VI. EL PERFIL DEL EDUCADOR
La formación de docentes constituye una preocupación constante en el ámbito mundial por parte de muchos investigadores y autoridades relacionadas con esta formación. Sin embargo, a pesar de algunas ideas que han venido a arrojar un poco de luz al respecto, las evidentes dificultades existentes en este terreno arrojadas por estudios realizados, muestra que se mantienen concepciones limitadas en los actuales planes de formación, dados por varias causas como son: la heterogeneidad de enfoques y concepciones, la desvinculación de la teoría y la práctica, el inmovilismo y las prácticas tradicionalistas, entre otras, que dan como resultado, una baja calidad en la profesionalización de los docentes.
El caso particular de la formación de profesionales para la educación de la primera infancia está marcada también por las dificultades mencionadas, que se agudizan en este caso por el hecho de su limitación en cuanto al campo de acción, el perfil de los egresados, la corta duración de los estudios, el poco conocimiento de las particularidades psicofisiológicas y motrices de los niños de esta edad, el poco dominio de los métodos y procedimientos del trabajo con estos menores, entre otras muchas causas.
A esto se une la no concientización de las autoridades gubernamentales de la importancia de la edad de cero a seis-siete años para el desarrollo, el carácter no obligatorio de la educación de la primera infancia en muchos países, la no designación de presupuestos para esta enseñanza, incluso hasta la no comprensión de las autoridades educaciones de la necesidad de estimular el desarrollo en esta fase de la vida, que hace que en muchos lugares la misma se concrete en el mejor de los casos a los últimos años de la primera infancia, generalmente vistos exclusivamente como un período de preparación del niño para el aprendizaje escolar.
Todo ello ha redundado de manera no positiva en la formación de los profesionales para la atención y educación de los niños en estas edades, lo cual ha dificultado la creación de planes de formación verdaderamente científicos y que den respuesta a las necesidades actuales del desarrollo social y técnico, y las expectativas que el nuevo milenio plantea para la formación de las nuevas generaciones.
La formación de los profesionales de la educación de la primera infancia constituye una tarea de primer orden que expresa la concepción pedagógica que se tiene acerca del proceso de enseñanza aprendizaje y se concreta en la concepción de las condiciones específicas del proceso docente educativo.
En este sentido, en la Conferencia Mundial Educación “Educación para todos”, realizada en 1990, se recomendó la necesidad de formar maestros polivalentes para lograr una articulación entre la educación formal y la no formal, y se hizo hincapié además en la vinculación entre la formación inicial del educador y la educación permanente como una necesidad para su mejoramiento y su continua actualización. Tal como puede apreciarse en el plano internacional se le confirió una enorme importancia a la precisión de los diseños curriculares para estos educadores, de qué deben saber y saber hacer para la apropiada realización de su futuro actuar profesional.
Concebido así, el problema del perfil o modelo del profesional para la atención y educación de los niños en la primera infancia, se convierte en el centro, en el punto de partida y la clave de cualquier proceso de elaboración curricular. Sin embargo, en lo que respecta a lo que debe expresar el modelo, a su contenido, a su concepción en general, han existido diferentes criterios.
Algunos autores consideran que el modelo del profesional constituye una descripción que refleja las características fundamentales del sujeto de estudio, que constituye una generalización de las particularidades psicológicas del profesional de determinado perfil. Este modelo se enfoca como el modelo de las cualidades o características individuales de la personalidad.
Es natural que en una edad de tan especial significación para el desarrollo del ser humano, y en el que los niños son tan vulnerables y sensibles a los agentes externos que inciden sobre ellos, las particularidades de la personalidad de las personas que los forman y educan cobran una importancia fundamental. El niño de cero a seis años requiere de un adulto comprensivo y afectuoso, capaz de identificarse con él y de proporcionarle de la manera más paciente y cuidadosa todo aquello que ha de integrar su educación y la posibilidad de alcanzar el máximo desarrollo de sus potencialidades.
Esto ha conducido, en el mejor de los casos, a hacer condición indispensable para trabajar con niños de esta edad y, por lo tanto, formar parte del perfil del profesional, que el mismo posea las condiciones psicológicas de la personalidad que lo hagan idóneo para la educación de estos niños. Así, algunos de los instrumentos que se han creado para detectar en los estudiantes que aspiran a ingresar en la carrera de formación de educadores de la primera infancia, tratan de indagar primariamente en la presencia de estas particularidades psicológicas específicas, como requisito básico para aprobar su ingreso al estudio de esta profesión.
