imprescindible, porque de la agudeza de nuestras percepciones, podremos realizar
una intervención lo más ajustada posible a las necesidades del
niño.
Para
que la observación pueda llevarse a cabo de forma efectiva, debemos
estar separados del grupo, en un espacio específico para tal fin, desde
donde la maestra observa la actividad de todo el grupo. Para poder observar
y escuchar, es decir, percibir el significado de las manifestaciones de los
niños, es fundamental descentrarnos y colocarnos en el lugar del niño:
percibir qué siente, cuál es el sentido de sus manifestaciones
y de su forma de actuar con relación a los otros y a los objetos materiales,
la manera en que ocupa el espacio, etc. Es decir, captar la dinámica
global de sus relaciones para poder ofrecerle una respuesta adecuada que le
ayude a evolucionar, partiendo de la relación afectiva que se produce
entre él y nosotros.
Dice
Aucouturier que, permanecer a la escucha del niño implica recibir al
otro, aceptar lo que produce y percibir la emoción como experiencia
única a partir de la cual se desarrolla el itinerario de cada persona.
El maestro
debe recibir al niño tal como es, con sus dificultades, y proveerle
de un ambiente de seguridad a través de una escucha empática
que le permita entrar en una dinámica de evolución. La actitud
de escucha significa, desde este enfoque, una “empatía tónica”
que se expresa en un nivel corporal, de contacto físico, o a la distancia,
a través del tono y la cadencia de la voz, de la mirada, del gesto,
de la postura corporal.
La importancia
que se da al cuerpo en la escuela es muy pobre, más bien somos herederos
de una tradición intelectualista que enfatiza la educación cognitiva,
relegando el cuerpo y sus manifestaciones a un plano secundario. Esta es la
razón por la cual el cuerpo del maestro no está disponible al
contacto físico, sino en ocasiones puntuales y con determinados niños
que lo requieren y demandan. En la Sala de Psicomotricidad, por el contrario,
el cuerpo del maestro debe estar totalmente disponible al contacto corporal
como un modo particular de relación y comunicación. Las propias
necesidades de los niños van marcando su evolución en este sentido.
Al comienzo, independientemente de la edad cronológica, pueden demandar
un contacto corporal más frecuente, pero progresivamente,-- aunque
sabemos que en el desarrollo puede haber retroceso a situaciones conocidas
que ofrecen seguridad - la relación deja de ser tan estrecha y se produce
un ajuste tónico que sostiene la comunicación a distancia, a
través de mediadores como la voz, la mirada, el gesto, etc.
Como
siempre vamos a trabajar con un grupo, es importante tratar de observar a
todos, en su dinámica general y a cada niño en particular, en
su relación con el grupo total. En este sentido es frecuente que estemos
más dispuestos a tener en cuenta a unos más que a otros, ya
sea porque presentan algún problema de relación o porque nos
resultan más simpáticos, más agradables, y hemos establecido
con ellos una relación empática especial. Como dijimos al comienzo,
en el proceso comunicacional debemos tener en cuenta nuestras propias condiciones
psicológicas, ya que constituyen el cristal a partir del cual percibimos
al otro. Muchas veces ciertas actitudes de los niños movilizan dificultades
propias no resueltas y no tenemos una buena disposición para con ellos,
cuando en realidad sean los que más necesitan de nosotros. Por lo general,
está el niño que es muy callado, que no da “problemas”,
o el que da tantos que decidimos dejarlo que actúe sin tenerlo en cuenta
hasta que se produce algún conflicto de cierta importancia en el que
debemos intervenir. En esos casos es conveniente reflexionar sobre por qué
determinados niños nos atraen y otros no nos producen el deseo de acercarnos,
sobre todo cuando esto se repite en muchas sesiones seguidas. Este aspecto
forma parte de la observación y la escucha del otro, que está
íntimamente vinculada a nuestras condiciones afectivas.
Por otro
lado, la capacidad de escucha y observación, --y esto no es privativo
de la educación psicomotriz--, supone saber esperar a que el niño
tome la iniciativa en la elección del tipo de juego que quiere realizar,
con independencia de que pensemos que es mejor la continuidad del juego que
había estado realizando la sesión anterior o, que según
sus condiciones psicomotoras, necesite practicar tal o cual actividad. Conviene
tratar de respetar el deseo del niño para poder, de esta forma, responder
de forma ajustada a sus requerimientos manifiestos o latentes, entrando en
el juego cuando él lo solicita, realizando propuestas que hagan evolucionar
el juego hacia otras instancias, y pudiendo entrar y salir en los diferentes
estilos de relación que genera el juego en la Sala.
La
expresividad psicomotriz
Este
es el momento de recordar la experiencia de Galileo y de Thomas Hariot, relatada
al comienzo del libro, que destacaba la importancia de tener los conocimientos
suficientes para que la mirada se convierta en observación y no se
quede en un registro superficial y muchas veces incompleto y equivocado del
fenómeno que observamos. Cuando estamos observando y escuchando al
niño, debemos considerar una serie de parámetros que nos permitan
realizar un análisis lo más completo posible de su expresividad
y del sentido de sus manifestaciones.
Mencionaremos
los siguientes:
·
El lenguaje corporal.
·
La relación con el material.
·
La ocupación del espacio y del tiempo en el que se desarrolla la
acción.
·
La relación de los niños entre sí.
·
La relación de los niños con el adulto.
Todos
estos parámetros deben ser tomados en cuenta, como es lógico,
en función de la edad cronológica de los niños con quienes
trabajamos, para analizarlos con relación a las pautas de desarrollo
normales. No es lo mismo la relación que tienen los niños entre
sí a los dos o tres años que la que establecen a los cinco o
seis. Por lo tanto, como los educadores conocen sus características,
esos conocimientos son los que deberán tener en cuenta para la observación
de la expresividad psicomotriz de los pequeños.
El lenguaje
corporal expresa mucho más, y con más elocuencia, que lo que
pueden manifestar sus palabras, por lo tanto una observación atenta
a su forma de mirar, de caminar, a la postura corporal, al tono muscular expresado
en la tensión facial y muscular generalizada, etc., nos pueden dar
muchas pistas con relación a cómo se siente el niño y
a sus posibilidades de comunicación. La relación que establece
con el material estructurado como los juguetes, o con los menos estructurados,
como colchonetas, pelotas, cartones, telas, formas geométricas de goma
espuma, etc., puede tener diversa naturaleza. Por ejemplo, el niño
puede jugar siempre a lo mismo con el mismo juguete, sesión tras sesión,
en el mismo espacio de la Sala, sin desear cambiar de actividad. Eso sucede
a menudo cuando está tratando de elaborar algún contenido inconsciente
y está luchando con situaciones internas muy importantes para él,
lo cual constituye en sí mismo un mensaje significativo, una señal
de que algo le está sucediendo y que hasta que no lo resuelva, seguirá
explorando por medio del juego. En estos casos lo mejor es dejar que el niño
mismo determine el tiempo que ocupa en la actividad. A no ser que se convierta
en algo realmente llamativo, en el sentido que no hay ningún indicio
de variación, aunque sea en el mismo juego, durante mucho tiempo, lo
mejor es que el niño sienta la presencia del maestro a través
de su mirada de aceptación de la actividad como algo lícito,
que le pertenece y que él lo comparte de buen grado. Puede acercarse
en un momento dado y expresar con palabras lo que está haciendo el
niño, o manifestarle que se nota que esa actividad le agrada, o hacerle
alguna pregunta que permita al niño verbalizar algo de su experiencia,
siempre y cuando no sea vivido por el niño como una intromisión
o una presión para desvelar algo que ni siquiera él puede hacer
consciente.
Cuando
el grupo es grande, como es el caso de la escuela, lo habitual es que un gran
número de niños encuentren placer jugando con los materiales
no estructurados y se formen grupos para realizar construcciones y actividades
simbólicas que crean en torno a ellos. La observación del maestro
debe estar orientada a identificar los roles de los niños: quiénes
son los líderes que imponen las normas y órdenes en el juego
y quiénes los que las acatan, quiénes no participan activamente
sino que dejan que otros propongan siempre lo que se lleva finalmente a cabo,
qué tipo de simbología se juega con regularidad (por ejemplo,
si se construyen siempre casas o espacios cerrados), si se comparten los espacios
o se excluye al resto de compañeros, si se solicita la participación
del adulto en el juego y si se varía de materiales de una sesión
a otra o siempre se prefieren los mismos.
