Flor pequeña, así le decía su madre, porque apenas empezaba a abrir como botón de entre tantos rosales ahí sembrados. La rosa más bella y diminuta resaltaba de entre todas las que estaban ahí de diferentes colores y tamaños. Todas le envidiaban su color, su tallo y sus hojas verdes de un color como tornasolado, como si al sol le hubiera placido pintarla por las mañanas de ese matiz.
Un día, las flores del jardín se confabularon y decidieron destruirla, y cuando estaban a punto de realizar su fechoría, una voz las detuvo, era la madre Naturaleza que les recriminó con un tono muy serio: |
--¿Creen que con destruirla van a terminar con ella y ustedes serán las que se luzcan de ahora en adelante? ¡Se equivocan!, al contrario más la van a recordar ya que llevarán sobre su conciencia el haber destruido una vida muy hermosa. A ver, díganme ¿por qué envidiar su color y su belleza? Si todas las aquí presentes tienen algo de maravilloso en su forma y color. Además no hay que destruir lo que Dios ha creado, “el grato aroma”, ese perfume cada una de ustedes lo tiene y que las distingue de todas las demás. De ahora en adelante ofrezcan lo mejor que tienen, como lo hace esa diminuta flor que apenas empieza a crecer en el rosal, y entonces verán su recompensa con quienes la miren todos los días.
Todas ellas avergonzadas se fueron alejando y regresaron a sus respectivos lugares, pero con otros pensamientos.
Cuando aparecieron los primeros rayos del sol, flor pequeña abrió sus pétalos y se fue convirtiendo en una hermosa rosa blanca que al contacto con el calor del sol semejaba todos los colores del arco iris. La madre naturaleza estaba muy contenta, porque de entre todas las flores, ese día era la más bella.
|