El desarrollo emocional infantil 0-6 años: Pautas de educación
INTRODUCCIÓN
Al inicio de la década
de los noventa, Salovey de la Universidad de Yale y Mayer de New Hampshire
acuñaron por primera vez el término de inteligencia emocional
para nominar la inteligencia impersonal e intrapersonal.
Sin embargo, fue Goleman, psicólogo de Harvard, quien con su libro
La inteligencia emocional llamó la atención sobre
la importancia del mundo afectivo personal en la vida y el desarrollo
de los individuos.
La inteligencia emocional
comprende capacidades básicas como la percepción y canalización
de la propia emoción o la comprensión de los sentimientos
de los demás. Tiene su propio dinamismo y actúa constantemente
sobre nuestro comportamiento y personalidad. Estas capacidades básicas,
que nos permiten tener confianza en nosotros mismos o saber disfrutar
de la relación con otras personas, se van formando en los primeros
años de vida. Por ello, el profundizar en los rasgos y en la construcción
social de las emociones en los niños y en la importancia para su
formación integral es fundamental para todos cuantos se ocupan
de la educación infantil.
La entrada del niño en
lo humano abarca diferentes etapas: la procreación, como componente
fisiológico, la crianza, como componente más orgánico
y físico y la educación, como componente informativo y formativo.
Estas dos últimas etapas permiten que el niño desarrolle
sus posibilidades innatas; el ambiente juega aquí un papel más
importante que la herencia. Numerosas evidencias ponen de manifiesto que
las influencias que se ejercen desde los contextos primarios (familia,
escuela infantil, etc.) son más eficaces en la configuración
de la personalidad del individuo que las dependientes de la herencia.
El sistema cultural, la estructura social y el desarrollo afectivo en
la crianza y educación resultan ser la fuente primaria del carácter
del individuo, de la estructuración de la personalidad y de su
configuración psicológica. El contexto emocional donde los
niños se desarrollan proporciona el primer referente. Un buen ambiente
socioafectivo proporciona el repertorio emocional que permite canalizar
las emociones de forma que mejore su calidad de vida futura.
El aprendizaje integral no sólo
comprende los estilos cognitivos, sino que hace referencia también
a la emoción, los sentimientos y la acción. La respuesta
de la pedagogía a la investigación actual debe tener como
objetivos, además de la transmisión de conocimientos, el
desarrollo de las competencias emocionales y sociales y el estímulo
de la autonomía de la propia responsabilidad y control. Pretendemos
acercarnos en estas páginas al conocimiento de las claves del desarrollo
emocional y las pautas de educación que permitan sentar las bases
de un buen ajuste afectivo.
Bases antropológicas
Aunque en el estado actual la investigación
respecto a cualquiera de las emociones está en sus inicios, a
la luz del conocimiento actual sabemos que el poder de las emociones
es extraordinario y que no es posible soslayar las emociones de la comprensión
de la naturaleza humana. Cada emoción nos predispone de un modo
diferente a la acción y nuestras decisiones y acciones dependen
tanto de nuestros sentimientos como de nuestros pensamientos más
racionales.
Cerebro, mente y emoción
Para poder comprender mejor el poder de las emociones
sobre la mente, ya que tienen un pasado común, hay que acercarse,
al menos someramente, al desarrollo evolutivo de la especie humana,
entendiendo con el neurobiólogo de la Universidad de Iowa A.R.
Damasio que "ser racional no significa cortar las propias emociones.
La ausencia de emociones y sentimientos impide ser realmente racional"
(ENGELHART, 1997, p.11). El hecho de que el cerebro emocional sea muy
anterior al racional y que éste sea una desviación de
aquel, revela las auténticas relaciones existentes entre pensamiento
y sentimiento. El cerebro puede considerarse como la característica
anatómica fundamentalmente distintiva del hombre (AYALA, 1983,
p.157). El cerebro es el agente principal del comportamiento humano,
el motor de sus sentimientos y de todo tipo de pensamiento.
La creciente centralización del tejido
nervioso en la cabeza es una constante evolutiva que se sigue a través
de los distintos grupos de invertebrados y vertebrados. El cerebro de
estos se formó principalmente en un proceso de desarrollo que
parte de los antiguos centros olfatorios de los ancestros reptantes,
que se movían en el medio ambiente primitivo y para los que tenía
sentido esta tendencia a concentrar células nerviosas en la cabeza,
puesto que es la que abre el camino y necesita comunicar información
ambiental al resto del cuerpo. En estos estadios rudimentarios, el centro
olfatorio estaba compuesto de unos pocos núcleos neuronales especializados
en analizar los olores. A partir del lóbulo olfatorio comenzaron
a desarrollarse los centros más antiguos de la vida emocional
que luego fueron evolucionando hasta terminar recubriendo por completo
la parte superior del tallo encefálico.
De este cerebro primitivo- el tallo encefálico-
emergieron los centros emocionales que, millones de años más
tarde, dieron lugar primero al córtex y luego al neocórtex
que configura evolutivamente el estrato superior del sistema nervioso,
representa la gran innovación evolutiva de los mamíferos.
La aparición del neocórtex y de sus conexiones con el
sistema límbico permitió establecer, por ejemplo, el vínculo
entre madre e hijo. En las especies carentes de neocórtex, como
los reptiles, las crías pueden ser devoradas por la madre y han
de protegerse de ella. Contrariamente, en los vertebrados superiores
y sobre todo en la especie humana, los vínculos protectores permiten
a las crías disponer de un largo proceso de inmadurez con grandes
posibilidades de aprendizaje durante el cual el cerebro sigue desarrollándose.
El neocórtex experimenta en la hominización
una gran expansión cuantitativa y no sólo va a asumir
las funciones que el tálamo desempeñaba en los órdenes
anteriores, sino que, además, y este es el aspecto más
distintivo a diferencia de los mamíferos inferiores, existen
en él zonas mudas o áreas de asociación que carecen
de proyecciones sensoriales y se relacionan sólo entre sí
o con otras zonas de la corteza. En este avanzado proceso de cerebralización,
la relación con el mundo exterior adopta ya una forma "mediata",
a través de una información sensorial muy elaborada y
de una corteza cerebral compleja. El neocórtex permite así
un aumento de los matices y la complejidad de la vida emocional y un
gran repertorio de respuestas emocionales. El neocórtex es
la sede del pensamiento y de los centros que registran y procesan los
datos obtenidos por los sentidos. Por ello, no es de extrañar
el aumento cualitativo y cuantitativo tan considerable que se observa
en la corteza cerebral con respecto a los demás animales, puesto
que en ella se van a sentar fundamentalmente todas las actividades específicamente
humanas, como la aparición del lenguaje y el desarrollo de la
reflexión consciente, que permite tener ideas, desarrollar teorías
y tener sentimientos sobre las ideas, el arte y los símbolos.
La región emocional es el sustrato en el
que se desarrolló y evolucionó el cerebro racional y siguen
estando estrechamente vinculados por miles de circuitos neuronales.
Por ello, los centros de la emoción poseen un extraordinario
poder de influencia en el funcionamiento global del cerebro. De hecho,
el hipocampo y la amígdala fueron dos estructuras
claves del primitivo "cerebro olfativo". La amígdala está
especializada en la vida afectiva y en la actualidad se considera una
estructura límbica muy ligada a los procesos de aprendizaje
y memoria. La amígdala constituye una especie de depósito
de la memoria y significación emocional. La ausencia funcional
de la amígdala- por los datos de que se dispone- parece impedir
cualquier reconocimiento de los sentimientos y todo sentimiento sobre
los mismos sentimientos (JOSEPH, R., 1993, p.83).
Le Doux (1992) explica que la amígdala
asume el control cuando el cerebro pensante, el neócortex, todavía
no ha tomado ninguna decisión. Mientras se apercibe y pondera
la información a través de los diferentes circuitos cerebrales
que le permiten, tras la evaluación de la situación, dar
la respuesta más adaptada a la situación. Sin embargo,
para Le Doux (1992) anatómicamente hablando, el sistema emocional
en ocasiones puede actuar independientemente del neocórtex. La
amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos sin
darnos cuenta de por qué lo hacemos, sin la menor participación
cognitiva consciente. Asimismo, cuanto más intensa es la activación
de las neuronas de la amígdala, más profunda es la impronta
y más perdurable para bien o para mal el recuerdo de las experiencias
que nos han asustado o emocionado. Estos datos adquieren una mayor significación
si pensamos que la cría humana, insoslayablemente, necesita para
sobrevivir un contexto humano. El cerebro dispone de dos sistemas de
registro, uno para los hechos ordinarios y otro para los recuerdos con
una intensa carga emocional (de amenaza, agrado, etc.). El mismo Le
Doux ha llegado a la conclusión de que las relaciones y los encuentros
amor-desamor que el niño mantiene con sus cuidadores durante
los primeros años de vida constituyen un auténtico aprendizaje
emocional (1993). La neurona- como vemos- no madura en el vacío
sino en un contexto sociocultural (afectivo, frío, agresivo,
etc.) que puede ser negativo u optimizante, cuyos efectos le acompañarán,
en gran medida, durante toda su vida.
En los primeros años de vida, en el cerebro
humano las conexiones neuronales se forman con mucha más rapidez
que durante el resto de la vida. Por lo cual, los procesos de aprendizaje
se producen en esta etapa con mayor facilidad que en cualquier otro
momento posterior. La primera infancia ofrece una oportunidad única
de poner en marcha el desarrollo y educación de las capacidades
emocionales y afectivas. Por ello, no es de extrañar que el estudio
científico actual de la dimensión afectiva haya contribuido
al apoyo de una pedagogía en que la génesis del pensamiento
y la inteligencia no son sino aspectos de una interacción global,
que encauza, en gran medida, la dimensión afectiva del niño.
El niño estará más abierto y disponible a la actividad
intelectual cuanto mejor se resuelva su necesidad de seguridad y afecto.
En definitiva, la vida afectiva del niño/a es la base de la vida
afectiva del adulto, de su carácter y personalidad.
1.2. Emoción y cultura
El antropólogo A. Montagu, después
de estudiar la agresividad en distintas culturas, afirma en su libro
sobre La naturaleza de la agresividad humana (1983), que nadie
que ha sido suficientemente amado se ha convertido en asesino. Con ello
no hace sino poner de manifiesto la importancia para la adquisición
de pautas de comportamiento agresivo del medio donde se ha desarrollado
el individuo.
El bebé está dotado de grandes posibilidades,
las cuales activa en contacto y dependencia con los tipos específicos
de intervención-sociocultural a que se ve expuesto. En medios
sociales donde se fomenta la amistad y cooperación, como es el
caso de los Tasaday de Mindanao, los Ifaluks del Pacífico o los
Pigmeos del bosque Ituri, la conducta agresiva es rechazada y se encuentra
básicamente bajo control. Es una conducta tan rara que, cuando
aparece, se considera como un signo de anormalidad y es reprimida (MONTAGU,
1983). Podemos decir que las potencialidades genéticas- que comparten
con el resto de la humanidad- no han recibido los estímulos necesarios
para el desarrollo de la conducta agresiva. Las sanciones sociales formales
e informales contra la práctica de esa conducta han sido tan
fuertes que han aprendido a no ser agresivos. De igual forma la conducta
agresiva es potenciada y aparece con fuerza en otros grupos humanos
(MONTAGU, 1983).
Los chewong son un grupo aborigen de cazadores
recolectores nómadas de la península de Malasia. Tienen
un marcado control emocional. Poseen una serie de reglas explícitas
en relación con la expresión de las emociones que, según
describe la antropóloga Howel (1981), les lleva a no manifestar
ningún tipo de emoción, ni cuando consiguen cazar, ni
ante las desgracias, ni ante importantes sucesos de la vida como los
nacimientos, el matrimonio o la muerte. En este mismo orden de cosas,
los indios norteamericanos reprimen su emoción y no lloran ante
la pérdida de un ser querido, no porque no puedan, sino porque
han aprendido a controlarse e inhibirse. Muchos otros ejemplos conocidos
podrían ser esgrimidos. Lo determinante, en nuestro caso, es
que existen en el hombre unas posibilidades biológicas que, sin
la estimulación adicional y apropiada de esas disposiciones en
su cultura, sin su organización social con arreglo a ciertos
modos de conducta culturales y sin un mundo humano, no se manifestarían.