Este
tipo de actividad se presta para que los conflictos relacionales se den con
bastante frecuencia, en cuyo caso, la intuición del maestro será
la brújula que le permita actuar adecuadamente. En principio, lo mejor
es no intervenir inmediatamente ni de forma directa para “disolver”
el conflicto, sino estar presente como “representación de la
norma”, de la Ley aseguradora que debe respetarse en el ámbito
de la Sala. Lo más adecuado es esperar, mientras observamos el intercambio
dialéctico o físico, que el problema llegue a resolverse entre
los propios niños. Si esto no es posible y vemos que no pueden dirimir
sus diferencias de manera autónoma, cosa que es habitual en estas edades,
el docente debe intervenir como mediador. Las normas de comportamiento deben
estar muy claras así como el compromiso de acatar su cumplimiento,
por lo tanto, cuando el mediador actúa, puede hacerlo tomando en cuenta
los criterios que ya señalamos en el capítulo destinado al tema
de los conflictos y el rol del maestro como mediador.
Lo fundamental
es que de esa situación todos aprendamos, los niños y el educador,
ya que cada situación es única, aunque el tipo de conflictos
se repita. Nuestra función es promover situaciones de cambio y de aprendizaje
en cada situación, lo que implica aprender a subordinar las propias
necesidades, intereses e impulsos a los intereses del bien común.
El maestro
en la Sala puede facilitar la comunicación con los niños utilizando
diferentes mediadores, como la mirada, la voz, el propio cuerpo, la gestualidad,
la mímica, los materiales, en fin, todos los elementos que permitan
un contacto sensible con el niño, ahonden y expandan el espacio comunicativo,
aún cuando la respuesta sea de rechazo, porque suele formar parte de
la necesidad de afirmación ante el adulto, imprescindible en un determinado
momento de la historia personal del niño.
Sabemos
que el lenguaje de los niños en estas edades es mucho más gestual
que verbal, razón de más para que el maestro aprenda a hablar
en su propia lengua. Especialmente en la Sala de Psicomotricidad, es muy importante
que se establezca una comunicación viva entre los niños y el
docente a través de la imitación de los gestos y de las actitudes
corporales que acompañan sus manifestaciones. La imitación permite
entrar en un acuerdo corporal a la vez que se produce un intercambio simbólico
que facilita la comunicación. Cuando un niño hace un gesto para
comunicar algo y el maestro lo imita, el niño se siente recibido y
en sintonía con él. No hace falta aclarar que no nos estamos
refiriendo a la imitación burlona, sino a aquella que realizamos como
respuesta a su gesto en muestra de complicidad. El intercambio de sonidos
vocálicos también supone una interrelación afectiva de
gran significación, ya que implica la resonancia de un cuerpo dentro
de otro cuerpo. Por eso es tan importante que el docente sepa realizar cambios
de voz, utilizando diferentes texturas, intensidades, modulaciones y colores,
porque la voz es portadora de sentido, y el niño es sumamente sensible
a sus variaciones. Cuando los niños están realizando alguna
actividad, sea individual o grupal, podemos dimensionar algún aspecto
que nos interesa resaltar a través de la voz, no sólo con palabras
convencionales, sino con sonidos cargados de significación que entusiasman,
divierten y le dan marco a la actividad.
Un apartado
especial merece la mirada como mediador de comunicación, porque a través
de ella se produce la comunicación emocional más profunda y
sutil que pueda tener lugar entre los seres humanos. Todo el variado registro
de nuestras emociones se expresa a través de la mirada, aún
cuando no seamos conscientes de ello. Con una mirada podemos alentar, desilusionar,
promover, alegrar, dar seguridad y hasta sostener afectivamente al otro en
la distancia. Una madre le dice al hijo cuando está por cruzar la calle:
“cruza que yo te miro”, y esto es suficiente para que el niño
se sienta seguro, como si lo llevara tomado de su mano. Por eso es tan importante
ser conscientes de nuestros sentimientos y emociones cuando trabajamos
con niños de estas edades, porque son extraordinariamente permeables
al sentido que porta nuestra manera de mirarlos.
Formas
de implicación del maestro en la actividad de los niños
La relación
que mantiene el maestro con los niños en el aula, está marcada
por los roles asignados por la institución escolar. Aunque tratemos
de establecer un tipo de vínculo más personal, lo cierto es
que la escuela tiene mucha fuerza en la asignación de los roles desde
los cuales se deben vincular los docentes y los pequeños.
El maestro
en el aula ve jugar a los niños o realizar actividades de diverso orden,
pero no se implica personalmente con ellos, sino que puede ayudar a superar
ciertas dificultades o, en la mayoría de los casos, supervisa el desempeño
de los niños. Dependiendo del enfoque con que se trabaje, (a través
de unidades didácticas o de proyectos), la relación puede ser
más vertical o más horizontal, pero tanto en un caso como en
el otro,--si bien es cierto varía el modo y la dinámica de trabajo--,
la relación entre docentes y alumnos sigue respondiendo a las modalidades
que imponen los roles predeterminados.
En cambio,
la actividad que se desarrolla en la Sala de Psicomotricidad genera un tipo
de relación más simétrica que promueve un estilo de comunicación
mucho más personal. Quizá, al maestro que esté leyendo
esto, le resultará complicado aceptar que se puedan ejercer dos roles
diferentes con los mismos niños al cambiar de espacio y de actividad.
Incluso se puede pensar que para los niños resultaría confuso,
ya que tendrían que adaptarse a dos tipos de relación con la
misma persona en dos situaciones diferentes. Es absolutamente comprensible
esta inquietud, pero la experiencia nos afirma en la idea, que tanto maestros
como niños poseen la flexibilidad y la ductilidad que se necesita para
configurar un tipo de situación nueva, de diferente naturaleza psicológica
y dinámica, donde las consignas y las normas varían con relación
al trabajo del aula, al tiempo que generan una atmósfera emocional
y social muy singular. La Sala se convierte, es decir, la convierten los niños
y el docente, en un espacio con investidura propia, con una significación
afectiva que se va construyendo en la medida que se usa como escenario del
conjunto de manifestaciones corporales y emocionales desplegadas en un clima
de libertad, de confianza y de seguridad.
El rol
que desempeña el maestro es de “compañero simbólico”,
lo cual significa que está dispuesto a acceder a las demandas del niño
no como un niño más, sino como re-presentación de un
compañero, que en un determinado momento es requerido para ayudar a
realizar una construcción o para ejercer un rol determinado en el desarrollo
de un juego, y puede salir y entrar en el momento que considere oportuno.
La relación es de un tono diferente, más fluida y menos desigual,
porque ya no se está para enseñar nada, sino para configurar,
desde una posición subjetiva diferente, una dinámica de comunicación
que permita al niño sentirse acompañado y a la vez seguro para
poder expresar sin temores sus fantasías y sus fantasmas a través
del juego libre.
El maestro
debe estar disponible corporalmente para representar un lugar de acogida,
de contención, de proyección de fantasmas, inseguridades y alegrías,
un lugar simbólico; para que el niño pueda tener una referencia
estable para acudir en el momento que lo necesite. El espacio del aula no
se presta totalmente para esto, ya que ha sido investido con significaciones
que responden a un “estilo de vida escolar”. Esas significaciones,
que no son tangibles ni mensurables, son las que determinan el comportamiento
relacional de los niños y los docentes en el salón de clase.
Aunque tengamos horas de juego o de actividades libres, el niño sigue
moviéndose en un ámbito significado por ese sistema subjetivo
de normas de comportamiento que se ha inoculado, sin siquiera haberlo racionalizado.
Del mismo modo, incorpora otro modo de sentir y por lo tanto de manifestarse
en la Sala, donde el espacio, el tipo y la distribución de los materiales,
las normas de comportamiento y la actitud del docente configuran un ámbito
de participación vivenciada; el cuerpo del maestro comienza a tener
otra significación para el niño, lo que implica naturalmente,
que su propio cuerpo también es vivido de manera diferente.
