JUGANDO
CON LA LUNA
Érase
una vez la luna, que quería comprarse unos zapatos.
Los quería
para salir a pasear por el cielo porque cuando pisaba las
nubes descalza, como estaban formadas por gotitas de agua
y las notaba húmedas, le parecía que estaban
demasiado frías.
Porque la luna de
nuestro cuento tenía piernas y rodillas y pies.
Y cuando salía a pasear sobre las nubes tenía
que pisar despacito, porque si pisaba muy fuerte se podían
romper.
Así que un
día la luna decidió ir a la Tierra.
Nunca antes había bajado a la tierra y al llegar
vio tanta gente que se asustó un poco, así
que decidió caminar un rato, pero se perdió
y llegó a una playa.
Allí no había
zapatos, pero había algunos niños jugando
con las olas y parecía que se divertían mucho.
La luna quiso probar a jugar con ellos, pero cuando mojó
los pies en el agua le pareció que estaba muy fría
y salió corriendo otra vez a la arena.
Sin embargo, al ver
que los niños se lo estaban pasando tan bien vuelvió
a probar y esta vez el agua ya no le pareció tan
fría, así que se fue metiendo en el mar poco
a poco. Cada vez le gustaba más el agua y se bañó
en el mar.
Como es redonda,
grande y blanca los niños jugaban con ella como si
fuera una enorme pelota hinchada: se la tiran unos a otros,
la lanzan a las olas que se la devuelven una y otra vez.
Durante mucho tiempo
la luna juega con los niños, se ha divertido mucho
en la playa, mojándose en el agua, pero se hace tarde
y ella había venido a comprarse unos zapatos, así
que se despide de sus nuevos amigos y le pregunta a una
señora que estaba tomando el sol si le puede indicar
por dónde se va a una zapatería.
La señora
le indica el camino de la ciudad y la luna, después
de darle las gracias, se pone a caminar en aquella dirección.
Llega a una zapatería
que tenía unos preciosos zapatos rojos brillantes
en el escaparate. “Quiero esos zapatos” –pensó-
Entró en la
tienda y pidió que le metiesen en una caja los bonitos
zapatos rojos.
La luna volvió
a su casa muy contenta con la caja que tenía dentro
los zapatos brillantes.
Pero cuando la luna
sacó los zapatos de la caja e intentó ponérselos
se dio cuenta de que le quedaban pequeños.
Había ido
a una zapatería de niños, y no a una de lunas.
Debería habérselos probado en la tienda.
Pero le gustaban
tanto que se los puso igualmente, le apretaban un poco,
pero salió a pasear por las nubes con sus zapatos
nuevos.
Cuanto más
caminaba por las nubes más daño le hacían
los zapatos, así que decidió quitárselos
un ratito y los posó sobre una nube pequeña
que le quedaba a mano.
Pero los zapatos
pesaban demasiado para aquella nube pequeñita, así
que la nube se rompió y los zapatos comenzaron a
caer.
Y caían, caían,
caían… hasta que llegaron a la carretera y
se quedaron allí en medio.
Antes de que la luna
pusiese bajar a cogerlos pasó un coche por encima
de los zapatos y los estropeó.
La luna se puso muy
triste, se sentó sobre una enorme y mullida nube
y comenzó a llorar.
Tenía los
pies descalzos sobre aquella nube, que estaba blandita y
húmeda. Esto le hizo recordar la playa, sus pies
en el agua y lo bien que se lo había pasado con los
niños, así que se puso contenta otra vez.
Se dio cuenta que
no necesitaba los zapatos para volver a jugar a la playa
con los niños.
Y siempre que le
apetecía volvía