La cultura humana es una de las dos maneras en
que se transmiten las <<instrucciones>> de una generación
a otra sobre cómo deben crecer los seres humanos. La otra manera
es el genoma humano (BRUNER, 1994). La cultura proporciona al hombre
modos de desarrollo a partir de la herencia genética, <es
un comportamiento aprendido>. Este comportamiento aprendido es la
parte más significativa de su comportamiento total, ya que hasta
sus instintos quedan controlados, satisfechos y regulados, según
los significados, las normas y hábitos sociales. Es el gran moldeador
del sujeto a través de unos mecanismos de transmisión-adquisición
que se ponen en funcionamiento cuando el individuo nace, por medio de
otros individuos que cuidarán de él, que intervendrán
sobre él y que van a determinar que, incluso cuando pueda valerse
por sí mismo, no pueda totalmente prescindir de ellos, ni del
medio social donde se ha desarrollado. Lo característico de su
comportamiento social se adquiere porque las crías humanas imitan
a sus padres gracias a la enorme flexibilidad que aporta la complejidad
del cerebro humano y de la base potencialmente cultural y no genética
de los comportamientos adaptativos, aspectos que dejan de lado cualquier
extrapolación zoocéntrica de corte sociobiológico
(GOULD, 1984, p. 261).
Los factores genéticos o innatos que configuran
comportamientos humanos como la compasión, el altruismo o la
agresión son el producto de un largo proceso condicionado por
las experiencias familiares, las normas sociales y los patrones culturales.
Se aprende a ser agresivo de la misma forma que a inhibir la agresión
y ser compasivo. Ambos son biológicamente posibles. Es más,
por los estudios transculturales realizados, parece que el abanico de
emociones básicas (felicidad, tristeza, dolor, sorpresa) que
expresan los niños durante el primer año de vida puede
encontrarse en todas las culturas. Todos los niños parecen nacer
con capacidad de producir las expresiones faciales correspondientes
a esas emociones. Sin embargo, las situaciones que las provocan pueden
variar culturalmente. Una vez más se pone de manifiesto que genética
y ambiente conforman el comportamiento humano. Esta capacidad emocional
de los niños desempeña un papel muy importante a la hora
de interaccionar con las personas que les rodean. De hecho, los niños
aprenden a distinguir las diferentes expresiones emocionales al verlas
reflejadas en la cara o voz de los demás. Esta posibilidad constituye
una importante capacidad que les va a permitir orientarse en el mundo,
a través de la información que reciben de los adultos
y del ambiente que les rodea. Las tendencias altruistas de los niños
(conductas de consuelo, etc.) parecen estar en consonancia con el ambiente
del hogar en que se crían. El comportamiento y actitud de los
padres y cuidadores son modelos que influyen de forma decisiva. La base
de la personalidad del adulto se estructura también a partir
de las relaciones de afecto y la satisfacción de las necesidades
básicas en los primeros años de la infancia que se ponen
en marcha dentro de su entorno sociocultural.
Sintetizando, las emociones y sentimientos básicos
como el hambre, el miedo, la ira, la ansiedad, forman parte del equipamiento
emocional básico, biológicamente están presentes
en nuestra naturaleza. Sin embargo, es la cultura la que suministra
el vínculo entre lo que los hombres tienen posibilidad de llegar
a ser en el campo emocional y lo que realmente llegamos a ser como miembros
de ese grupo cultural. En el seno de una determinada cultura se aprende
a manifestar o controlar sentimientos y emociones de acuerdo a los significados,
valores y pautas culturales del grupo. Nuestro equipamiento biológico
nos permitirá vivir una serie de vidas afectivas posibles, pero
nacemos en una cultura y acabamos viviendo una sola vida cultural. Sin
embargo, ser humano es ser algo más que sentir y actuar como
miembro de un grupo cultural, hay diferentes modos "individuales" de
sentir y ser de ese grupo (edad, status, género, etc.). Este
proceso de individualización personal se desarrolla a través
de la educación. Gracias a la educación se lleva a cabo
la modulación cultural de lo biológico.
Claves de la inteligencia emocional
La emoción
del satri emotio se define en el diccionario de la Real Academia
de la Lengua como "estado de ánimo producido por impresiones de
los sentidos, ideas o recuerdos que con frecuencia se traduce en gestos,
actitudes u otras formas de expresión". Para GOLEMAN (1996), el
término emoción se refiere a un sentimiento y a los pensamientos,
los estados biológicos, psicológicos y el tipo de tendencias
a la acción que lo caracterizan. Existen numerosas emociones, a
la vez que múltiples matices y variaciones, entre ellas. P. Ekman,
de la Universidad de California, tras un estudio transcultural describe
las emociones en términos de grandes familias o dimensiones básicas
reconocidas por todas las culturas y representativas de los infinitos
matices de la vida emocional. Estas serían la ira, la tristeza,
el miedo, la alegría, el amor, la vergüenza, etc. (GOLEMAN,
1996, p.442). Sin embargo, el debate científico para categorizar
las emociones no ha hecho sino empezar y no hay criterios unánimes
de clasificación.
Las emociones infantiles han sido
estudiadas desde que Darwin en 1872 determinara, tras un estudio transcultural,
que, en primer lugar, los seres humanos tienen un repertorio innato y
universal de expresiones faciales y discretas y que, en segundo lugar,
los bebés dotan de significado a estas expresiones por medio de
un mecanismo de reconocimiento (HARRIS, 1989, p.37). Investigaciones más
recientes indican claramente que desde muy pronto manifiestan y reaccionan
a tres emociones básicas: alegría, angustia y
enfado y que se muestran incómodos y desconcertados cuando
la persona que se encuentra frente a ellos permanece inmóvil y
sin expresar ningún tipo de emoción. Más tarde, sucede
lo mismo con el miedo, la tristeza y la sorpresa (HARRIS,
1989, p. 28-31).
En síntesis, los bebés,
durante los seis primeros meses de vida, desarrollan una vida emocional
intensa, expresan emociones y son sensibles a las expresiones emocionales
de quien les cuida. Algunos autores sugieren que esta capacidad emocional
del niño se aprecia si se le estimula a expresarla en varias dimensiones,
por ejemplo mostrar alegría a través de expresiones faciales
y vocalizaciones. Las respuestas del adulto a estos mensajes repercutirán
en la cantidad y calidad de la relación establecida con el bebé
y en la probabilidad de que una conducta se repita.
2.1. La imaginación
emocional
La capacidad imaginativa del niño
desempeña un papel fundamental en el desarrollo de la compresión
de la realidad social en general y de la construcción social de
las emociones en particular. Sirve a la comprensión infantil de
la complejidad de los sentimientos contradictorios, la comprensión
del engaño o la importancia de las reglas culturales en la manifestación
y control de la expresión emocional en un contexto social. La forma
en como evoluciona y se desarrolla la imaginación en la vida infantil
está influenciada por los acontecimientos sociales, las fuerzas
culturales, el contexto concreto en el que vive el niño o niña
y los presupuestos desde los que son tratados en casa y en el centro escolar.
Tiene que ver con las respuestas a las experiencias afectivas que van
teniendo día a día en la familia y la clase.
La imaginación emocional
se sitúa en ese lugar propio de pensamientos y ensoñaciones
donde es posible el reconocimiento de las emociones, sentimientos y motivos
propios y ajenos. Su desarrollo permite manejarse y controlar afectivamente
la situación. La imaginación emocional permite adoptar la
perspectiva del otro, empezar a comprender sus sentimientos y emociones,
así como los motivos y razones de su conducta. Permite también
anticipar los propios patrones de acción imaginando los patrones
de percepción emocionales. La imaginación y la capacidad
de simular permiten también al niño concebir las posibles
realidades que otras personas sienten. Es la llave que les introduce en
los sentimientos, miedos y esperanzas de los demás. La comprensión
imaginativa no supone, sin más, una transmisión contagiosa
del que es observado al observador. Por el contrario, se genera una emoción
"como si" o simulada. Imaginamos su estado de ánimo, no sólo
lo que el otro siente, sino lo que cree y desea. Se pueden imaginar todas
esas sensaciones sin experimentarlas en realidad. La imaginación
afectiva ha de potenciarse para permitir superar las imágenes restringidas
de una imaginación que nunca ha sido nutrida.
2.2. Los pilares de la inteligencia
emocional
La inteligencia puede entenderse
como la capacidad que permite a la especie humana solucionar el problema
de la vida. La inteligencia emocional podría explicarse desde cuatro
pilares o parámetros básicos: la capacidad de entender
y comprender emociones y sentimientos propios, la autoestima, la
capacidad de gestionar y controlar los impulsos y situaciones afectivas,
yla capacidad de entender y comprender los sentimientos de
los demás.
Usar la inteligencia emocional es algo que requiere
aprendizaje y entrenamiento y, como tal, puede enseñarse. Todos
hemos oído en la infancia frases como: ¡los niños no lloran!,
¡no te dejes llevar así!, ¡debes superar el miedo!, etc. Sin embargo,
llegar a ser competentes emocionalmente requiere una educación
emocional que empieza en los primeros años de la vida y va mucho
más allá de este tipo de advertencias. Requiere que quienes
cuidan de los niños les ayuden a desarrollar las cualidades o pilares
básicos de la inteligencia emocional.
2.2.1 Capacidad de entender
y comprender las propias emociones
El reconocimiento de las propias
emociones es el alfa y el omega de la competencia emocional. Sólo
cuando se aprende a percibir las señales emocionales, a categorizarlas
y aceptarlas, es posible dirigirlas y canalizarlas adecuadamente sin dejarse
arrastrar por ellas. Para Goleman (1996, p. 85) el conocimiento de uno
mismo y de los propios sentimientos es la piedra angular de la inteligencia
emocional, la base que permite progresar. La toma de conciencia emocional
constituye la habilidad emocional fundamental, el cimiento sobre el que
se asientan otras habilidades y pilares emocionales. La comprensión,
que acompaña a la conciencia de uno mismo, tiene un poderoso efecto
sobre los sentimientos negativos intensos y nos proporciona la oportunidad
de liberarnos de ellos. Consecuentemente, se tiende a tener una visión
positiva de la vida y a percibirse como una persona controlada y autónoma.
Contrariamente, las personas atrapadas por sus emociones se ven desbordadas
e incapaces de escapar de ellas.
Como es lógico, no es posible
para los niños/as disponer, de entrada, ni en mucho tiempo, de
tal repertorio de habilidades, pero se pueden ir sentando las bases para
su adquisición. El recién nacido no tiene todavía
verdaderos sentimientos, está en un período instintivo,
succiona y llora. Busca alimentos y alivio a su incomodidad y sus reflejos
determinan su conducta. Todo el afecto está relacionado con los
reflejos (WADSWORTH, 1989, p.31). Los primeros movimientos reflejos como
la succión o la presión dan lugar a las primeras sensaciones.
Estas sensaciones de contacto, unidas a las primeras percepciones (frío,
hambre, etc.) están en el origen de las propias vivencias. La adquisición
de la conciencia de "sí-mismo" se desarrolla continuamente a lo
largo de la infancia en relación con otros procesos cognitivos
y de socialización, los cuales van a permitir, finalmente, la representación
e identificación del "yo" y de los propios sentimientos y emociones.
Las investigaciones de BRETHERTON
han mostrado que alrededor de los dos años los niños comienzan
a describirse así mismos y a los demás como seres que perciben,
sienten emociones, tienen deseos y pasan por diversos estados cognitivos
(HARRIS, p.63). El autoconocimiento de los niños va aumentando
en la medida que aumenta la conciencia de sí mismos y va más
allá de la época infantil, la cual constituye sólo
el inicio de un proceso personal. Hacer una apreciación adecuada
de las propias emociones es uno de los pilares de la inteligencia emocional
en la que se asientan otras cualidades emocionales. Sólo quien
sabe qué, cómo y por quésiente,
puede manejar y controlar inteligentemente sus emociones.