Las diversas
formas que asume la implicación del maestro en la actividad lúdica
del niño promueven la participación y la evolución de
sus conductas y actitudes hacia niveles de maduración y desarrollo
cada vez más avanzados. Sintetizando, podemos mencionar las estrategias
variadas que puede utilizar el maestro cuando entra en la dinámica
de la sesión de manera activa (*Adaptación del texto de Rodríguez
y Linares, publicado en la Revista citada anteriormente):
. La colaboración
y el acuerdo que asumen tanto el niño como el docente cuando participan
juntos en cualquier juego, por ejemplo, construir un espacio con almohadones
o recoger los materiales. Estamos hablando de una expresión auténtica,
sincera por parte del docente, ya que de lo contrario, podemos estar seguros
que el niño recepta la no autenticidad o la exageración del
gesto, aunque no lo verbalice, en cuyo caso, lejos de provocar un estímulo,
fomenta en el niño la sensación de que no es capaz de realizar
nada importante que merezca el reconocimiento genuino del adulto.
·
La afirmación que realizamos ante un cambio positivo de conducta relacional
en el niño, que por la intensa significación emocional que tenemos
los docentes, genera una potencia capaz de afianzar y desarrollar los logros
alcanzados.
·
El refuerzo, entendido como estímulo a los anhelos de ejecución
del niño. Por ejemplo, ofrecer una ayuda oportuna para que pueda llevar
a cabo un trepamiento, o una acción que pone a prueba su equilibrio,
participar puntualmente en una secuencia del juego simbólico para que
pueda seguir desarrollándose, o simplemente con una mirada atenta y
alentadora hacia los intentos y realizaciones, sin descuidar a ninguno de
los niños. Esto es muy importante y difícil a la vez, dado que,
habitualmente, el número de niños es elevado, también
las demandas y requerimientos, dependiendo de las edades.
·
La invitación que se puede dar a través de una mirada, un gesto
o una palabra, sobre todo en los casos de niños que no se sienten con
derecho a utilizar el espacio de la Sala y se quedan recluidos en una zona
limitada, o que su iniciativa de participación requiere de un “empujoncito”
del docente para sentirla legítima. Esto no significa de modo alguno
presionar en el sentido de empujar cuando el niño todavía no
está en condiciones de dar el paso. En ese sentido hay que ser muy
prudente y saber esperar hasta recibir esa “señal” que
los docentes sabemos percibir cuando la observación está acompañada
de una gran dosis de intuición y de conocimiento. Poner a funcionar
ese arte nos asegura no dejar de actuar en el momento oportuno y desistir
de nuestro deseo de hacer que el niño avance si este no tiene su cuerpo
y su alma “a punto”.
·
La provocación que es otra modalidad de invitación, promueve
una dinámica de acercamiento a los niños o al docente. También
se puede utilizar en los casos en que necesitan descargar su agresividad,
porque ese sentimiento lo inhibe de participar adecuadamente en actividades
lúdicas con sus compañeros.
Un ejemplo
que reseña Rodríguez y Linares sobre una situación como
esta puede ser bastante esclarecedor:
“Berta
siempre estaba igual en las sesiones, rehuía las relaciones con el
adulto y con los compañeros. Sus encuentros eran fugaces y se convertían
en una muestra de rabia y enfrentamiento. Un día decidimos responder
provocando su enfado: le enseñamos los dientes como si de una fiera
se tratase, haciéndole de espejo, y nos acercamos dispuestas a enfrentarnos.
Su respuesta no se hizo esperar, peleó con nosotras durante un tiempo
intentando destruirnos. Su pelea acabó en un juego de complicidad.
Después
de aquel día Berta tenía variados y diferentes encuentros con
nosotras y con los niños”.
·
La afectividad que está implícita en toda manifestación
psicológica y física le imprime una tonalidad a las relaciones
y los encuentros que se establecen en la Sala: cuando ponemos límites,
cuando nos ponemos alegres, cuando sonreímos o nos abrazamos. En este
sentido, la Sala es como una caja de resonancia de todas las emociones que
surgen de las relaciones recíprocas, y el arte del maestro consiste
en poder percibirlas y responder a ellas desde la conciencia de las suyas
propias.
·
Favorecer la autonomía del niño es uno de los objetivos principales
de la educación psicomotriz sobre todo en estas edades en que su dependencia
del adulto es muy acusada. Ayudarlos a través del juego libre para
que aprendan a ser dueños de sus actos y asumir las consecuencias de
los mismos. Este proceso de construcción de autonomía y de relativa
independencia debe ser construido por el niño sobre un fondo de seguridad
y de bienestar, sobre todo en el sentido de tener cubiertas sus necesidades
físicas y emocionales, ya que nada bueno podremos hacer si exigimos
respuestas que el niño no puede dar porque no está en condiciones
de hacerlo. Tener en cuenta su situación personal, ya sea estructural
o coyuntural, debe ser una actitud constante en el docente, ya que si el niño
está pasando por una circunstancia emocional que lo perturba, como
puede ser la ausencia prolongada de uno de sus progenitores, la llegada de
un hermanito, un divorcio, la enfermedad de un familiar querido, o cualquier
otra situación que lo inquiete, lo más probable es que busque
refugio en situaciones conocidas que le ofrecen seguridad, retroceda en sus
conquistas de autonomía, o no sea capaz de avanzar al ritmo que lo
hacen los demás. Ante esto hay que asumir una actitud de aceptación
y brindarle todo el apoyo que necesita para que pueda procesar su conflicto,
sin reclamos ni llamadas de atención que le hagan sentir que el adulto
tiene otras expectativas con relación a su desempeño.
Bruno
Bettelheim comenta el caso de una niñita de cuatro años cuya
madre iba a tener un bebé y reaccionó ante su embarazo con una
conducta regresiva. Comenzó a no controlar esfínteres, insistía
en que le dieran el biberón y gateaba la mayor parte del tiempo. La
niña no sólo jugaba a ser niña otra vez sino que quería
representar una niña de corta edad. Al cabo de unos meses, cuenta Bettelheim,
sustituyó el juego regresivo por uno más maduro que consistía
en “hacer de buena madre”, atendiendo a su muñeca con mucho
esmero y aparente responsabilidad. Es decir, al comienzo se identificaba con
el bebé que iba a nacer, y luego con la madre. Cuando nació
el bebé la niña había hecho gran parte del trabajo para
asimilar el cambio en la familia, el lugar diferente que ocuparía en
ella y aceptar al hermano fue mucho más fácil de lo que su madre
había supuesto.
Resulta
claro que la niña temía que su hermano le privase de sus satisfacciones
infantiles, por lo que trató de procurárselas ella misma, o
temía no poder ser tan pequeña como el bebé que quería
su madre y tenía temor de perder su cariño, entonces decidió
ser ella el hijo que su madre anhelaba. Como sus manifestaciones lúdicas
no fueron reprimidas, la niña pudo permitirse vivir libremente sus
fantasías a través del juego y resolver a su modo lo que le
estaba inquietando. Este ejemplo nos hace ver que de nada hubiera servido,
o más bien, hubiera sido contraproducente, decirle a la niña,
como suele hacerse en estos casos: “Tú vas a ser la mayor y vas
a cuidar a tu hermanito que será mucho más pequeñito
que tú”, o bien reclamar su descontrol de la micción recordándole
que ella ya no tiene edad para hacer esas cosas, que ya es grande y tiene
que comportarse como tal.
Si tenemos
en cuenta estos criterios de análisis, podremos modelar nuestra actitud
y no exigir al niño conductas que, aunque ya hayan sido adquiridas,
pueden sufrir un retroceso como recurso eficaz para elaborar sus conflictos:
los niños dan un paso atrás, como hacen los deportistas, para
tomar impulso y poder dar el salto hacia la meta.
·
Competencia para elaborar de manera creativa diferentes escenarios para la
práctica psicomotriz. El espacio de actividad lúdica no debe
concebirse como una estructura fija, que preparamos el primer día de
clase y no la modificamos más durante el lapso escolar. Todo lo contrario,
la Sala y la presentación de los materiales deben constituir un elemento
motivador para el surgimiento de deseos por parte del niño, que se
sentirá estimulado por la expectativa que genera una disposición
creativa del material en cada sesión.
