En
un día de cielo claro y compacto, tan sólo arañado
por algún avión, nació una nube. Era blanca,
pura, suave…y ¡todos la querían: el sol, el cielo,
la tierra…! La luna vivía feliz. Creció, pero
siguió siendo suave y blanca. Alrededor de ella veía
que algunas de sus hermanas se volvían más oscuras:
unas grises y otras negras. Lo veía de lejos, sabía
que eso también le podía ocurrir a ella, pero lo notaba
lejano e incierto. Estaba contenta y no le interesaba cambiar.
Sus compañeras –las que ennegrecían de color-
terminaban siempre llorando. Algunas lloraban poco; otras lloraban
días enteros e incluso semanas. Clotilde –que así
se llamaba la nube blanca- conocía el sufrimiento de sus hermanas
y pensaba que a ella nunca le iba a pasar. No obstante, también
apreciaba que, aunque ella se mantuviera blanca y esponjosa, no beneficiaba
en nada a los niños que siempre jugaban debajo de ella. Tampoco
les perjudicaba, pero sus compañeras, esas que tan negras se
ponían, daban de beber a esos niños y a sus familias,
ayudando a que las flores, las plantas y los cultivos prosperaran.
También procuraban algún catarro, pero esto se cura.
Un día, la nube blanca se hartó se serlo, se enfadó
y empezó a oscurecerse. Sabía que ese era el principio
del fin, mas le daba igual.
Como había pasado tanto tiempo siendo blanca, se había
convertido en una nube gigante, que cubría los cinco continentes
y los siete mares. Empezó a ponerse cada vez más negra.
Sabía que su sufrimiento era seguro, que lloraría; pero
siguió adelante. Una mañana rompió a llorar.
Al principio goteaba, luego diluviaba. Los niños que jugaban
siempre debajo de ella, se pusieron felices porque hacía mucho
tiempo que no llovía y sus padres habían perdido varias
cosechas. Clotilde lloró durante horas, días, semanas,
meses…y un buen día murió.
Clotilde ya no existía, pero los pantanos estaban más
llenos, había agua más que suficiente para regar y asearse,
y los niños podrían pedirles a sus padres esos regalos
que nunca llegaron en Navidades pasadas. Clotilde se había
convertido en brisa, ésa que queda tras la inusitada lluvia
del verano. Los perfumes del campo hacían entrar en un plácido
trance de alto gozo a los paseantes; y a los niños, que tanto
tiempo custodió la ya desaparecida Clotilde, les proporcionó
una enorme explanada ancha y verde, para que pudieran jugar y revolcarse
a placer. Además, Clotilde no se fue del todo; dejó
tras su brisa a unas pequeñas Clotilditas que, también
harían su cometido.
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