2.2.2 La autoestima
Otro de los pilares básicos
de la inteligencia emocional es sin duda la autoestima, directamente vinculada
al autoconcepto y a la comprensión y sentimientos propios. Sin
entrar aquí en cuestiones terminológicas, el autoconcepto
puede entenderse como el esquema mental que permite definirnos. Es la
visión e imagen que el individuo tiene de sí mismo, influye
en la conducta y es el mediador entre la persona y el medio. El conocimiento
de sí mismo y la consiguiente autoimagen, el autoconcepto, son
una estructura central para entender la concepción del mundo del
sujeto y una de las principales variables que influyen en las acciones
de éste. Interactuando con factores biológicos y fuerzas
situacionales externas, dirige y guía su conducta. De todos los
juicios a los que el individuo se somete ninguno es tan fundamental como
la evaluación de sí-mismo. Del resultado de esta evaluación
resulta la autoestima. Este concepto modula el presente y futuro
del individuo y es el factor principal de su vida personal y social. En
la autoestima se combinan dos proceso mutuamente relacionados: la propia
evaluación y la subsiguiente respuesta afectiva (positiva o negativa)
al contenido de la misma.
Para la mayoría de los
autores, se pueden distinguir dos dimensiones básicas de la autoestima.
La "autoestima general" se refiere al nivel global de aceptación
o rechazo que una persona tiene de sí misma como persona. La "autoestima
de competencia" se refiere a los sentimientos que se derivan de su percepción
de poder y eficacia en las distintas áreas de actuación
(intelectual, física, social, etc.). En la obtención del
concepto de sí-mismo no basta con la sola percepción y objetivación
del yo, ésta se completa con la consideración de las actitudes
de los otros en la actividad social común (MEAD, G.H., 1934). El
sujeto va creando, en un proceso reflexivo, personal, su autoconcepto.
Observa cómo los otros son diferentes o similares a él mismo
y categoriza después sus propias características. El concepto
más primario y dependiente de self que construye el sujeto
se conoce como el "self del espejo". Con esta metáfora,
atribuida a C.H. Cooley (1902), se quiere significar "que nuestros autoconceptos
se forman como reflejos de las respuestas que recibimos de los otros".
Centra su interés en los grupos de referencia y en los "otros"
como "los espejos" que reflejan las imágenes del sí mismo.
Es importante señalar que el self del espejo se desarrolla
a partir de las respuestas de los demás, no de la verdadera respuesta,
sino de la que el sujeto imagina después de asumir el rol del otro.
Esta idea imaginada será real para el individuo en todas sus consecuencias,
independientemente de que sea o no exacta. En este sentido, si percibe
que los demás le responden negativamente, podrá verse afectada
seriamente su autoestima, aun cuando esos "otros" pudieran haber intentado
comunicar aceptación.
En general, el desarrollo del
autoconcepto a partir de las evaluaciones de los "otros" es más
relevante en los sujetos que tienen mayor dependencia de los demás,
sea por estatus social o por inmadurez biológica o psicológica,
como es el caso de los niños. Durante los primeros años,
las experiencias afectivas con los "otros" significativos (padres, compañeros,
profesores, etc.) son los factores determinantes de la autoestima, con
mayor valor de predicción que la propia competencia o eficacia
en los distintos dominios o áreas de actuación. La autoestima
en esta edad se basa, en gran medida, en la percepción que se tiene
de la estimación de los otros. En este sentido, la familia, es
clave para la formación del autoconcepto en el niño.
Por otra parte, el autoconcepto
basado en la acción, en la eficacia, que desarrollan GECAS y SCHWALBE
(1983), implica ir más allá del "selfespejo".
Supone que la clave para la propia percepción no depende básicamente
de las percepciones imaginadas de los "otros", sino de la "acción"
del propio sujeto y de sus consecuencias. El concepto de sí mismo,
se genera no sólo dependiendo de las valoraciones reflejadas por
los otros, sino también de sus acciones y consecuencias. Es un
self más activo que la imagen ofrecida por la metáfora
del espejo de Cooley. Mediante la acción se experimenta el grado
de autoeficacia. En la competencia se combinan, de una parte, lo que quisiéramos
conseguir y, de otra, la confianza que tenemos en nuestra capacidad para
conseguirlo. Este autoconcepto depende de las oportunidades del individuo
para participar en la "acción eficaz" y, en buena medida, de la
estructura social en la que se desarrolla; por lo tanto, son muy importantes:
los contextos de la acción, el significado de la acción
en los mismos, incluso las consecuencias no intencionadas de esa
acción, pero también, la confianza en uno mismo y la capacidad
y motivación para el esfuerzo.
El niño/a, como venimos
insistiendo, desarrolla su autoconcepto desde la infancia en virtud de
las descripciones que hacen muchas personas acerca de él, especialmente
los padres. Pero también percibe, a través de sus acciones,
su "yo", su comportamiento social, su "yo" físico, su lenguaje,
etc. En este proceso, las percepciones de éxito o fracaso tienen
una importancia capital. Los bebés tienen poca comprensión
de lo que significa personalmente este éxito o fracaso; en consecuencia,
no se observan en su conducta muestras de autoevaluación; las referencias
son sólo la atención y aceptación o rechazo que muestran
los padres. Sin embargo, incluso antes de llegar a los dos años,
comienzan a demostrar algún tipo de percepción acerca de
cómo reaccionan los adultos ante sus acciones (mirar antes de tocar
algo prohibido) o incluso sus logros o éxitos (buscar aprobación
después de hacer, en el juego, alguna construcción). Ante
estos ya dan muestras de felicidad y, así mismo, reaccionan de
forma negativa al fracaso. A los tres años de edad prefieren claramente
dedicarse a actividades en las que resultan ganadores que a las que pierden.
Con todo, la autoestima de los
niños en los primeros años (SOUFRE, BOWLBI, 1990) está
relacionada, al parecer, con el grado de "apego " establecido con el cuidador.
Esto es lógico si pensamos que una buena relación de apego
les hace sentirse seguros, mostrarse más libres y motivados para
explorar y experimentar en el entorno, lo que a su vez les lleva a desarrollar
acciones positivas y a sentirse bien al percibir la autoeficacia. Por
otra parte, la madre que ha generado un buen apego está más
atenta al bebé y elogia sus logros. Al participar de tal interacción,
éste llega a desarrollar mejor su identidad. También, las
madres que generan este tipo de apego muestran mayor satisfacción
de estar con su hijo. La competencia incluye lo que el niño quiere
conseguir y la confianza que tiene en su capacidad de poder conseguirlo.
Se asemeja a la autoeficacia tal y como la percibe el niño en los
distintos contextos (hogar, juego, escuela infantil, etc.).
La teoría de Bandura también
hace hincapié en la autoeficacia, como importante mediadora entre
la motivación y la acción humana. Las expectativas de autoeficacia
se refieren a la creencia que el individuo tiene de su capacidad para
realizar con éxito las acciones que conducen a las metas deseadas.
En este sentido concluye, a partir de la revisión de numerosas
investigaciones, que las personas que tienen alta seguridad en sus capacidades
ven las tareas difíciles como un reto donde demostrar dicha capacidad,
más que como una amenaza que debe ser evitada. Tal sentido de autoeficacia
favorece la orientación al éxito y al buen desempeño
en distintas actividades. Entiende Bandura que las personas con alto sentido
de autoeficacia piensan, sienten y se conducen de modo diferente al de
aquellas que se perciben como ineficaces.
Desde la psicología cognitiva
actual, el autoconcepto se entiende también como un proceso en
constante construcción, fruto de la interacción entre el
sujeto y el medio, que no dicta mecánicamente la conducta, pero
que influye en esta a través de dos procesos mediacionales: el
afecto y la motivación. El autoconcepto es una estructura cognitivo-afectiva
que contiene información personal (creencias, emociones, evaluaciones),
pero a la vez juega un papel activo en el procesamiento de la misma (atención,
memoria y utilización de la información). Así pues,
está en la base de los juicios y acciones de los individuos.
En resumen, las distintas posiciones
teóricas han contribuido a proporcionar una mayor comprensión
del fenómeno. El autoconcepto es un aspecto nuclear de la personalidad,
mediador de las relaciones del hombre con su entorno. Es una realidad
que incluye los pensamientos y sentimientos con respecto al sí-mismo,
internamente consistente y relativamente estable, aunque con la posibilidad
de estar sujeto a cambios. Actúa como filtro y organizador de la
información y determina en cierto modo la conducta del individuo.
2.2.3 La capacidad de gestionar
y controlar inteligentemente los impulsos ysituaciones afectivas
Las emociones básicas del
ser humano forman parte de su naturaleza biológica, lo quiera o
no, pero la posibilidad de manejar estas formas de comportamiento en un
sentido u otro, dentro de un contexto cultural, está en sus manos.
Aquí tiene una importancia capital la educación. El autocontrol
puede entenderse como la capacidad de dirigir de forma autónoma
la propia conducta. La autorregulación es un aspecto esencial del
desarrollo humano que permite al hombre controlar la situación
y no estar a merced de las demandas del entorno. Nos enseña a "esperar"
cuando las cosas no pueden obtenerse inmediatamente, "variar" las estrategias
cuando estas no funcionan y "evitar" comportamientos inadecuados. Emociones
básicas de nuestro bagaje emocional, como el miedo, la ira, etc.
son además mecanismos de supervivencia que no se pueden desconectar
o evitar, pero se pueden conducir y canalizar de forma fructífera.
El componente biológico primario emocional, como puede ser el deseo
o la lucha, pueden ser sustituidas por formas de comportamiento aprendidas
y culturalmente aceptadas, como el flirteo o la ironía. Controlar
el impulso, superar la frustración, es fundamental en la competencia
emocional.
Control del estímulo
La base de la regulación
emocional es la capacidad de demorar la acción ante el estímulo,
en beneficio de un objetivo propio a más largo plazo. La fuerza
de voluntad y la capacidad de sacrificarse por un objetivo futuro contribuyen
al rendimiento personal. Esta capacidad puede desarrollarse y la educación
resulta ser fundamental. Se ha estudiado cómo los niños
resisten a la tentación. Al principio no tienen ningún
tipo de restricción en este sentido y van inmediatamente tras cualquier
cosa que les atrae, pero más tarde aprenden a inhibir conductas
que les han prohibido, incluso cuando nadie les mira. Se ha demostrado
que cuando a los niños se les explica y proporciona una buena razón,
aumenta la probabilidad de que resistan a tales tentaciones. Lo
mismo sucede cuando se les enseña a desarrollar sus propios planes
y estrategias. Otra forma de estudiar el autocontrol ha sido el retraso
de la gratificación. Se les presentó a los niños,
en una situación similar a la que frecuentemente encuentran en
la vida diaria, la alternativa de obtener una pequeña recompensa
inmediatamente o una recompensa mayor esperando. El tiempo de espera para
la gratificación aumentó cuando los propios niños
se daban autoinstrucciones (tengo que esperar...). También se demostró
que cuando el objeto quedaba fuera de su vista los niños podían
esperar más tiempo. Estudios longitudinales, en los que se analiza
la conducta de los niños a través del tiempo, han mostrado,
por otra parte, cómo las primeras capacidades para retrasar la
gratificación pueden ser, a largo plazo, una forma de predecir
el logro futuro.
Otra forma de controlar
el estímulo es alterar la experiencia de la emoción que
éste produce cambiando la situación inmediata o los procesos
mentales que están asociados con esa emoción. En este sentido,
para disipar la emoción hay que dejar de pensar gradualmente en
el suceso que la provocó. Las emociones intensas, ya sean positivas
o negativas, se desvanecen con el transcurso del tiempo. Es posible, sobre
esta base, de forma intencional, acelerar el proceso de olvidar de forma
deliberada el acontecimiento con carga emocional, dejando de pensar en
él. Otra forma de gestionar y controlar los sentimientos
puede llevarse a cabo cambiando la manifestación externa emocional,
porque, para Willians James y otros autores, la expresión externa
proporciona una clave importante para decidir qué sentimos.