Podemos
cambiar el lugar y la disposición de las estructuras de goma espuma,
que son elementos de fácil traslado, y colocarlo de diferentes formas:
en torres, o espacios cerrados, o simulando caminos, etc, de tal modo que
los niños tengan cada vez una percepción diferente y una captación
de la intención del docente de ofrecerles un espacio previamente preparado
para su propio disfrute. Un espacio que siempre tenga algo sorpresivo, de
tal modo que desencadene nuevas emociones y vivencias en el niño promoviendo
un juego sensoriomotriz y simbólico rico y variado.
Algo
que debemos tener en cuenta es la conveniencia de alternar los espacios con
muchos materiales que invitan a la utilización multisensorial, con
los espacios con un solo material, especialmente cuando los niños son
muy pequeños, porque la multiplicidad de materiales provoca una lógica
dispersión inhibiendo la capacidad de centrar la atención y
la utilización provechosa de los mismos. No hay fórmulas fijas
para la organización de los materiales en la Sala, lo único
estable es la disposición del docente para crear espacios estimulantes
que se adapten a las necesidades de los niños.
Se puede
pensar, y con razón, que todo esto significa un gasto de energía
y un tiempo con el que no contamos habitualmente en la rutina escolar. Pero
esta objeción tiene su fundamento si el proyecto educativo con el que
trabajamos posee una carga curricular que no privilegia la educación
psicomotriz como práctica orientada al desarrollo integral del niño.
Se trata de un cambio de mentalidad con respecto a lo que es verdaderamente
importante de aprender en estas edades, de jerarquizar los objetivos con relación
a las necesidades fundamentales de la infancia que, a nuestro juicio, pasa
por una educación emocional que ponga a disposición de los niños
las oportunidades para aprender a ser, a reconocerse en una identidad propia,
a moderar los impulsos ante las exigencias de la realidad, a jugar las fantasías
agresivas, a construir una valoración positiva de su persona, a tomar
una distancia sana con el otro que le permita ir adquiriendo una existencia
relativamente independiente y, desde ese lugar, poder establecer relaciones
interpersonales basadas en el respeto a sí mismo y hacia los demás.
De este modo, la práctica psicomotriz no se convierte, como sucede
a menudo, en una actividad aislada e independiente del resto de las actividades
curriculares, sino que, por el contrario, constituye un aspecto básico
y fundamental de la programación.
·
Capacidad para la autoobservación
Hemos
hablado ya de la importancia que tiene la observación y la escucha
del niño para poder conocerlo y establecer con él una relación
interpersonal significativa que redunde en beneficio de su crecimiento como
persona. Igualmente importante es ejercitar la capacidad para la autoobservación
y la escucha personal. Todas las profesiones requieren esta predisposición,
pero quizá la docencia sea una de las tareas que más se beneficia
de la revisión y de la autocrítica como práctica permanente.
Un maestro que no es permeable a la crítica nunca podrá ser
un gran maestro. Esto es así por la propia naturaleza de nuestro trabajo,
ya que no hay realidad más cambiante y más compleja que las
relaciones humanas, y es en el campo relacional donde desplegamos nuestra
tarea profesional.
El oficio
del maestro consiste en aprender, aprender de los niños, de las experiencias
que compartimos con ellos, de nuestras reflexiones, de nuestros errores y
de nuestros aciertos. Esto es posible si somos capaces de mantenernos vigilantes
de nuestras propias actuaciones no sólo académicas, sino pedagógicas
en el más amplio sentido del término.
En el
tema que nos ocupa, hemos recalcado la importancia que reviste promover situaciones
que permitan a los niños procesar sus conflictos personales e interpersonales
a través de una propuesta de educación emocional. Hemos destacado
al respecto la necesidad de brindar un espacio donde puedan manifestarse a
través del juego libre, dentro de una propuesta de educación
psicomotriz en la que participe el maestro de aula como conductor de la experiencia.
Esto significa para el docente un desafío en tanto debe asumir diferencias
muy sutiles en sus funciones, pero de gran significación para los niños,
en tanto que la actividad que se desarrolla en la Sala tiene una naturaleza
diferente al resto de actividades que los niños realizan durante el
resto del día. Esta especificidad está determinada por la manera
de concebir la psicomotricidad como práctica educativa fundamental
para el desarrollo de la personalidad global del niño, basada en la
capacidad que tiene el cuerpo y el movimiento de expresar simbólicamente
su universo afectivo, sobre todo en estas edades donde las competencias lingüísticas
están todavía en pleno desarrollo. Por esta razón, el
docente debe aprender a decodificar ese lenguaje corporal, pero no sólo
en los niños, sino también en su propia persona. A esto nos
referimos cuando hablamos de la autoobservación y la escucha del maestro.
De la misma manera que necesitamos un sistema de pensamiento capaz de decodificar
el pensamiento del otro, necesitamos un conocimiento de nuestras emociones
para poder comprender el mundo emocional de los niños. Esto no se aprende
en los libros, hace falta estar dispuestos a vivir una experiencia comunicativa,
de contacto afectivo, expresivo y receptivo, y una mirada atenta a nuestras
respuestas ante las múltiples y variadas situaciones. En este sentido
podemos hablar de una doble mirada: una, sobre lo que hace el niño
y otra, sobre lo que hacemos nosotros, sobre la resonancia que sus reacciones
nos producen y sobre nuestra manera de responder en cada caso.
El ejercicio
de esta doble mirada es la mejor escuela de aprendizaje, ya que de este modo
podremos aprender por descubrimiento; los adultos venimos de la infancia,
y nuestra afectividad no siempre es llana y transparente, ya que, al igual
que nuestros pequeños, hemos tenido que resolver, cada uno a nuestro
modo, los conflictos que ellos deben resolver ahora con nuestra ayuda.
Es a
través de estas dos miradas que el docente aprenderá poco a
poco a ir ajustando sus respuestas, desarrollando su capacidad de escucha
activa y a trabajar sobre sus dificultades. Se trata de un trabajo de desarrollo
personal que no tiene límites, sino todo lo contrario, es una escalada
en términos de desarrollo personal y profesional permanente que vale
la pena realizar en nuestro propio beneficio y en el de los niños hacia
quienes va dirigida nuestra acción educativa.
6.
El poder de la literatura en el desarrollo emocional infantilL
El
concepto de niño y la literatura infantil
La inquietud
sobre los efectos que producen los cuentos tradicionales está presente
en la mente de muchos padres y también de pedagogos desde tiempos muy
lejanos. La conveniencia de ofrecer a los niños la oportunidad de escuchar
o leer este tipo de cuentos aparece frecuentemente en encuentros profesionales
entre maestros tratando temas relacionados con la animación a la lectura.
Sus dudas giran en torno a los posibles peligros que encierran los relatos de
contenido agresivo y violento y al efecto nocivo que pueden generar en la mente
de los niños en edades tan tempranas. Algunas veces estos cuestionamientos
parten de los propios docentes y otras veces de los padres, quienes nos hacen
llegar su reclamo y su inquietud ante el uso de estos textos literarios en el
aula. Se trata de una discusión ideológica, que se expresa en
diferentes conceptos sobre lo que es un niño, lo que significa la infancia
y ese universo donde se desarrolla su vida que denominamos “infantil”.
La niñez
no siempre ha existido como un tema con entidad propia. Si miramos unos siglos
atrás, podemos constatar que sólo a partir del siglo XVIII el
tema de la infancia comenzó a considerarse como tal. Anteriormente no
se escribía para los niños, los cuentos que hoy denominamos tradicionales
fueron escritos para los adultos, sin ninguna intención de que llegara
a la población infantil. Pero los niños se apropiaban espontáneamente
de las historias, porque gracias a la práctica de transmisión
oral de los adultos, llegaban a formar parte de su cultura.
El interés
por esta etapa del ciclo vital del hombre tomó cuerpo bastante tarde
en términos históricos, y fue desarrollándose en diferentes
campos, especialmente en el de la psicología y la pedagogía, a
través de las investigaciones que daban a conocer las características
del desarrollo evolutivo y las condiciones para el aprendizaje, de tal modo
que se fue conformando una “cultura de lo infantil” de la que no
estuvo ausente la industria del juguete, especialmente aquellos que hoy conocemos
como juguetes didácticos. Pero esa cultura estaba regida por criterios
muy determinados en cuanto a lo que significaba ser “un niño”.