Pero, en el peor de los casos, esto se ha unilateralizado en ocasiones, y se ha considerado que es lo único importante, haciendo poco hincapié en la necesaria tecnificación y capacitación científica que requiere un profesional para la labor educativa en esta edad.
Es por ello que otros consideran que lo importante no son las condiciones psicológicas y conductuales del sujeto, sino que lo significativo son el contenido del plan de estudio y de los programas lo que constituye el modelo del profesional.
Para los que defienden esta posición, la formación de capacidades y habilidades, tanto de tipo académica como práctica, es lo fundamental a considerar en la formación del estudiante y en su futuro quehacer profesional, por lo que insisten en que el perfil del profesional defina con meticulosidad, las condiciones y particularidades de su campo de trabajo futuro.
Una posición y otra son totalmente desacertadas, porque abarcan solo parcialmente el resultado que se desea obtener, cayendo en un enfoque reduccionista y polarizador.
El perfil de un profesional de la educación, y particularmente para la primera infancia, ha de reflejar, de la manera más precisa posible, las exigencias fundamentales que la sociedad plantea al educador para que pueda dar cumplimiento a su actividad profesional, con la calidad que esto requiere, y con las expectativas que se derivan de su rol social, pero a su vez ha de establecer las condiciones personales que se requieren para poder ejercer dicha profesión.
J. Beillerot considera que el educador es aquel que posee un determinado saber, y que “en cualquier terreno es un ser excepcional por su cultura, su sabiduría, su habilidad ...“ Esa cultura, esa sabiduría, esas habilidades, deben ser en el modelo el reflejo de la actividad que de alguna manera expresa las múltiples dimensiones de su vida social como valiosa fuente del saber; las habilidades para organizar y ejecutar el proceso educativo; para evaluar y autoevaluarse y someterse él mismo a la evaluación externa, así como las capacidades y cualidades que le permitan ser y sentirse el máximo responsable de la calidad de los servicios, del aprendizaje de los educandos, del significado que para ellos tenga el aprender, como lo tiene para él, el enseñar.
En la actualidad quedan pocos seguidores de la idea de que el perfil del profesional para la educación sólo tiene que ver con los conocimientos. En este sentido, A. Forner refleja una crítica en la que señala que la formación de los futuros educadores está descompensada en lo que respecta al equilibrio entre “la preparación académica (contenidos), la profesionalizadora (psico-socio-pedagógica) y toda la conciencia profesional (currículum no declarado).
F. Díaz Barriga afirma que una de las etapas de la metodología del diseño curricular consiste en la delimitación del perfil del egresado y agrega que en el caso de un perfil profesional, además del saber, el saber hacer y el ser de este futuro profesional, ha de definir una visión humanista, científica y social integrada alrededor de los conocimientos, las habilidades, las destrezas, las actitudes, los valores, etc., y que, por lo tanto, es importante incluir la delimitación de las áreas o sectores donde el egresado realizará su actividad, los principales ámbitos de su labor, así como las poblaciones y beneficiarios de su quehacer profesional.
Generalmente los motivos de los fracasos de la educación se han buscado en la calidad de la formación inicial en los centros pedagógicos y en el perfil socio académico de los que allí se preparan, y esto tiene mucho que ver con los procedimientos empleados en la elaboración del modelo, procedimientos que deben tener como resultado el reflejo de aquellas exigencias fundamentales, crecientes y cambiantes, que las necesidades sociales sitúan al educador.
Al respecto, si bien el criterio para valorar a los egresados de una determinada formación profesional hay que buscarlo en primer lugar en cómo se proyecta su formación para la práctica educacional, también ha de continuarse buscando, una vez que egresa, en cómo perfeccionar constantemente su saber, y qué influencia ejerce la dirección del centro infantil y el colectivo docente en la elevación permanente de su preparación profesional, y de cómo, de ser posible, se realiza el seguimiento de ese egresado por el centro formador.