Finalmente, es posible controlar
las emociones y no dejarse controlar por ellas, sino canalizarlas positivamente
cuando se utiliza la energía desencadenada para desarrollar nuevas
competencias que le permiten fortalecer su confianza en sí-mismo
y la satisfacción del logro. Su actitud positiva y emprendedora
establecerá las condiciones esenciales para los futuros logros.
Superar la frustración
La frustración es una sensación
de desagrado debida a un bloqueo u obstáculo en la obtención
de deseos, metas o necesidades. En general, produce un desequilibrio y
perturbación que lleva, o bien a paralizar la acción o bien
a impulsarla. El sentido de la acción impulsada desde la frustración
puede encaminarse a la superación del obstáculo en sentido
positivo (aportando mayor esfuerzo, generando nuevas estrategias, etc.)
o negativo (agresión, abandono de la tarea, etc.). Existen para
el niño múltiples causas de frustración (carencia
afectiva, restricciones en la acción, rivalidad entre hermanos,
mayores exigencias cuando empieza la escolarización, etc.). El
papel de los padres es permanecer atentos porque la frustración
puede expresarse de múltiples formas (evasión, falta de
interés, rabietas y pataletas, agresividad) y cada bebé,
cada niño/a es único como persona y específico en
sus ilusiones y necesidades. El adulto, así pues, ha de promover
y colaborar no sólo en la satisfacción de tales necesidades
y en la adecuación del nivel de exigencia, sino también
ha de ayudarle a superar la frustración, proporcionándole
apoyo, estrategias y motivación para la acción positiva
y enseñarle el valor del esfuerzo para conseguir sus metas y objetivos.
A medida que los niños
van avanzando en su desarrollo han de aprender a controlar su comportamiento,
los episodios de llanto y enfados (pataletas) como respuesta a las situaciones
de frustración. Poco a poco deben ir aprendiendo a soportarlas
sin alterarse tanto y sin que se desorganice todo su comportamiento. Cuando
el niño decide elegir la mayor gratificación, aunque conlleve
más espera, acumula cierto grado de frustración. No obstante,
la capacidad para retrasar la gratificación es paralela a la capacidad
para tolerar la frustración. Esta capacidad para tolerar los retrasos
en la gratificación se puede incrementar a partir de los cinco
años y depende de sus experiencias anteriores de éxito o
fracaso, de las promesas que se le hicieron y de la confianza que le merezca
la persona que lleva a cabo la promesa.
Por último, la autoadaptación a las
situaciones nuevas o de incertidumbre, conflicto, etc. y los problemas
que plantea parece que mantienen una relación directa con otras
variables contextuales. Los individuos que más se adaptan han sido
educados en ambientes de comunicación y de autonomía, mientras
que los menos adaptables provenían de ambientes conflictivos y
ambivalentes.
2.2.4.La capacidad de comprender
y entender los sentimientos de los demás
R. Rosenthal, hace ya bastantes
años, mostró que la inteligencia emocional está vinculada
a la capacidad de leer los sentimientos de los demás. La importancia
de la percepción del otro o empatía para la competencia
emocional es indudable, pues ésta se desarrolla por la comunicación
emocional en situaciones de interacción. La disposición
natural a la empatía la manifiestan los bebés muy pronto.
Bebés de tres meses reaccionan alterándose ante el llanto
de otro niño y comienzan ellos mismos a llorar. Parece que se trata
de una capacidad innata que, sin embargo, es necesario cultivar. Para
el psiquiatra Stern, el desarrollo de la empatía depende de la
sensibilidad y reacciones de los padres frente a las manifestaciones emocionales
del niño, tanto si se ignoran como si se sobrepasan.
El niño, al final del primer
año, responde de forma selectiva y adecuada a las expresiones faciales
de quien le cuida. Esta respuesta selectiva es un paso fundamental en
la comprensión de la emoción de los demás. Indica
que el niño es capaz de comprender, en alguna medida, si la postura
emocional de otra persona es positiva o negativa, si indica aliento o
desaprobación. Reacciona ante la emoción pero no trata de
provocarla. Sin embargo, y aunque es posible que tras la compresión
de la emoción se genere un sentimiento de compartir la misma, también
es posible comprender la emoción ajena sin sentirla. Cuando se
consuela a alguien triste no es preciso sentir la misma pena que él.
Durante el segundo año
se produce un cambio importante, los niños/as empiezan, de forma
deliberada, a consolar a los demás, a la vez que a causar daño
y molestar a otros niños y adultos. Indica que los niños
pequeños empiezan a identificar las condiciones o acciones que
desencadenan o evitan un estado emocional en otra persona. Comienzan a
tener cierta comprensión del modo en que la emoción se sitúa
y varía en una secuencia causal.
Consolar a otro cuando está
triste es algo frecuente en la mayor parte de los niños alrededor
de los 14 meses, de igual forma que los niños pequeños suelen
acudir a los mayores en busca de consuelo. Esto tiene mayor oportunidad
de suceder en familias donde hay un ambiente en que los niños mayores
tratan con frecuencia de consolar a sus hermanos, no les importa compartir
sus juguetes y no se pelean con ellos con frecuencia (HARRIS, p.40). Asimismo,
parece que los niños pasan por distintas etapas. De los 10 a 12
meses se muestran como espectadores insensibles, limitándose a
mirar más o menos en un tercio de ocasiones. Otras veces muestran
algún tipo de pena (frunción del ceño, parecían
tristes, lloraban). A esta edad, sin embargo, raramente tratan de consolar
a la persona afligida. Alrededor de los 18 meses las iniciativas de consuelo
se traducen en numerosas estrategias: los niños llevan objetos
a la persona afligida, expresan su compasión con palabras, buscan
ayuda de otra persona e incluso tratan de proteger a la víctima
(HARRIS, p.41).
La compasión es un elemento
de competencia emocional y resulta serlo también de la competencia
social e incluso moral. En este último sentido, el modelo de perfección
para el más alto desarrollo humano parte del budismo, es alguien
"que ha puesto fin a su sufrimiento y a crear sufrimiento a los demás".
De ahí, que la compasión se encuentre en los cimientos mismos
del sistema ético (YEARLEY, p. 26).
La incompetencia emocional
Ante la auténtica crueldad
de que son autores algunos niños, cabe preguntarse, ¿qué
es lo que ha ido mal en el desarrollo de los niños que actúan
con violencia?.El problema es muy complejo, sobre todo si
entendemos que las causas sociales pueden hacer posibles o incluso inevitables
los comportamientos humanos, la pérdida de valores, la depravación
social y afectiva en el contexto familiar, la influencia de modelos violentos
a través de la TV y otros ámbitos de socialización,
no hay duda que suponen una carga para el desarrollo del individuo, generan
miedo al fracaso y frustración, soledad y baja autoestima, decepción,
rabia y agresividad. Componentes básicos, todos ellos, del comportamiento
violento.
Pero, esto no significa que los
afectados se conviertan, sin más, en agresivos y violentos. Aquellos
que han aprendido a manejar las frustraciones, a tener compasión
y, en definitiva, a ser competentes emocionalmente, no utilizarán
la violencia para manejarse, ni siquiera cuando experimenten grandes fracasos
o agresiones. En nuestra cultura Europea está demasiado presente,
todavía, la mentalidad del filósofo Hobbes "el hombre es
un lobo para el hombre", haciendo referencia al componente innato del
comportamiento violento. Sin embargo, la evidencia experimental muestra,
cada vez con más contundencia, que el comportamiento humano
es un reflejo de lo que le acontece y no una consecuencia de sus impulsos
innatos. El comportamiento violento y agresivo también se aprende.
Cuando la conducta agresiva es
ridiculizada y reprimida en un grupo humano acaba por desaparecer, de
igual forma que cuando constituye una forma eficaz de manejar la situación
se potencia y es cada vez más frecuente. El ser humano, contando
con unas potencialidades de ser agresivo, amar o hablar, se desarrolla
en contacto con la cultura y el grupo social en que vive, y en virtud
de los modelos y las condiciones de vida a que se ve expuesto organiza
su conducta. Los niños pueden ser selectivamente criados en medios
que fomentan la violencia o la competencia emocional a través de
los valores y estilos de vida que viven en sus entornos más cercanos:
la familia, la escuela, el grupo de iguales, etc.
En contextos no agresivos el niño,
desde muy pequeño, aprende que es más eficaz expresar lo
que quiere a través del lenguaje que agrediendo; desde ese momento
habla y no agrede. La agresión continua es en la mayoría
de los casos una respuesta a la experiencia de rechazo, frustración
o agresión que proporciona al individuo un medio hostil. Experiencia
pasadas, junto a modelos sociales, enseñan a los niños que
la violencia y agresión constituyen medios eficaces de manejar
la situación. Se ha comprobado que la agresividad de los niños
surge con frecuencia de sus interacciones con padres y hermanos. Los padres
de niños agresivos suelen utilizar un estilo familiar coercitivo,
una disciplina de afirmación de poder, con castigos físicos
y ausencia de explicaciones verbales y razonamientos. Para los teóricos
del aprendizaje social, estos datos sugieren que los padres sirven de
modelo de conductas agresivas para sus hijos, los cuales imitan lo que
ven. Estas familias suelen caracterizarse por adoptar en su conducta la
censura, la riña y la amenaza. Sus relaciones son poco amistosas
y cooperativas y altamente hostiles y negativas. Los niños a su
vez, suelen desobedecer, importunar y molestar a los padres. Se frustran
unos a otros y los hermanos regañan y se agreden entre sí.
De esta forma, tanto padres como niños terminan utilizando la agresión
para controlarse unos a otros y para intentar conseguir lo que quieren.
Los niños que aprenden esta forma de interacción en casa
y no tienen otras posibilidades de aprender conductas y habilidades más
positivas, transfieren y muestran esa agresividad en otras situaciones
y, con frecuencia, acaban manteniendo formas graves de conducta antisocial.
Los padres, en los entornos violentos,
según la evidencia experimental, suelen tener creencias sesgadas
negativas acerca de las características de sus hijos, tienden
a verlos menos inteligentes, más problemáticos, agresivos
y desobedientes. Comprenden mal las necesidades afectivas y motivaciones
de los niños, reconocen mal sus expresiones emocionales; responsabilizan
más a los niños por su conducta negativa y les atribuyen
frecuentemente intenciones de comportarse negativamente. Tienen una mala
comunicación y escasa cohesión familiar. Asimismo, despliegan
una menor empatía, no se ponen en el lugar de los niños,
manifiestan poca compasión y en términos generales les conmueve
poco el llanto infantil. Estos comportamientos familiares tienen consecuencias
profundas en los niños (PÉREZ, ALONSO, AVELLANOSA, VIDAL
y CÁNOVAS, 1996).
La cría humana se caracteriza
por la inmadurez con la que nace, ha de aprender unos modos de conducta
que le permitan la adaptación al medio. Los niños necesitan
aprender a expresarse en los términos agresivos o afectivos del
contexto, aprenden a sobrevivir en ese medio, tener un lugar y que se
les considere como integrantes del grupo. Aprenden también si la
acción violenta tiene ventajas y es eficaz para manejar la situación.
Así, por imitación, tienden a resolver los conflictos por
medio de la violencia, ya que no disponen de modelos de comportamiento
constructivo para poder manejar su indignación. Sus propias experiencias
les confirman que utilizando la violencia se alcanza el objetivo. Los
acontecimientos frustrantes desencadenan en ellos la necesidad de pegar
o golpear a otros más indefensos, porque no han aprendido a superar
la frustración de forma socialmente positiva. Al no experimentar
en la primera infancia amor y protección suelen tener problemas
de autoestima. Su confianza en sí mismos y en los demás
es escasa, lo que les impide, además de enfrentarse a la vida con
valor, establecer lazos afectivos estables.
3. La educación de sentimientos
y emociones.