La infancia era concebida como una etapa en que la pureza, la inocencia, la
bondad, la ausencia de sentimientos agresivos y de sexualidad, eran características
esenciales que la pedagogía tenía el deber de preservar y cultivar.
Los cuentos,
que comenzaron a tener una presencia importante en las aulas, debían
mostrar al niño una realidad hecha a su medida. Autores y educadores
estaban en perfecto acuerdo en cuanto a la función que debía ejercer
la literatura denominada “infantil”, y se dedicaron a escribir unos,
y a divulgar otros, historias que presentaban a este niño ideal actuando
en situaciones cotidianas; historias despojadas de conflictos y contradicciones,
con una realidad lisa, armónica, donde supuestamente el niño debía
verse reflejado y confirmado.
El niño
de los cuentos era un ser sin conflictos, sin angustias, sin desequilibrios,
sin inquietudes “malsanas” ni malestares internos, que vivía
en una realidad “de cuento”, pero de este tipo de cuentos, donde
la libre fantasía estaba erradicada en favor de una realidad de diseño.
Todo funcionaba bien entre la realidad interna del niño y la realidad
exterior, y los cuentos debían mostrar esta armonía y cumplir
la función de educar sin permitir que la mente y el alma del niño
se descarriaran por los senderos de la fantasía. Se debía tratar
el tema de la sexualidad, pero de manera “realista”, razonable;
se instruía sobre el proceso reproductivo dando a conocer la actividad
sexual en la naturaleza, con ejemplos de fecundaciones entre las plantas, donde
se aprendía el mecanismo de la reproducción totalmente desafectivizado,
sin sexo, sin fantasía, y sin emoción. Así se evitaba todo
peligro de conexión con la parte oscura y poco descifrable de la condición
humana.
Esta era
la situación allá por los años cincuenta, pero aún
en nuestros días esas ideas tienen presencia en algunos sectores de nuestra
sociedad, porque las transformaciones en el pensamiento y las creencias se operan
muy lentamente, debido a que somos herederos de la cultura que nos ha constituido
como personas. Dewey decía al respecto, que los cambios … “no
se hacen notar sino después de transcurridos varios años. Para
ello se requiere que entre en escena una nueva generación, cuyos hábitos
mentales hayan sido formados en otras circunstancias”. No se trata de
colocarnos en la posición arrogante de quien ha descubierto la verdad
que desnuda las contradicciones del pasado, sino de asumir una actitud crítica
y reflexiva que nos permita seguir avanzando, porque tampoco existe, en todo
caso, ni la verdad absoluta ni una última palabra.
El siglo
XX ha abierto las puertas a un conjunto de conocimientos en el campo de la Psicogenética
y de la Psicología, con Piaget, Wallon y Freud, que han hecho variar
de forma sustancial la manera de concebir al ser humano y a esa etapa temprana
de su desarrollo. La epistemología genética y el psicoanálisis
destacan la importancia que tiene la función simbólica para el
conocimiento y el establecimiento de las relaciones con el medio físico
y humano. Estos autores afirman que la realidad es simbólica, es una
construcción entretejida con elementos de la fantasía del sujeto,
que percibe lo real y lo transforma a la medida de sus necesidades y sus posibilidades.
Ejemplo de ello es el juego simbólico, a través del cual el niño
“hace de...” o “hace que...”, sirviéndose de
los elementos de la realidad para transformarlos e incorporarlos como estructuras
de conocimiento cada vez más complejas. Por lo tanto, el símbolo
representa esa dimensión libre de la relación entre el niño
y la realidad, lo que le otorga una condición de singularidad y complejidad
especiales.
Freud nos
habla de una realidad psíquica formada por estructuras que se van formando
en el intercambio del sujeto con el medio, compuestas por pensamientos y sentimientos
ambivalentes que configuran el psiquismo naciente. Es un proceso de desarrollo
conflictivo y doloroso, donde la ansiedad y la inseguridad destacan como sus
principales características; también de una sexualidad infantil,
que hasta ese momento nadie se había atrevido a plantear, y que representa
un aspecto esencialmente problemático y perturbador en el desarrollo
del niño. Los descubrimientos teóricos y la práctica clínica
fueron definiendo una infancia que ya nada tenía que ver con la infancia
dorada de otros tiempos. Ni la realidad está separada de la fantasía,
ni la relación con lo real es armoniosa, ni el niño es ese niño
ideal cuyo interior es pura armonía y bondad, ni su desarrollo es un
proceso lineal y sereno de evolución continua.
Sin embargo,
siguen teniendo vigencia los cuentos moralizadores y realistas, que en algunos
casos sustituyen el uso de los cuentos de hadas como una forma de conjurar los
peligros que encierran con la vocación de librar a los
niños de los efectos desbastadores y perniciosos de la fantasía.
¿Qué
aportan los cuentos de hadas al desarrollo infantil?
Hay cosas
que nos llevan más allá del mundo de las palabras; es como el
espejito de los cuentos de hadas: se mira uno en él y lo que ve no es
uno mismo. Por un instante vislumbramos lo inaccesible, por lo que clama el
alma.”
Alexander
Solzhenitsin
No todo
fue prohibición con relación a la literatura fantástica,
también se pensó en una solución que diera satisfacción
a los niños, a quienes les encantaba oír estos cuentos, al mismo
tiempo que no perjudicaran la mente y su alma infantil. Con este propósito
se realizaron transformaciones en los textos eliminando las escenas agresivas,
sexuales y violentas, que le otorgaban al relato un cariz moral e instructivo,
una especie de mutilación de la palabra que, lejos de conservar el valor
intrínseco del cuento, lo destruía, volviéndolo mediocre
desde el punto de vista ético y estético.
Los docentes
sabemos la cantidad de versiones diferentes de los cuentos de tradición
oral de los hermanos Grimm y de Charles Perrault, despojados en sus adaptaciones
de las crueldades “no aptas para menores” que circulan en los hogares
y en nuestras aulas. Los padres muchas veces ni siquiera advierten que cuando
compran un libro de cuento tradicional, lo que le están ofreciendo a
sus hijos es una adaptación y no el original, porque tampoco disponen
de la información necesaria para poder discernir que justamente a estas
edades, es importante que el niño lea o, si es más pequeño
oiga, la versión original de la historia, porque sólo de esa manera
podrá servirse de ella para elaborar fantasiosamente y sin culpas, la
mayoría de los conflictos e inquietudes que le producen malestar. Claro
está que algunos cuentos pueden ser adaptados en un sentido lingüístico,
es decir, modificados en su sintaxis o vocabulario con el propósito de
ser accesibles a la comprensión del niño, pero debemos ser vigilantes
para que dichas adaptaciones no tengan un carácter de censura moral o
ética que despoje a la historia de su verdadero significado.
En una
obra muy conocida de Bruno Bettelheim, “Psicoanálisis de los cuentos
de hadas”, se explica con detenimiento cuál es el sentido y la
función que estos relatos aportan al desarrollo infantil. El autor comenta:
“ Si cuenta sólo con sus recursos, un niño no podrá
imaginar más que elaboraciones del lugar en que se encuentra realmente,
puesto que no sabe hacia dónde necesita ir ni cómo llegar hasta
allí. Esta es, por cierto, una de las principales contribuciones de los
cuentos de hadas: comienza exactamente allí donde el niño se encuentra
desde el punto de vista emocional, le muestra el camino a seguir y le indica
cómo hacerlo. Eso se consigue por medio de un material fantástico,
que el niño puede imaginar como mejor le parezca, y de una serie de imágenes
con las que el niño puede comprender con facilidad todo lo que necesita.....Si
se le niega el acceso a los cuentos, que le comunican implícitamente
que otros tienen también las mismas fantasías, el niño
termina teniendo la sensación que es el único que imagina tales
cosas. Consecuencia de ello es que el pequeño teme sus propias fantasías.