La educación integral
no sólo abarca el intelecto sino que también hace referencia
al sentimiento y la emoción, la imaginación y la acción
emocional, como partes integrantes del proceso enseñanza-aprendizaje
y de un buen desarrollo infantil. Al desarrollo de sentimientos y emociones
se puede aplicar el principio básico de todo el desarrollo infantil:
proceder de un estado general indiferenciado a otro de mayor especialización
y control. Los bebés comienzan con expresiones que resultan
relativamente incontroladas y globales para pasar a implicar cada vez
menos partes de su cuerpo. Cuando el bebé, en su cuna, reconoce
a su madre que entra en la habitación, mueve piernas y brazos,
vocaliza, todo él se implica. Posteriormente, llega a expresar
esta emoción a través del lenguaje o incluso sólo
con la expresión facial.
Este proceso de diferenciación
va dando lugar a distintos niveles de organización y a una progresiva
transformación y maduración de la personalidad. Dicho proceso
debe ser alentado y pautado por una acción educativa eficaz que,
desde el conocimiento actual, potencie los rasgos favorecedores e inhiba
los negativos. En definitiva, conseguir desde la educación que
los niños sean emocionalmente competentes.
3.1 La experiencia emocional
infantil
En la experiencia emocional infantil,
las interacciones con la madre y personas que están a su cuidado
son, evidentemente, determinantes. Sin embargo y de alguna manera, el
bebé es también productor de un entorno en el que su conducta
influye en el tipo de cosas que experimenta. A ello contribuye de alguna
forma el hecho de que los niños y su cuidador desarrollan un sistema
de comunicación a través de la experiencia, que les permite
aprender a regular sus conductas mutuamente.
Dentro del sistema de interacción
infantil próximo (padres y hermanos) tiene especial significación
la experiencia y naturaleza del apego que produce la unión
emocional y especial entre el niño y quien lo cuida. Las experiencias
en estas relaciones iniciales, no ya sólo de apego sino con los
miembros de su entorno próximo (padres, hermanos, etc.), parecen
ser muy influyentes y tener efectos a largo plazo en el desarrollo afectivo,
social e incluso cognoscitivo del individuo (VASTA, R. y otros, 1996,
p. 521). Desde una aproximación etológica, el bebé
ha sido evolutivamente programado para motivar a su cuidador (habitualmente
la madre) a que le proporcione el cuidado adecuado, a la vez que fomenta
el desarrollo de un fuerte apego emocional entre ambos durante los primeros
meses de vida. Para conseguirlo, se vale de conductas emocionales como
el llanto, sin duda una llamada de atención, o fomentando otras
conductas de aviso, por medio de la sonrisa, vocalizaciones, o el mantenimiento
del contacto visual con ella. La experiencia que le proporciona la actuación
de la madre le ayuda a fomentar, con unas acciones u otras, la provisión
de cuidados, reduciendo las muestras de angustia o aumentando las placenteras,
como reacción a la atención de la madre. En este sentido,
el bebé emite al principio conductas en busca de cuidados prácticamente
hacia todo el mundo. Pero sólo cuando la madre reacciona a las
tentativas del bebé de forma sensible y consecuente, éste
gradualmente se centra en ella y la convierte en su cuidador principal,
desarrollando el apego seguro.
Los teóricos
del aprendizaje social dan una explicación menos biológica.
Entienden que las conductas de apego resultan de una combinación
de refuerzos positivos y negativos que proporcionan al bebé y cuidador,
recíprocamente, consecuencias a partir de la experiencia que proporciona
el contacto con el otro (Maccoby, 1992). Desde los modelos cognitivos
se entiende que, como resultado de la experiencia emocional, los bebés
desarrollan expectativas respecto a la conducta que cabe esperar de su
madre. Si ésta responde rápida y eficazmente a las señales
de ayuda o búsqueda de afecto, el bebé puede esperar que
la madre esté a su disposición cuando la necesite y será
menos probable que llore cuando se le deje solo, de igual forma que la
madre puede desarrollar, a través de su experiencia como cuidadora,
un modelo interno de actuación que le conduzca a actuar de forma
más afectiva con el bebé (Main, Kaplan y Cassidy, 1985).
En la tradición Vigostkiana, en un proceso de participación
guiada (bebé-cuidador), es el adulto quien dirige, al principio,
la experiencia, transfiriendo gradualmente el control y la responsabilidad
al propio niño.
Con todo, parece evidente que
las reacciones emocionales no surgen simplemente como resultado de un
programa biológico, sino que su desarrollo está inducido
también por la experiencia que obtiene de su entorno social. Poco
a poco, aprenden a identificar y caracterizar sus emociones por medio
de las experiencias diarias. Asimismo, para muchos teóricos, la
experiencia emocional es fundamental para establecer la relación
de "apego" que empieza a generarse en los niños muy poco
tiempo después del nacimiento, y que puede observarse claramente
desde los 6 a 8 meses de edad. El sentimiento de "apego" (apego seguro)
hacia la madre tiene diversos efectos positivos en el desarrollo del
bebé, tales como unos mayores índices de competencia cognitiva
y social. En el desarrollo del apego, según BOWLBY (1985), pueden
distinguirse tres fases. Al principio, los bebés no centran su
atención exclusivamente en sus madres, responden positivamente
ante cualquiera que les preste atención. Esta conducta se da desde
el nacimiento a los dos meses, fase que podemos entender como de "sensibilidad
social indiscriminada". Sin embargo, los bebés ya reconocen
claramente a quien les cuida (prefieren mirar a su madre o su fotografía
que a un desconocido) y parece como si prepararan el contexto o escenario
para una posterior relación de apego con su cuidador.
De seis a doce meses. A
medida que el bebé crece (de dos a seis o siete meses) entramos
en la segunda fase de apego": sensibilidad diferenciada".
En esta fase se va interesando más por quien le cuida y aunque
también acepta a los desconocidos, los sitúa en un segundo
plano. A partir de los seis meses, el apego puede empezar a observarse
claramente por primera vez. A lo largo de esta fase, el bebé y
su cuidador desarrollan pautas de interacción que les permiten
comunicarse y establecer una relación muy especial. Para el niño,
la madre o la persona que lo cuida representa seguridad y confianza. Busca
a su madre cuando esta inquieto e inseguro, cuando necesita información
y, a su vez, la madre utiliza este sistema de comunicación para
ejercer sobre él un cierto control. A partir de los seis meses,
las emociones se van diferenciando cada vez más. Expresiones faciales
de enfado y dolor, que antes se confundían, se distinguen ahora
mucho más fácilmente. También desarrollan la capacidad
de comprender el papel "agente" de los demás en la causación
del dolor. Por ejemplo, la reacción de enfado ante el dolor que
les produce un pinchazo, se dirige, ahora, no al pinchazo, sino a quien
le pincha.
El vínculo del apego
se hace más evidente en el tercer trimestre del primer año
y seguirá siendo muy fuerte hasta los dos años. A esta edad
empieza a surgir el miedo como emoción dominante y los bebés
empiezan a reconocer lo que es extraño o desconocido, reaccionando,
generalmente, de forma negativa. La precaución ante los desconocidos
es algo frecuente que les lleva, ahora, a llorar y refugiarse en su madre.
Aunque el temperamento del bebé
también es básico en la calidad del apego que se forma,
insistimos en la importancia de la acción afectuosa de la madre
y en su sensibilidad y capacidad de reacción como factores determinantes
para la formación del buen apego, pues de esta interacción
extraen los niños su experiencia. Losteóricos creen
que la principal influencia en la calidad del apego es la sensibilidad
y capacidad de reacción maternal hacia el bebé. Los bebés
que presentan una mayor calidad de apego (apego seguro), según
los investigadores, son los de madres más atentas a las necesidades,
más sensibles y afectuosas en la forma de manejar la situación.
Cuando la atención y el afecto disminuyen, estos presentan un apego
menos óptimo, se muestran inquietos, resistentes o recelosos con
quien les cuida y dan, generalmente, muestras de poca angustia durante
la separación (AINSWORTH, 1983). También parece claro que
la calidad de la relación bebé- madre o cuidador proviene,
al menos en parte, de la calidad del cuidado que recibió en su
momento la madre o cuidador, de los recuerdos y experiencia emocional
de su infancia.
3.2. El aprendizaje emocional
En el bebé las emociones
son simples, incontroladas, intensas y volubles; se definen y concretan
fácilmente. Carece de experiencia acerca de su control, de las
emociones asociales y de la ambivalencia emocional con la que se encuentra
en ocasiones el adulto, carece también de las pautas culturales
de inhibición o exteriorización emocional. La educación
y experiencia, poco a poco le van proporcionando pautas no sólo
para distinguir y comprender sus emociones, sino también para aprender
a controlar las mismas.
La educación afectiva es
el resultado de complejos procesos de aprendizaje. Este aprendizaje como
todo proceso de adquisición del conocimiento tiende a formar estructuras
más sólidas y a completar y ensamblar los datos en sistemas
significativos.
Siguiendo a Hurlock (1978), hay
cinco formas de aprendizaje que parecen influir más directamente
en el desarrollo emotivo infantil: aprendizaje por ensayo y error
(más influyente y frecuente en los primeros momentos, aunque no
se abandona nunca; aprendizaje por imitación (se imita tanto
la acción como la respuesta); aprendizaje por identificación
similar a la imitación, pero más fuerte e influyente afectivamente;
aprendizaje por asociación, es muy frecuente en los niños
pequeños; en él, situaciones, personas, etc., que en principio
no provocaban ninguna reacción emocional, lo hacen más adelante
como resultado de alguna asociación; finalmente en el aprendizaje
por adiestramiento, se les enseña (por la educación
formal e informal, etc.) el modo de respuesta culturalmente adecuado ante
una emoción dada.
Los niños realizan un gran
número de aprendizajes imitando. Los miedos o situaciones ante
animales, objetos o situaciones son rápidamente asimilados por
los niños. También miedos más sutiles se transmiten
a los niños incluso inconscientemente. Inquietudes y preocupaciones
ante determinadas situaciones son percibidas y asimiladas por los niños
que captan, con exactitud, cuando la madre o el padre se muestran inquietos
o preocupados ante algo. Lo mismo cabe decir de la agresividad, la inseguridad
ante la vida, la tristeza y depresión. Por el contrario, los hijos
de padres optimistas tienen mayores posibilidades de desarrollar, a su
vez, un mundo emocional marcado por la confianza. Los adultos optimistas
transmiten la creencia de que los éxitos pueden conseguirse con
esfuerzo y que los fracasos son un reto, una oportunidad de mejorar.
Por otra parte, cualquier aprendizaje
alude a la adquisición de cambios comportamentales relativamente
estables. Supone la compresión de la situación, es decir,
la formación de la estructura mental que corresponde a la realidad
exterior. En este proceso de aprendizaje tiene enorme importancia la atención
e interés del individuo por aprender. Se aprende aquello a lo que
se presta atención, esfuerzo o interés. Implica la participación
del sujeto en el aprendizaje. Caben dos niveles de implicación
(FRANCO, 1988, P. 132): un primer nivel de implicación en
la tarea se lleva a cabo cuando el individuo desempeña un papel
activo en la situación de aprendizaje, aprende más rápidamente
y el aprendizaje tiende a ser más estable que si permanece pasivo,
un segundo nivel de participación más profunda es
el de implicación del mismo yo, en el que entran en juego
los intereses más profundos del niño que llevan a desarrollar
el "sentido" de sí mismo, en este aprendizaje se manifiesta, a
la vez que se conforma, la propia personalidad.
Hay que atender a ambas formas
de implicación en el aprendizaje, ayudar a los niños a razonar
y comprender activamente situaciones emocionales y sentimientos de los
demás, así como su capacidad de entender los propios sentimientos
y emociones, la implicación del "yo" en los mismos, su canalización
y control, ser gestores de su propio aprendizaje. Ya que el aprendizaje
depende del grado de implicación personal, la idea sería
hacer al que aprende cómplice del que enseña en el aprendizaje
emocional. Es necesario, en cualquier caso, dar el tiempo que requiere
el ritmo personal de aprendizaje, para que los niños puedan terminar
cada proceso y percibir el rendimiento.
La autopercepción del rendimiento
es una experiencia personal de satisfacción e incluso euforia que
produce la intensa dedicación a la tarea y hace olvidar el espacio
y el tiempo. Esta experiencia acuñada con el nombre de flow
(MARTIN y BOECK, 1997) actúa sobre la psique con una prolongada
y sostenida descarga de adrenalina que el cerebro permite poner en marcha.
Esta gratificante experiencia requiere conocimiento, absoluta identificación
y capacidad de hacer frente al desafío. Gracias a esta experiencia
el individuo se siente animado a alcanzar rendimientos mayores. La propia
tarea de aprendizaje y esfuerzo concentrado da alas y motivos para seguir
el camino, no es un premio o recompensa final.
Mediante la participación
en sucesos interactivos, los niños aprenden los conceptos y contenidos
emocionales. El aprendizaje afectivo tiene lugar en relación con
su familia y otras personas significativas, las cuales le introducen en
el mundo afectivo y en los procedimientos interpretativos que conecta
los contenidos del mundo afectivo abstracto con las pautas específicas
desarrolladas en la interacción. A través de la interacción,
los niños/as aprenden a desarrollar y mejorar los vínculos
afectivos sobre la base de sus necesidades personales y las exigencias
sociales del contexto. La comprensión infantil de la emoción
varía dependiendo de las circunstancias emocionales sociales, educativas,
etc., que rodean individualmente al niño.
3.3. El control y consolidación
de sentimientos y emociones
La capacidad emocional innata
hay que enterderla no como una potencia o fuerza bruta a regular, equilibrar
y controlar, sino como un potencial a desarrollar. La competencia y solidez
emocional es la que resuelve en que sentido se desarrollaran las capacidades
innatas.
Los niños realizan un gran
número de experiencias de aprendizaje imitando; esto es válido
para el control y manejo de las emociones. Los adultos y otros niños,
por medio de su comportamiento emocional, les muestran el camino a seguir.
En este sentido, los niños aprenden que la participación
de forma activa, en cada situación, por decisión propia,
actúa de forma beneficiosa en el control de la propia emoción.
Copiando el comportamiento de sus mayores cuando les tranquilizan, aprenden
cómo pueden tranquilizarse a sí mismos cuando les invade
la emoción. También, de manera indirecta, los padres muestran
las posibilidades de autocontrol emocional que tienen los niños
cuando están alterados, a medida que sienten que sus emociones
se perciben, se admiten, canalizan o suavizan.
Para llevar a cabo un buen manejo
en control y canalización de las emociones, el primer paso es considerarlas,
tener palabras para nombrar y expresar aquello que pasa en el terreno
emocional. Ayudarle a verbalizar las emociones e incluso comunicar- cuando
sea posible- las propias emociones es el primer paso, no sólo para
evitar las lagunas en el ámbito emocional, sino también
para su manejo y control. Reconocer y aceptar las mismas son los pasos
siguientes. El control de las emociones supone la superación
de las mismas, aprendiendo a vivir con ellas.
Para conseguir un buen manejo
emocional hay que llegar a experimentar que se es capaz de dominar las
situaciones emocionales. El camino no es reprimir, sino enseñarles
y animarle a que vayan enfrentándose a ellas, creando algunas que
previsiblemente el niño pueda superar.
Las tres posibilidades fundamentales
de llevar a cabo el control de las emociones cuando nos asaltan son dominarlas,
reprimirlas y modificarlas o canalizarlas. La educación
emocional en nuestra cultura occidental se ha centrado, básicamente,
en reprimir sentimientos y emociones. Hemos aprendido a ocultar y no exteriorizar,
a no dejarnos avasallar por las emociones. Sin embargo, la represión
a largo plazo no es la solución. Deteriora las capacidades vivenciales
y perceptivas, lleva a la insensibilidad y al desajuste emocional. A pesar
de ello, la represión puede ser también un mecanismo de
defensa al que se recurre para salvaguardar el propio yo. Dominarlas
es una estrategia más saludable que permite reaccionar de forma
práctica sin dejarnos avasallar por ellas. Cuanto antes pueda amortiguarse
de forma racional la oleada emocional, mejor podrá llevarse a cabo
su dominio. Una de las estrategias para conseguirlo es relativizar, dar
una interpretación más positiva a la situación que
provoca la emoción. Otra forma de dominar las emociones que permite
de forma saludable el control emocional es la superación orientada
de las mismas (MARTIN y BOECK, 1977, p. 61). Consiste en superar las emociones
mediante la desensibilización. La alternativa ante la emoción
es aprender a vivir y superar el estado de excitación que conlleva.
Supone enfrentarse a las propias emociones, exponiéndose de forma
consciente y sistemática a los estímulos que las provocan
intentando tolerarlos y observarlos con frialdad. A medida que esto se
va consiguiendo, la emoción va cediendo. Paralelamente crece la
confianza en la propia capacidad para manejar la situación y poder
enfrentarse a ella de forma efectiva.
Otra forma de dominio consiste
en poner en marcha, de manera deliberada, un proceso que normalmente se
produce de forma no intencional. Hacia los cuatro años, los niños
ya tienen experiencia en que las emociones intensas (positivas o negativas)
se desvanecen con el paso del tiempo. Hay una reducción gradual
de la intensidad. A los 6 años son ya capaces de entender que la
emoción es menos intensa si se deja de pensar en el "hecho" que
la provocó. Paralelamente, entre los 4 y 10 años son capaces
de establecer la conexión causal entre ambos. Los más pequeños
se centran en cambios irrelevantes de la situación, mientras que
los mayores atienden más a los cambios mentales. El niño
puede intentar acelerar el proceso de reducción que ocurriría
normalmente, olvidando de forma deliberada el acontecimiento emocional
o dejando de pensar en él (HARRIS, 1989, p. 164).
La modificación o
canalización fructífera de las emociones implica, en definitiva,
no dejarse llevar por sus emociones, sino utilizar esa energía
para desarrollar nuevas competencias, que permitan fortalecer la confianza
en sí mismos y asumir nuevos riesgos, convirtiendo las emociones
en algo personalmente productivo.
4. Aprender para la vida: pautas
de educación en la familia y la escuela.
Las condiciones socioeconómicas
actuales (descenso de la natalidad, la participación laboral de
la mujer, la competitividad, los medios de comunicación, etc.)
marcan, desde el comienzo, la vida de nuestra infancia (PÉREZ ALONSO-GETA,
1996, pp. 19-28). Como consecuencia, en mayor o menor grado, muchos niños
presentan carencias sociales y emocionales.
La pregunta clave es ¿cómo
pueden padres y profesores enseñar a los niños a ser competentes
emocionalmente?, única forma de que niños y niñas
aprendan para la vida. Padres y profesores son en los primeros años
los referentes básicos a quienes se imita con la intensidad de
quien necesita aprender mucho y pronto. Imitando se amplía el repertorio
de comportamientos emocionales en una o en otra dirección, dependiendo
de lo que experimenta y vive. A través de todo ello, el niño/a
crece y se forma una imagen del mundo de los demás y de sí
mismo. En la familia y el aula aprende a conocerse a sí mismo,
a explorar, experimentar e intervenir en su medio de forma cada vez más
autónoma y eficaz. En el contexto familiar los padres son el eje
fundamental. Son personas en las que se confía, con las que se
necesita vincularse afectivamente y cuya actuación se configura
como modelo. Por medio de ellos los niños aprenden contenidos,
valores, comportamientos y actitudes, los sistemas de representación,
las normas que regulan las conductas y los valores del grupo de referencia.
El niño y su desarrollo
emocional dependen, en parte, de la primera infancia y será mejor
si los contenidos de educación y crianza están en consonancia
con el desarrollo evolutivo. Por eso, es necesario que los adultos conozcan
cómo actuar y poner en marcha esta información.
Por otra parte, y puesto que en
muchas ocasiones no es posible controlar todas las variables, ya sea por
desconocimiento, aparición de nuevas circunstancias o riesgos,
por hechos sociales determinados, etc., es necesario también saber
qué hacer cuando aparecen disfunciones, el modo de eliminarlas
para que perturben lo menos posible, buscando siempre optimizar el desarrollo
del niño/a.
Los niños no son todos
iguales, tienen necesidades diferentes dentro de una estructura común,
es por eso que no puede existir una receta única y perfecta para
la crianza y educación de la infancia, sino un amplio abanico de
posibilidades. No obstante, existen pautas de crianza y educación
que facilitan el desarrollo armónico integral y otras que lo afectan
negativamente a corto y, tal vez, a largo plazo, incluso durante toda
la vida.
No se trata de normas abstractas
que, individual o colectivamente, se quieran imponer, sino de exigencias
optimizadoras de la condición del niño, de su salud afectiva,
de su ajuste personal y social, contando con la cultura y el ambiente.
Por ello, es necesario elaborar unas pautas de educación que puedan
servir, desde el conocimiento actual, para orientar a los padres y a cuantos
cuidan y se acercan al niño en la primera infancia. En la familia
y la escuela, como en cualquier grupo humano, se aglutinan experiencias,
sentimientos, ilusiones, aprendizajes y también frustraciones.
Aunque en mayor o menor medida todos los padres y educadores hacen un
seguimiento de los niños/as y ajustan sus modos de acción
a los progresos y obstáculos que observan, deben ser sensibles
a las necesidades básicas que se les plantean y contar con un repertorio
adecuado de pautas de acción que promuevan, como decíamos,
el aprendizaje y el desarrollo emocional.
No hay que olvidar, no obstante,
que tratamos una etapa compleja y que, desde el nacimiento hasta los 6
años, los cambios evolutivos que se producen en niños/as
son de una gran magnitud y la acción educativa en el ámbito
del desarrollo afectivo presenta una gran diversidad.
Como principios básicos
hay que tener presente:
- que el niño/a necesita,
desde que nace, recibir ayuda y asistencia para que su desarrollo afectivo
sea bueno. La construcción humana valiosa no es posible sin la
educación;
- que la satisfacción de
sus necesidades en este ámbito corresponde prioritariamente a los
padres, si bien pueden ser apoyados por otros miembros de la familia,
educadores, etc.;
- que es necesario crear un clima
cálido, gratificante y apropiado y generar actitudes positivas
basadas en el respeto hacia el niño y hacia sus intereses y necesidades.
Un ambiente afectivo de seguridad y, en fin, las mejores condiciones de
desarrollo;
- que el niño, en la familia,
necesita también autoridad, firmeza, límites y normas claras,
que se cumplan, aunque el ejercicio de la libertad no pueda quedar restringido
exclusivamente a los padres. Si en la familia se da entera libertad a
los niños, ya no se educa; de igual forma que quien desde el autoritarismo
los tiene completamente sometidos, tampoco educa.
4.1 Necesidades básicas
y objetivos que deben lograrse
No hay nada más humano
que los sentimientos y las emociones. El niño/a, como ser humano,
necesita por naturaleza relacionarse afectivamente con los demás;
de ello depende, incluso, su desarrollo físico.
Como necesidades básicas
tenemos:
- la necesidad de encontrar un
adulto (madre, padre, cuidador, etc.) receptivo y atento a las emociones
que el bebé transmite;
- la de sentir la presencia de
las personas que lo quieren y cuidan, para saber que no está solo.
Recibir afecto y ternura y saber descifrar el mensaje afectivo en contacto
con el entorno que le rodea;
- la de aprender a expresar y
canalizar fructíferamente sentimientos y emociones.
El objetivo sería dar respuesta
a las necesidades que con respecto a la conducta emocional presenta el
niño/a de 0 a 6 años. Es decir, cubrir sus necesidades de
desarrollo en este ámbito, impulsando su comunicación afectiva
y de relación con el entorno. Y como resultado final, lograr personas
emocionalmente competentes.
4.2 Pautas para la educación
emocional
El niño necesita desarrollar
su potencial emocional: su sonrisa, su llanto, sus gritos y miradas y
su agresividad son expresiones de su estado de ánimo. Es necesario
responder a sus mensajes, comunicándole afecto y alegría,
y permaneciendo receptivo a cuanto desea transmitirnos. El bebé
necesita estar en compañía y que no se le prive de expresar
su afectividad. Pero también que se le enseñe a ser emocionalmente
competente, a aprender a vivir de forma emocionalmente adecuada.