Por otra parte, el saber que otros comparten nuestros propios pensamientos nos
hace sentir que formamos parte de la humanidad y aleja el temor de que las ideas
destructivas nos hacen diferentes a los demás”. (B. Bettelheim,
“Psicoanálisis de los cuentos de hadas”. Ed. Crítica
2004. p.130-131.
Otro concepto
muy interesante que nos revela el análisis de Bettelheim, es el relacionado
con la naturaleza del pensamiento infantil, tan singular, en tanto siempre está
amalgamado con la fantasía, no como el adulto normal, que ha podido separar
la fantasía de la realidad en sus pensamientos. La pretensión
de los adultos de hacer entender racionalmente a un niño el sentido de
sus acciones o la consecuencia de sus actos a través del pensamiento
adulto, sólo consigue confundirlo y abrumarlo. El pensamiento racional,
ese por el que aboga la pedagogía moralista y realista que comentábamos
antes, no puede llegar a ser nunca el instrumento principal para expresar sus
sentimientos y comprender el mundo en el que vive. Los cuentos de hadas, en
cambio, ofrecen al niño la posibilidad de solventar muchas de las dificultades
que se le presentan entre su mundo interior y la realidad que les resulta adversa.
Por ejemplo, Freud nos habla de una de las angustias, quizá la más
fuerte que el ser humano experimenta: el abandono, que es más intensa
cuanto más pequeños somos. Por lo tanto, el alivio que se le puede
proporcionar a un niño dándole la certeza de que nunca va a ser
abandonado es enorme. Como sabemos, muchos cuentos de hadas terminan con la
famosa frase “ Y vivieron felices para siempre”. Bettelheim señala,
creemos que con razón, que esta frase encierra la certeza que el niño
anhela sentir, que los personajes se reencuentran, después de haber sorteado
un conjunto de dificultades y viven una vida feliz juntos, y para toda la vida.
También transmiten a los niños que la vida está llena de
dificultades y que luchar contra ellas es inevitable a la vez que positivo,
y que el éxito depende en gran medida del esfuerzo y el empeño
que pongamos en solucionarlas. A veces los cuentos transmiten sentimientos muy
tristes, sin embargo apasionan a los niños, no sólo por el valor
literario que tienen y que los niños saben saborear con deleite, sino
porque, a pesar de los
problemas que tienen que enfrentar sus personajes, sus historias tienen un final
feliz.
“Los
tres cerditos”
Sería
difícil encontrar una maestra de Educación Infantil que no haya
visto los rostros absortos de sus alumnos mientras escuchan el cuento de “Los
tres cerditos”. De todas las narraciones tradicionales que utilizamos
en el aula, quizá ésta sea una de las que mayor aceptación
tiene en el corazón de los pequeños, quienes luego de oírla
por primera vez, piden escucharla día tras día, demandando del
narrador las mismas palabras, el mismo tono de voz y la misma emoción
en el relato.
Bruno Bettelheim
en el libro ya citado, “Psicoanálisis de los cuentos de hadas”,
realiza un interesante análisis de este cuento, destacando la simbología
que encierran los personajes, las acciones que realizan y el desenlace, como
metáforas del proceso de crecimiento y desarrollo de la personalidad.
Opina el autor que el niño, identificándose con cada uno de los
tres cerditos, aprende, sin tener conciencia de ello, que las personas evolucionan,
y que el crecimiento tiene grandes ventajas, ya que el tercero de ellos, que
es representado gráficamente como el mayor y más grande, es quien
finalmente vence al enemigo, combinando el esfuerzo del trabajo, la inteligencia
y la planificación racional. Ante el entendimiento del niño, los
tres animales simbolizan, inconscientemente, la evolución y el progreso
del hombre, desde un estado de inmadurez, representado por los dos primeros,
hasta la condición madura de quien sabe enfrentar los conflictos de forma
inteligente y, sobre todo, ha obtenido la capacidad de postergar el cumplimiento
inmediato de sus deseos (en este caso, jugar y disfrutar del momento sin pensar
en las consecuencias), en pos del cumplimiento de una meta que le proporcionará
seguridad, bienestar y satisfacción de haber vencido al enemigo.
En cuanto
a la simbolización del mundo interno del niño, de las instancias
intrapsíquicas, (Ello, Yo y Superyo) el lobo representa las fuerzas antisociales
(Ello) que tenemos las personas y de las cuales debemos aprender a defendernos
con la fortaleza de un Yo equilibrado, que actúa con base al principio
de realidad, postergando los impulsos y la tendencia a satisfacerlos sin ninguna
clase de reparos. Los tres cerditos simbolizan esa evolución, deseable
en el ser humano, que le permite una transformación en la que una parte
del placer queda reprimido, y la satisfacción se logra teniendo en cuenta
las exigencias que impone la realidad. Esto se deja ver en la conducta del tercer
cerdito, quien se toma el tiempo suficiente para construir una casa de ladrillos,
y se levanta muy temprano por la mañana para evitar al lobo. De esta
forma se asegura la provisión de una deliciosa comida, mientras que los
otros dos, en diferente grado, prefieren jugar y disfrutar de lo inmediato,
construyendo casas poco sólidas, sin prever las consecuencias de sus
conductas.
En palabras
de Bettelheim: “Los tres cerditos guían el pensamiento del niño
en cuanto a su propio desarrollo sin decirle nunca lo que debería hacer,
permitiendo al niño que extraiga sus propias conclusiones. Este método
contribuye a la maduración, mientras que si explicamos al niño
lo que debe hacer, lo único que conseguimos es sustituir la esclavitud
de su inmadurez por la esclavitud que implica seguir las órdenes de los
adultos”.
La
literatura y la afectividad del niño
La relación
de la literatura con el desarrollo general del ser humano constituye una trama
vinculada al aprendizaje, la socialización, el desarrollo verbal y cognitivo,
y al proceso de desarrollo emocional. Todos estos aspectos tienen gran importancia
en la evolución del niño, pero vamos a destacar este último,
por considerar que la educación emocional encuentra en la literatura
un aliado insustituible, ya que la narración literaria aborda simultáneamentelos
dos niveles de la estructuración psíquica: lo intrasubjetivo y
lo interpersonal.
Dimensión
intrasubjetiva de la literatura infantil
a) Simbolización
de instancias intrapsíquicas.
Las buenas
narraciones infantiles tienen un desarrollo en el cual siempre están
presentes los personajes, las barreras, obstáculos, recompensas y resultados,
tal como lo analizó Propp en su estudio sobre los cuentos rusos. Con
base a esta estructura narrativa se producen contradicciones y conflictos que
resuenan en el mundo interno del niño, estimulando su fantasía
y permitiéndole colocar un rostro a lo que siente internamente como amenazante.
Como vimos anteriormente, en el cuento “Los tres cerditos”, las
narraciones literarias promueven la simbolización y la elaboración
entre las diferentes instancias del psiquismo (Ello, Yo y Superyo) que se encuentran
representadas por los personajes del relato, y permiten encontrar orientaciones
y soluciones a los problemas que se le presentan al niño en el proceso
de desarrollo.
b) Neutralización
de miedos y ansiedades
Los conflictos
del desarrollo afectivo del niño se manifiestan a través de sensaciones
de miedo, de fobias, terrores nocturnos o aprensiones de cualquier tipo. También
son frecuentes las pesadillas, que muestran el carácter inexpresable
de estos conflictos. En este sentido, la literatura infantil contiene un arsenal
simbólico que permite al niño concretar estos temores a través
de acciones y personajes precisos, pudiendo elaborar sus conflictos de la misma
manera que lo hace en el juego, simbolizando, con procedimientos y desenlaces.
c) Formación
de la novela familiar
“La
novela familiar” es el nombre que se le da en el psicoanálisis
a la estructura evolutiva narrativa que el niño va construyendo imaginariamente
en la que organiza los sucesos de su historia personal, permitiéndole
acuñar un sentido del pasado, del futuro y del presente. Este “sistema
narrativo” es esencial para organizar los ideales, valores y sentimientos
de identidad, y la literatura, con sus diversas propuestas, le ofrece nuevas
alternativas que enriquecen las posibilidades que el niño tiene para construir su propia narración de vida.
Dimensión
interpersonal de la narración
Aparte
de la función intrapsíquica a la que nos hemos referido más
arriba, la narrativa infantil promueve posibilidades relacionales, ya que a
través de sus historias el niño se socializa y capta la vida del
otro como equivalente a la suya propia. La literatura infantil trabaja con temas
universales, que trascienden la particularidad histórica y cultural inmediata
y toma valores éticos que pueden aplicarse a casi todas las sociedades.
Esto es muy importante porque promueve la incorporación afectiva de lo
“extraño” posibilitando una experiencia de orden cognoscitivo
y emocional.
Como “objeto
transicional” de la cultura
La literatura
hace las veces de un objeto transicional, del que nos habla Winnicott, como
en el caso del juguete o el objeto al cual el niño se vincula para poder
transitar hacia el afuera de la relación materna. Las narraciones literarias
permiten al niño incorporar todo un mundo de representaciones, estableciendo
un puente entre su mundo interno y el exterior, de la misma forma que lo hace
el objeto, con la diferencia que la literatura proporciona una mayor riqueza
y complejidad simbólica.
Por otra
parte, el niño vive la narración como una posesión en la
palabra y en la memoria, lo cual le permite la construcción de un mundo
propio, un universo personal que retiene en las palabras y que muchas veces
constituye un vínculo, por eso es frecuente que los niños demanden
que les cuenten el cuento con las mismas palabras y con el mismo tono en que
lo hicieron por primera vez. Por último, y muy importante, la literatura
le aporta un ejercicio de autonomía, quizás el primero, en el sentido que le ofrece la posibilidad de construir una narración propia.
Literatura
contemporánea para niños
Como todos
sabemos, existen buenos y malos libros de cuentos, o mejor dicho, existe literatura
y “otra cosa”, que pretende serlo, a costa de buenos formatos, ilustraciones
atractivas y portadas seductoras. Lo cierto es que no resulta fácil conseguir
un buen libro, y tenemos que dedicarle bastante tiempo a la tarea de investigar
y seleccionar los fondos literarios para surtir la biblioteca de aula o del
Centro, con ejemplares que cumplan la función de desarrollar la imaginación,
tramitar los conflictos emocionales, y alimentar el sentido estético
del lector.
Los docentes
deberíamos renunciar a la pretensión de que los libros de cuentos
para niños transmitan necesariamente conocimientos académicos
y normas ético-morales que tienen sentido fundamentalmente para el adulto,
en tanto se siente en la responsabilidad de acercar la literatura a los pequeños
para que “sirva” a determinados objetivos: trabajar temas transversales,
o vocabulario, o el ciclo de la vida, o los colores o las letras...en fin, subordinar
el arte a lo pedagógico. La literatura tiene una riqueza que trasciende
esos propósitos, posee la magia de expandir el universo emocional y proporcionar
un goce estético que alimenta y enriquece el espíritu de los niños
de una manera inigualable.
En muchas
ocasiones, los maestros que asisten a talleres de animación a la lectura,
comentan que su criterio para escoger los libros de cuentos para el aula es
de carácter académico, es decir, seleccionan los relatos por la
relación que éstos tienen con el tema que se está tratando
en la unidad didáctica. No decimos que eso no deba hacerse jamás,
no. Lo que queremos destacar es que la hora del cuento en educación infantil
– y en todas las etapas de la escolaridad- debería ser fundamentalmente
un momento de placer por el placer mismo, que con eso ya aportamos bastante.
“Tomar en serio a los niños, -dice Luis Daniel González-(“Tesoros
para la memoria”, 2002 p. 31.), …como hacen los mejores relatos
para ellos, significa no ver la infancia como un período de tiempo a
la espera de ser mayor, sino como los años de formar el carácter,
ese conjunto de valores que componen una personalidad entera y que preparan
al niño para enfrentarse a su propio desarrollo ...” Por otro lado,
un buen cuento, desde el punto de vista narrativo y literario, ofrece siempre
la posibilidad de trabajar algún aspecto importante que aporte al desarrollo
del niño. Un buen cuento para ser leído a los niños, no
es aquel que trata temas “infantiles” de manera pueril, sino el
que refiere a la vida, a las emociones, a las sensaciones, con la sutileza y
la sensibilidad capaces de impactar el oído afectivo del niño.
Por último, y sin ánimo de convertir esto en una regla, si un
cuento deja indiferente al adulto, o le aburre, lo más probable es que
a los niños les ocurra lo mismo; consecuentemente, cuando un relato nos
emociona y nos divierte, en el sentido amplio del término, habrá
muchas posibilidades de que los niños también se sientan conmovidos
por él. Leer y releer los cuentos antes de compartirlos con los niños,
disfrutarlos, emocionarnos y enamorarnos de ellos es un requisito básico
para que podamos transmitir no sólo la palabra, sino su sentido a través
de la voz y el gesto que nace de nuestra propia implicación afectiva.
La selección
previa debe ser una tarea indispensable cada año, porque sólo
así podremos disponer de un material conocido, previamente revisado y
actualizado para trabajarlo en el momento que lo consideremos más oportuno.
En este
sentido, el docente es también un mediador entre la palabra y el niño,
tanto cuando lo lee, como cuando lo prepara para que sea capaz de buscar y encontrar
lo que le gusta de manera autónoma. Por eso es importante que desde pequeños
puedan entrar en contacto con variedad temas y estilos que ofrezcan una visión
amplia de la realidad y provea elementos para la reflexión.
7.
Metodología de la enseñanza para la construcción de la
autonomía, la creatividad y la autovaloración
Para bien o para mal, cuando emprendemos la
tarea de educar, los efectos de nuestra acción se despliegan sobre todas
los aspectos del desarrollo infantil. Cuando enseñamos, junto a los contenidos
específicos de las áreas, estamos enseñando a aprender
de determinada manera, lo que implica crear en el niño una conciencia
con relación a su condición como sujeto del conocimiento, como
sujeto epistémico.
Si el docente se ajusta a una programación
específica secuenciada, y emplea una forma de trabajo transmisiva para
llevar a cabo el proceso de enseñanza-aprendizaje, el niño aprenderá
que su posibilidad de crecer intelectualmente, de conocer todo lo que tiene
deseos de saber, depende por completo de su maestro, porque él no tiene
nada que aportar, sino “ejercitar su voluntad” prestando atención
a lo que el docente le dice y seguir al pie de la letra sus indicaciones sobre
el procedimiento que tiene que llevar a cabo, al igual que todos sus compañeros,
para lograr el éxito. Aprenderá, sobre todas las cosas, que no
es capaz de crear, de inventar, de proponer, de investigar, en fin, de ser protagonista
de algo tan personal e íntimo como es la relación cognoscitiva
con el mundo físico y humano. Esto determina la forma de asumirse a sí
mismo y, en última instancia, la valoración afectiva con relación
a su propia persona.
Por su parte, el educador va a medir su éxito
como profesional en la medida que haya logrado la uniformidad en cuanto al logro
de los objetivos cognitivos planteados en la totalidad de los niños.
Más allá de los contenidos que pueden haber llegado a obtener
algunos pequeños en el aprendizaje intelectual, que por regla general
no es uniforme, ya que cada uno tiene su propio tiempo y ritmo para aprender,
lo que los niños sí aprenden, y todos a la vez, es que no pueden
ser constructores de su propio aprendizaje, que no son capaces de aportar ideas
y desarrollarlas según sus propias capacidades creativas, que lo verdaderamente
importante está en lo que dice el adulto, y que sus deseos de apropiarse
de este mundo que desean conocer, su curiosidad innata, sus inquietudes, deben
quedar a la espera,- a riesgo de desaparecer para siempre-, de la decisión
de un adulto que sabe qué, cómo y cuándo deben abordare
los temas que tienen importancia pedagógica.
Para el maestro que sigue una programación
estable, sistemática y ordenada cuidadosamente por unidades didácticas,
no hay tiempo para a escuchar a los niños y conocer qué tienen
que decir en cuanto a lo que les interesa saber, ni sus ideas sobre cómo
abordar metodológicamente esos contenidos, porque eso “quita el
tiempo” para el desarrollo del currículum que tiene que cumplir.