Las pautas de educación
emocional resuelven en términos generales: potenciar y sentar las
bases de mejora de la inteligencia emocional; Inhibir y controlar las
respuestas no deseadas y prevenir las conductas emocionalmente incompetentes,
y saber qué hacer cuando aparecen disfunciones, el modo de eliminarlas
para que perturben lo menos posible, buscando siempre optimizar el desarrollo
emocional del niño/niña.
El desarrollo emocional, como
cualquier otro aspecto del desarrollo del niño, está muy
influido por el contexto en que tiene lugar. Durante los primeros años
el contexto más importante es la familia. La familia junto
con la escuela forman el entorno que influye más directamente en
el niño. Los niños absorben y almacenan lo que observan,
atan cabos, imitan, clasifican lo que han observado y, frecuentemente,
ponen en marcha las pautas de acción, que deliberadamente o de
forma difusa se les han dado. Familia y escuela deben cumplir con la función
esencial de la alfabetización emocional como una parte fundamental
de las lecciones esenciales para la vida. Así, familia y escuela
deben convertirse en lugares interesados en el aprendizaje emocional,
de forma que la educación emocional no permanezca limitada al ámbito
familiar o escolar, sino que se practique, se intensifique y se generalice
a todos los dominios de su vida. La educación emocional ha de comenzar
en los primeros meses, adaptarse a la edad del niño, proseguir
durante la edad escolar y aunar conjuntamente los esfuerzos de la familia,
la escuela y la comunidad en general.
Brevemente, presentamos a continuación
algunas sugerencias básicas sobre formas de actuación.
Potenciar y sentar las bases
de mejora de la inteligencia emocional
El cerebro del bebé está
trabajando siempre y capta, desde que nace, muchas sensaciones que son
nuevas para él. Todo lo que recibe de quien le cuida y del entorno
influye en su conocimiento afectivo y también en su carácter.
Por eso hay que rodearlo de estados anímicos positivos, cálidos,
alegres y felices, demostrarle mucho afecto con besos, caricias y cuantos
signos estrechen los lazos de unión con él; hablarle con
susurros y palabras afectivas y cantarle melodías con letras sugerentes.
Es importante también manifestarle el placer y entusiasmo que se
siente al estar con él y al proporcionarle calor y bienestar.
Conviene recordar que el niño
desde que nace, a través del llanto, se expresa afectivamente,
sonríe unas semanas después, pero no se ríe hasta
los cuatro meses. Hay que estar atento para captar los distintos mensajes,
así como facilitar la aparición de la sonrisa con mimos,
caricias y piropos, y de la risa a carcajadas, a base de cosquillas, balbuceos,
etc. A todos los bebés les encanta gritar y reír. También
es importante fijarse en la reacción que tiene el niño en
distintas situaciones y respetar sus diferentes estados anímicos.
Las expresiones faciales en esta etapa lo dicen todo. Por medio de gestos
espontáneos manifiestan su alegría, tristeza, enfado. Hay
que tener presente que lo natural es que el niño/a esté
alegre. La alegría y la risa cumplen una función terapéutica
importante, previenen enfermedades y alivian el estrés y la ansiedad.
Como pautas educativas básicas, hay que crear un clima alegre y
un ambiente propicio para conseguir reír con él. Hay que
cuidar las formas o modos de dirigirnos al pequeño, el estado de
ánimo y el tono de voz empleado y hablarle de sus estados anímicos.
Por otra parte, el desarrollo
del sistema afectivo se lleva a cabo desde la primera interacción
madre-hijo. Éstas son importantes para instituir el marco necesario
en el que desarrollar la relación de "apego". Como pautas
de acción en torno al apego, debe mostrarse sensibilidad y atención
a las necesidades del bebé. Confortarlo para que no esté
angustiado ni tenga miedo, con una actitud alegre, cariñosa y tierna.
Darle de comer a un ritmo adaptado, estando atentos para percibir cuándo
está satisfecho o cuándo está dispuesto a tomar más.
A los dieciocho meses aproximadamente
entra en un periodo evolutivo caracterizado por la oposición y
negativa (edad del "no") a cuanto se le propone. Se trata de una característica
más de su maduración psico-física. Como pauta general,
hay que procurar controlar los nervios, no amenazar, ni intentar chantajear,
sino mantenerse firmes, porque además, en ocasiones, ni las amenazas,
ni los elogios tienen eficacia. No se niega para enfadarnos, ni por fastidiar.
Hay que comprender la situación y no enfrentarse como si de una
batalla se tratara, ni tratar de ganar siempre en los enfrentamientos
que podamos tener con él. A esta edad pueden manifestar sus primeros
signos de orgullo, celos, afectividad. Es también normal que reaccione
con cierta agresividad cuando otro niño le coge algo o el adulto
lo contradice o no le da la razón. Hay que ser paciente, no asustarse
y entender que se trata de las primeras manifestaciones de sentimientos
que todavía no controla, y que necesita ante todo de una familia
y entorno que le proporcionen comprensión y afecto para que pueda
ir dominándolos y crecer con confianza y seguridad.
También se ha estudiado
la comprensión causal de las emociones y se ha comprobado que los
niños de tres y cuatro años ya son capaces de establecer
conexiones y predecir el tipo de emoción que provoca una determinada
situación (recibir un regalo que deseaba) o qué tipo de
situación (romper una muñeca) puede provocar una emoción.
Sin embargo, comprender las causas (por ejemplo, estar triste porque el
regalo de cumpleaños no es el que deseaba) es más complejo
que establecer las conexiones entre situaciones externas y reacciones
emocionales.
Hacia los cuatro años también
parece que empiezan a desarrollar el conocimiento de emociones más
complejas (que las de tristeza, enfado, etc.), tales como la vergüenza,
el orgullo, etc. Se produce entonces un importante cambio y se hacen más
sensibles en la comprensión de las causas mentales de éstas
y no sólo de las causas externas. Emociones complejas como las
citadas no son reacciones directas ante un suceso, sino reacciones que
se experimentan en respuesta a lo que creemos que los demás piensan
sobre nosotros como consecuencia de nuestras acciones. Éstas, necesitan
para su desarrollo, además de un nivel cognitivo adecuado, el aprendizaje
de la norma que regula los comportamientos en sociedad.
En referencia a la capacidad
de entender y comprender los sentimientos de los demás, otro
de los pilares de la inteligencia emocional, conviene recordar
que desde los primeros días de vida son capaces de distinguir y
revelar (a través de expresiones faciales) las emociones que experimentan,
y las madres son capaces de diferenciar matices emocionales tan variados
como la felicidad, el interés, la tristeza, el miedo o el dolor.
Como pautas básicas, se propone ir aprovechando los momentos en
que está tranquilo para asegurar el reconocimiento entre él
y el adulto, en un ambiente apacible de afecto y mimo. Hay que olvidar
las prisas y los miedos y tener siempre presente la ternura y el afecto.
Su sensibilidad ante las expresiones emocionales de la cara crece lentamente
durante los primeros años de vida. Ya a los tres meses de edad
miran a las caras más tiempo que a otros estímulos a la
vez que aumenta la intensidad de su sonrisa. Los bebés cuyas madres
llaman su atención y les sonríen cuando les miran son los
que muestran mayores preferencias por las caras sonrientes
El niño/a es capaz de mantener
al principio un buen contacto con su entorno y las personas extrañas,
si se le ayuda y no se le provoca miedo. Está descubriendo su mundo
y reconoce perfectamente quiénes son extraños y quiénes
están próximos a él, sobre todo a sus padres. En
este periodo está aprendiendo a distinguir los rostros habituales,
pero no se extraña ante los desconocidos. Es bueno darle gusto
y permitir que las personas se le acerquen y le cojan en brazos sin brusquedades
y con cuidado, dejar que otros adultos o niños le manifiesten también
su alegría. Conviene ampliar en lo posible la presencia de personas
desconocidas que se relacionan con él.
De dos a tres años.
El avance más importante que se produce en el ámbito
afectivo es que los niños toman un papel más activo con
relación a las emociones de los demás. No sólo reaccionan,
sino que ahora son capaces también de actuar sobre los estados
emocionales de los demás, pueden influir sobre ellos. Esta nueva
capacidad de influir puede adoptar dos formas: como consuelo de emociones
negativas de los demás, "reconfortando", o como forma de
provocar en estos emociones negativas, "haciendo rabiar". Pueden
intentar consolar a algún niño que se ha caído o
está afligido por algún motivo, aunque sus acciones no están
todavía muy elaboradas, incluso pueden no ser muy eficaces. Se
pueden limitar a dar un objeto o comida cuando aquel se echa a llorar.
Sus conductas, en este sentido, son en principio rudimentarias y primitivas,
pero suponen, un avance sobre la situación anterior en que los
bebés se limitaban simplemente a captar las emociones de los demás.
La segunda manifestación de su nueva capacidad de influencia en
los otros adopta la forma de provocación (arrebatando un juguete
a otro niño y no dejando que lo recupere) o incluso exacerbando
la angustia de otro niño cuando éste ya está llorando.
Tales formas de actuar parecen constituir también un modo habitual
de actuación de los niños en la interacción con los
adultos. Aunque adoptan formas más benignas que con sus iguales,
son como una forma de provocación amistosa, que parece funcionar
como un juego (pueden, por ejemplo, ofrecer algo a sus padres y, con una
mueca de risa, retirarlo cuando éstos lo van a coger). Tanto sus
conductas de "consolar" como las de "hacer rabiar" se van haciendo más
frecuentes a medida que se acercan a su tercer año de vida, al
tiempo que van adquiriendo un mayor grado de control sobre su capacidad
de influir en las emociones de los demás.
Por otra parte, las tendencias
altruistas de los niños pequeños parecen estar muy influidas
por el ambiente en que se desarrollan. Se ha comprobado que aquéllos
que sufren maltrato físico presentan una proporción menor
de conductas de consuelo, reconfortan menos al que sufre e incluso pueden
llegar a mostrarse más agresivos con éste. Para Harris (1992),
parece que los padres que maltratan a sus hijos les transmiten un estilo
paternal de maltrato que empieza a manifestarse muy pronto. Los niños
de dos años, de forma natural, imitan lo que realizan los adultos
y niños más mayores. De ahí que el adulto pueda propiciar
en su interacción con el niño las acciones que quiere que
aprenda. Como pauta básica de educación, deben promoverse,
con espíritu alegre, acciones altruistas a su nivel para que tengan
significado propio para el niño y pueda imitarlas. Se ha constatado
que, a partir de los cuatro años, son capaces de comprender que
las emociones de una persona dependen de sus deseos y son capaces de tener
en cuenta los de los demás a la hora de predecir las emociones
que éstos van a sentir.
Lo importante es subrayar que,
incluso en edades tempranas, los niños disponen de un auténtico
arsenal de tácticas para ser utilizadas. El despliegue de empatía
o compasión hacia alguien que llora, como decíamos, no siempre
ocurre; contrariamente puede también servir como estímulo
y oportunidad para vengarse y hostigar más aún al que llora.
Ello confirma la presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad
de conocer los sentimientos de los demás y hacer algo para transformarlos.
Capacidad que constituye el fundamento mismo de las relaciones personales.
Padres y profesores han de actuar para fomentar el altruismo y la compasión
e inhibir las prácticas insolidarias y agresivas.
Con relación a laautoestima, otra de las claves del desarrollo emocional,
conviene recordar que los niños no son capaces de autoevaluarse
hasta los tres años; consecuentemente, en los primeros años
es fundamental que las evaluaciones de sí- mismos que reciben a
través del espejo de los demás (sobre todo de los padres
y profesores) sirvan para generar un sentimiento positivo, para desarrollar
desde el principio, aún de forma incipiente, un autoconcepto positivo
de sí-mismo.
Para el bebé sus padres
son el mundo. De su sonrisa aprende que es estimable. De su caricia, que
está seguro. De la respuesta a su llanto, que es efectivo e importante.