Esto quizá suene como una interpretación
algo extrema de la situación que se vive en las aulas. Sin embargo, tal
vez ocurra en el sentido que no todos los maestros que siguen la dinámica
de una programación por unidades didácticas descuidan los intereses
de sus alumnos, y hay quienes tratan de incorporarlos y combinarlos con los
requerimientos de la programación. Pero lo planteamos de manera polarizada
para destacar las diferencias entre una concepción pedagógica
centrada en el proceso creativo, y otra que privilegia la transmisión
de contenidos, sin dejar de considerar que como en toda realidad, nada es blanco
o negro, sino que existe una gama de matices entre ambas posturas.
Esta consideración la realizamos con
el propósito de remarcar la importancia fundamental que tiene la relación
pedagógica, entendida como los aspectos temáticos, metodológicos
y relacionales para el desarrollo de la personalidad del niño. En una
obra llamada “Piaget en el aula”, que fue editada por primera vez
en el año 1981, varios autores tratan, a través de investigaciones
y propuestas teóricas y metodológicas, la correspondencia entre
los conceptos de la teoría Piagetiana y la acción pedagógica
en el aula. En el capítulo 12 de este libro, una de las autoras, Eleanor
Duckworth, se refiere a la capacidad que poseen los niños para crear
ideas brillantes, a las condiciones que debe ofrecer el maestro para que esto
sea posible y a la capacidad del docente para valorarlas como tales. Comenta
que todos los educadores somos conscientes de los progresos que realizan los
niños en sus primeros dos años de vida, y se pregunta por qué
razón esa capacidad de generar “ideas brillantes”, que tiene
su base en la curiosidad del niño y en su insaciable deseo de conocer
todo lo que le es desconocido, desaparece en gran medida en los años
posteriores. Quizá parte de la respuesta, opina la autora, tenga que
ver con la escasa importancia que los docentes le asignamos a las acciones de
los niños, producto de su infatigable curiosidad, a sus preguntas, a
su modo de relacionar y de encontrar respuestas propias a sus inquietudes. Muchas
veces tomamos por triviales o banales estas cuestiones, porque estamos demasiado
ocupados en dar prioridad a los contenidos que debemos impartir, y las auténticas
demandas de los niños nos dispersan del plan de clase preestablecido.
Por lo tanto, va cayendo en saco roto una cantidad de material de “primera
mano” que podríamos trabajar siguiendo el curso de los interrogantes
genuinos del niño, abordando, en forma de espiral, muchos aspectos vinculados
al tema de su interés. Esto implica, claro está, un cambio en
el sistema de enseñanza. Se trata de una concepción del acto de
enseñar y de aprender que hunde sus raíces en un enfoque que no
es nuevo, sino que lleva unas cuantas décadas, desde que Piaget y Wallon,
desde la epistemología genética, y Freinet, desde la pedagogía-
por nombrar sólo algunos autores representativos-, dieron a conocer el
mecanismo a través del cual el ser humano accedía al conocimiento
y la manera en que la pedagogía debía hacerse cargo de poner en
práctica dichos descubrimientos. Sin embargo, aunque estos conceptos
son aceptados oficialmente desde las instituciones encargadas de la Educación,
y por los docentes en general, la práctica se encarga, en muchos casos
de deslegitimizarlos. Se evidencia, por decirlo claro, una manifiesta incongruencia
entre lo que pensamos y lo que hacemos, o también, un desnivel entre
lo que comprendemos y el significado verdadero de esas aportaciones.
De cualquier
manera, es bueno tomar conciencia de esta situación y revisar, a la luz
de la reflexión personal, nuestra práctica docente en función de nuestras propias referencias
y las que nos pueden aportar otras experiencias en el campo de la educación.
Pedagogía
del respeto y del descubrimiento
El propósito fundamental de la educación
infantil es, a nuestro juicio, ofrecer a los niños todas las posibilidades
que estén a nuestro alcance para que observen el mundo, lo piensen, se
interroguen, investiguen y respondan a las preguntas que los inquietan emocional
y cognitivamente. La función del educador, como se ha dicho tantas veces,
es facilitar ese proceso, colocándose “atrás y adelante”
del niño. Atrás, para observar y captar cuáles son sus
intereses, y adelante, para poder orientarlos en sus búsquedas y soluciones.
Orientar no significa ofrecer las respuestas correctas, sino ponerse en el lugar
del niño, en su modo de pensar, para poder realizar las preguntas que
promuevan sus mecanismos cognitivos, para adelantar las consecuencias de sus
razonamientos, utilizar su intuición, que es un tipo de pensamiento muy
importante sobre todo en estas edades, y aventurar respuestas sin sentir temor
a equivocarse. Alguien decía que el trabajo intelectual es un ejercicio
de poner en duda las propias convicciones. Lo que sucede muchas veces es que
privilegiamos y valoramos positivamente más las respuestas correctas
que la incertidumbre, las dudas y los errores, por lo que el niño se
acostumbra a depender del juicio del docente en términos de respuestas
verdaderas o falsas, adquiriendo el hábito de la repetición mecánica
de las respuestas y desvalorizando el propio esfuerzo intelectual y afectivo
en el acto de conocer.
La manera en que proponemos el aprendizaje
desde el punto de vista metodológico, tiene consecuencias determinantes
en la construcción de la personalidad global de quien aprende, ya que
no es lo mismo entrenar al niño desde estas tempranas edades para “jugar”
con el pensamiento y las ideas, de la misma manera que lo hace cuando utiliza
objetos materiales, que acostumbrarlo a una dependencia estéril del adulto
para solucionar sus problemas, sean estos del orden que sean. Son muchos los
hábitos y destrezas que nos planteamos desarrollar en educación,
pero quizá uno de los más importantes es el desarrollo de la autonomía
y la creatividad. Una persona autónoma tiene posibilidades de ser creativa,
y esa conciencia de saber resolver dificultades de cualquier orden con una relativa
independencia, - ya que la independencia absoluta no existe en las relaciones
humanas- le otorga un sentimiento de aprecio y de estima por sí mismo
que beneficia su forma de sentirse con relación a los demás, sentando
las bases para una buena convivencia.
Muchos de los problemas de agresividad y violencia
que ocurren cada vez con más frecuencia en los recintos educativos, tienen
como causa última, un sentimiento de baja valoración afectiva,
que lleva a niños y jóvenes a integrar grupos de naturaleza delictiva,
donde se sienten reconocidos por su capacidad irracional y arbitraria de dañar
a los otros, utilizando el poder del cuerpo como único instrumento para
manifestarse. No queremos de ningún modo señalar a la escuela
como responsable de este fenómeno social, porque la etiología
de esta enfermedad que crece cada día obedece a múltiples factores,
de orden interno y externo, que exceden los marcos de la institución
escolar. Pero como educadores tenemos una gigantesca tarea que realizar en el
terreno de la profilaxis educativa, ya que tratamos con seres humanos que están
en los albores de su vida, y la educación debe desplegar todo su poder
para asegurarles, siempre que sea posible, una buena calidad de vida dentro
de un marco de valores éticos y morales que promuevan una convivencia
positiva. La manera de educar no es un elemento de poco valor en este sentido.
Los docentes podemos ayudar a construir, desde muy temprano, la conciencia de
compromiso y protagonismo en el acto de aprender, promoviendo la construcción
de la autonomía y el ejercicio de la creatividad. Esta manera constructiva
de enfocar el aprendizaje abarca todas las áreas de formación,
no sólo las referidas a contenidos intelectuales. Los niños no
aprenden a ser buenos o malos porque se lo digamos, sino que su personalidad
se construye con base a un sistema de valores que va incorporándose a
través de una vivencia íntima, descubriendo y diferenciando las
causas, las manifestaciones y las consecuencias de su conducta inadecuada de
una manera razonada, con la intervención del adulto como mediador, como
facilitador de ese aprendizaje.
Nuestra tarea, por último, no debe consistir
en proporcionar las mejores soluciones a los conflictos que se generan en la
dinámica de las relaciones interpersonales, sino enseñar a aprender
la mejor manera de gestionarlos, en favor del bien común. Esto no se
logra ni con el castigo ni con la exigencia de la norma impuesta desde afuera,
sino a través de un trabajo lento y consecuente que promueva la reflexión
del niño para la construcción de una ética de las relaciones
humanas basada en el respeto a sí mismo y hacia los demás.