Éstas son las primeras lecciones sobre su valía y los primeros
fundamentos de su autoestima. Contrariamente, los niños que no
son atendidos, acariciados, sienten la desesperanza, aprenden que no son
importantes. Son el preludio de una baja autoestima. Los padres son el
"espejo" que muestra al bebé quién es.
A partir de los tres años
puede surgir, aunque de manera incipiente, la autoevaluación. Es
fundamental favorecer que ésta sea positiva. En cualquier caso,
hay que evitar las evaluaciones y calificativos peyorativos (torpe, burro,
malo, etc.), que acaban etiquetando al niño/a y conformando su
autoconcepto, ya que inconscientemente él intentará responder
a esa imagen.
Inhibir y controlar las respuestas
no deseadas
A partir de los dieciocho meses
el niño puede sufrir excesos de genio en forma de rabietas y pataletas,
sin motivo aparente. Todavía no posee control sobre su afectividad.
Sus sentimientos y emociones son muy fuertes y necesitan ver siempre satisfechas
sus necesidades de un modo inmediato. Además, no domina todavía
el lenguaje, pero necesita expresar sus deseos, y, ante la falta de entendimiento
con el adulto, puede aparecer esta forma de expresión emocional.
Como pauta de acción educativa, hay que tener paciencia, ser sensibles
pero firmes y no ceder, hacer ver al niño que se controla la situación
y no que actuamos a la demanda de sus caprichos. De manera natural esta
conducta tenderá a desaparecer cuando crezca y comprenda que no
se cede a sus llantos y rabietas. Debe aprender a expresar y canalizar
sus sentimientos y emociones de forma calmada. Como pautas de intervención,
hay que proporcionar un ambiente de libertad y espontaneidad que le permita
expresarlos con seguridad. Establecer diálogos con él para
que pueda manifestarse, observar láminas y dibujos de niños
y adultos que estén llorando o sonriendo y hablar de ello con él,
etc. Permitirle que grite, corra y salte cuando esté alegre. Es
muy importante también protegerle cuando exprese miedo. Jugar a
imitar gestos de alegría, miedo y llanto que realice el adulto
u otro niño/a. Simular también situaciones de enfado y mostrar
cómo se controlan de forma positiva estos enfados y disgustos.
En el período de
tres a seis años. Para que el niño pueda llegar a
controlar y comprender plenamente sus emociones y las de los demás
es necesario que desarrolle una serie de capacidades cognitivas, que le
van a permitir un comportamiento afectivo más adecuado. En este
camino, uno de los avances más importantes que debe realizar es
la comprensión de que una cosa es la manifestación
externa de las emociones y otra la experiencia interna que se tiene de
la emoción. Se ha comprobado que los niños entre tres y
cuatro años, aproximadamente, son capaces de controlar la expresión
de sus emociones y, hasta cierto punto, enmascarar lo que realmente sienten
y disimular. Asimismo, son capaces de calmarse a sí mismos con
algún juguete u otra distracción si se les enseña
cómo hacerlo.
El niño con escaso autocontrol
emocional reacciona a menudo ante sucesos en apariencia poco importantes
con una gran descarga emotiva, de modo que los padres no acaban de comprender
bien lo que ocurre. Llantos o enfados incontrolados son muchas veces el
resultado de una "escasa sensación de dominio" de la situación,
que el niño no logra expresar y comunicar, y no tanto una consecuencia
del suceso que a nuestros ojos parece la causa de la frustración.
De esto no pueden desprenderse sin la ayuda de alguien que les haga de
nuevo sentirse bien.
Como pauta educativa general,
hay que enseñar al niño a expresar y a ser responsable de
sus propios sentimientos y emociones, y por supuesto a saber controlarlos.
El niño que empieza a ejercitar el autocontrol tiene una enorme
ventaja a la hora de afrontar situaciones que puedan provocarle miedo,
ira, antipatía o frustración. Los pasos a seguir son: hacerle
consciente de sus sentimientos, enseñarle a expresarlos, a tomar
decisiones acerca de éstos y poder, por último, dominarlos
hasta conseguir sentirse bien sin ayuda de nadie. Hay que ayudarles a
validar su derecho a tener y sentir emociones (por ejemplo: "pareces enfadado,
cuéntame cómo te sientes, sin gritar, ni ponerte furioso").
De esta forma se tiene en cuenta el sentimiento y se le da una salida
válida. Hay que atender a los niños cuando expresan sus
sentimientos o cuando dan muestras evidentes de que están molestos,
pero no son capaces de verbalizarlos. No les reprenda o humille nunca
por expresarlos. Modele la manera que tienen los niños de revelar
éstos sentimientos, utilizando frases afirmativas que expresen
emociones. Pregunte a los niños sobre sus opiniones. Es conveniente
leer cuentos y comentar el sentir de los protagonistas.
Prevenir las conductas emocionalmente
problemáticas o incorrectas
Los problemas que pueden surgir
en el campo afectivo son de muy diversa índole; lo único
en común es la necesidad de resolverlos. El primer paso es definir
bien el problema. De nada sirve etiquetar al niño de difícil,
llorón o irritante; no se puede cambiar algo tan poco definido,
sino solamente una conducta o actitud. Lo más importante es especificar
y determinar bien el problema afectivo, aislándolo en situaciones
concretas.
El lloriqueo, hacer pucheros,
es una conducta que el niño/a utiliza normalmente hacia los tres
años. Casi no tiene importancia la causa, ni las palabras que utiliza,
lo que resulta irritante es la mezcla del tono de voz y los quejidos intermitentes
y continuados. Para evitar que el lloriqueo se convierta en un hábito
hay que afrontar el problema de inmediato para poder zanjar este comportamiento.
Las causas pueden ser variadas, desde inseguridad, celos, hasta causas
externas al niño, propiciadas por la falta de sensibilidad o atención
de los padres.
En la mayoría de los casos
se produce cuando el niño necesita varios intentos para llamar
la atención de sus padres, sobre todo si éstos están
ocupados. Hay que intentar responder con prontitud. Cuando nos habla de
manera apropiada y se esfuerza no hay que esperar a que lloriquee para
hacerle caso. Para que todo vaya mejor hay que asegurarse de asignarle
un tiempo de dedicación exclusiva, hablarle y ocuparse de él.
Pero sin que ese tiempo de atención lo consiga tras lloriquear.
Es muy importante también
mantenerle ocupado ofreciéndole opciones, juegos y actividades.
No se puede esperar que el niño sepa siempre ocupar su tiempo.
Cuando se aburre suele recurrir a los pucheros y lloriqueos como forma
de llamar la atención, porque no tiene o no sabe qué hacer.
Hay que enseñarle a pedir
bien las cosas, mostrándole la diferencia entre hablar normalmente
y lloriquear, y elogiar su comportamiento cuando sea correcto. Todavía
más importante es manifestarle nuestro disgusto cuando pide las
cosas lloriqueando para erradicar estos lloros y pucheros. Es bueno decirle
y hacerle saber que cuando abandone esa actitud se le prestará
atención. Es, así pues, de vital importancia no permitir
que los pucheros tengan éxito. Si aprende, por experiencia, que
sirven a sus propósitos, podría persistir en esta conducta
hasta los primeros años de colegio, exasperando e irritando a cuantos
se ocupan de él.
Ya hemos señalado que las
rabietas y pataletas son normales desde el año y medio hasta
los tres años, porque los niños todavía no saben
controlar sus emociones; sin embargo, hay también pataletas temperamentales
(dar un portazo), que, incluso, los adultos sufren por esa misma falta
de control. No siempre es posible prevenir una pataleta, pero es útil
conocer algunas causas que pueden contribuir a que ocurra para así
poder evitarla. Hay que evitar la fatiga o la sobreestimulación
del niño, detener las actividades antes de que esté demasiado
cansado o sobreexcitado como para poder controlar sus emociones. No hay
que enfrentarlo con tareas demasiado complicadas para él, cambiar
la situación antes de que aparezca la inquietud en él por
no poder hacer cuanto quería hacer, y surja la rabieta. Las rabietas
no siempre responden a una causa; muchas veces los niños utilizan
este comportamiento porque por casualidad se dieron cuenta que les daba
resultado. Hay que hacerles comprender que es una conducta inadecuada,
que no les libra de una obligación, ni cambia la actitud de sus
padres. Este es el modo más rápido y efectivo de librarse
de este comportamiento, puesto que lo que busca el niño, principalmente,
es llamar la atención. Lo mejor es hacer caso omiso, ya que
en ese estado emocional no se puede razonar con él, ni comprenderá
nuestro punto de vista. Es preferible no intentarlo; de esta manera aprenderá
que sus pataletas y rabietas no son eficaces y las utilizará con
menos frecuencia. Como decimos, lo mejor es apartarse y hacer otras cosas
mientras estas duran; si está en un lugar seguro, incluso se puede
abandonar la habitación. Hay que actuar contra las pataletas cuando
y donde ocurran, sin ceder nunca. Sobre todo, es importante no dejar que
el niño las utilice para cambiar un "no" por un "sí", ni
eludir responsabilidades. Mucho menos ha de conseguir que se le compre
algo. Hay que mantenerse firme e ignorarle. Esta decisión es la
única forma de que comprenda que se habla en serio y que así
no conseguirá sus propósitos. Cuando termine la pataleta
- por mucho que parezca nunca suele durar más de algunos minutos
- no hay que darse por enterado. Hay que recibirlo como si no hubiera
pasado nada, proporcionándole la ocasión de congraciarse
con los demás, pero sin mencionar el incidente."Anda,
vamos". En ningún caso, debe decírsele lo mal que se
ha portado. En tal caso entendería que su pataleta ha causado algún
efecto y podría conducir a nuevas repeticiones.
El miedo. Hay niños
que parecen enfrentarse a la vida sin miedo alguno, mientras que otros
deben ir superando diferentes miedos a lo largo de la infancia. Casi todos
los niños sienten miedo alguna vez a la oscuridad. Este suele aparecer
entre los 2 ó 3 años. Un niño miedoso puede convertirse
en un ser exigente, exasperante y sin confianza en si mismo. Por eso,
ha de ir aprendiendo a superarlo e ir ganando valor poco a poco.
Como pautas básicas, hay
que comprender la situación y ayudarle a superarla. No hay que
criticarle, ni catalogarle de cobarde o pequeño, tampoco debemos
gritarle, ni rechazarlo. Hay que identificar el miedo e ir preparándole
poco a poco para ser más valiente y asertivo. Hay que enseñarle,
como primer paso, a "valorar" su miedo (por ejemplo, que señale
con sus manos, más separadas o menos la "cantidad"). En segundo
lugar, confeccionar una lista de miedos, de menos a más aterradores,
para comprobar las causas de ansiedad más importantes; hay que
contrarrestar la ansiedad, tranquilizándole, dándole seguridad,
permaneciendo cerca de él, cogiéndolo de la mano (ante un
perro, con la luz apagada, etc.). Utilizar juegos para ir controlando
ese miedo, (enseñarle fotografías y dibujos del estímulo
causante del mismo). Corregir los conceptos erróneos que tenga,
darle instrumentos para su seguridad (una linterna). Permanecer con él,
enfrentándose juntos a las situaciones de miedo. Y a medida que
parece menos asustado, animarle elogiando sus esfuerzos.
Para terminar, cabe señalar
que el manejo constructivo de las situaciones problemáticas desde
el punto de vista emocional exige a padres y educadores una buena capacidad
emocional con cualidades básicas que les permitan:
- Respetar a los alumnos y evitar
ser hirientes incluso cuando se está enfadado o ante situaciones
difíciles.
- Ser capaces de manejar la propia
indignación.
- Tener un sentimiento de autoestima
estable y positivo para no convertir las actuaciones no deseables de los
niños en un ataque personal.
- Tener capacidad de ponerse en
el lugar de los niños, comprender sus motivos, sentimientos y emociones.
- Entender que el tono, actitud,
etc. que se emplea en el trato con los niños tiene también
consecuencias en el desarrollo emocional de éstos.
- Finalmente, saber que son un
referente significativo de primer orden y que su talante ante la vida,
pesimismo, miedo, seguridad, alegría, etc., influyen de manera
decisiva, en un sentido u otro, en el desarrollo emocional de los niños.
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