Muchos autores aseguran que el perfil del profesional de la educación constituye un instrumento de trabajo de enorme significación para aquellos que han de formar a estos profesionales, y que permite evaluar el desempeño de los estudiantes y de los egresados, puesto que en el mismo, como modelo, están planteadas las aspiraciones que se desean alcanzar en el profesional, lo cual posibilita ir valorando el nivel de desarrollo por años de formación del futuro profesional. Señalan a su vez que es un instrumento que sirve para comprobar hasta qué punto los contenidos, las disciplinas y asignaturas, o los módulos están alcanzando los objetivos propuestos.
E. Fernández señala que el modelo del profesional es un patrón que debe modelar todas las actividades inherentes a la formación de un determinado especialista. Esto le imparte un extraordinario valor práctico, pues a partir de su concepción se puede derivar la estrategia para la formación, la superación, la investigación y la actividad laboral de tales especialistas, y constituye el punto de referencia en el proceso de formación de los docentes
Todo lo anterior conduce a reafirmar la importancia del modelo del profesional como punto de partida de toda elaboración curricular, y al mismo tiempo, se señala que solo cuando la formación del educador parta del perfil y transite de las condiciones iniciales de la formación a las condiciones con las que deben egresar los docentes, solo entonces se puede afirmar que el modelo es eficaz, que ha tenido valor práctico, y que ha constituido una guía para posibilitar la correspondencia entre la preparación que debe ofrecer el centro formador y la actividad concreta que debe saber realizar el egresado al incorporarse a su vida profesional.
El Perfil o Modelo del Profesional, además de constituir el documento rector, la fuente, guía y punto del que hay que partir inexorablemente para el diseño curricular en general, constituye inequívocamente un instrumento regulador de la formación y la autoformación del futuro profesional.
Los objetivos generales de este perfil concebidos particularmente en función de un profesional de la educación de la primera infancia han de estar enmarcados en tres direcciones fundamentales: una dirección ético- social, una dirección cultural y una dirección profesional, que se han de derivar de los principios y de los objetivos más generales de la formación de personal planteados por el sistema social.
Estos objetivos generales han de comprender el sistema de cualidades del individuo y de los conocimientos y, consecuentemente, del sistema de funciones y habilidades propios de este profesional, elementos que resulta necesario también tener en cuenta al determinar dichos objetivos generales. De este modo queda conformado un sistema en el cual los procedimientos y los resultados se autorregulan uno a otro y modifican de manera biunívoca..
Por otra parte, el sistema de funciones y habilidades, que constituyen los modos de actuación del futuro profesional, se materializan en las tres áreas fundamentales de formación: la académica, la investigativa y la práctico-laboral, y mediante las cuales el egresado puede dar solución a los problemas profesionales que se le presenten en su vida laboral, que se han derivado en última instancia de los objetivos generales que se plantearon en su proceso de formación.
A su vez este perfil, que marca el quehacer del futuro profesional, ha de irse construyendo a todo lo largo del plan de formación, desde las acciones más simples hasta los últimos años que impliquen prácticamente este quehacer, pero aún en condiciones de la formación. A modo de ejemplo se plasma un esquema general de estas acciones en una carrera hipotética que dure cinco años de formación:
PRIMER AÑO:
Demostrar habilidades comunicativas en su relación con los niños, la familia y la comunidad y perfeccionar el uso de la lengua materna como fundamento para el desarrollo de las habilidades profesionales.
Caracterizar las particularidades anatomofisiológicas y psicológicas del niño en la primera infancia.
Planificar y aplicar técnicas de investigación socioeducativas para caracterizar la comunidad, la familia y el sistema de relaciones con el centro infantil y las vías de la educación no formal.
Utilizar diferentes técnicas de estudio que conduzcan a la elaboración de fichas y resúmenes bibliográficos para la recopilación de información relacionada con los contenidos de las asignaturas, disciplinas o módulos.
SEGUNDO AÑO
Aplicar los conocimientos en las actividades académicas, investigativas y de la práctica laboral.
Valorar el desarrollo psíquico del niño de cero a seis años en todos los grupos de edad (desde lactantes hasta el sexto año de vida).
Realizar tareas investigativas relacionadas con los contenidos de las asignaturas del año y en correspondencia con algún aspecto del trabajo con el grupo de niños que atiende.
Valorar de manera crítica y reflexiva el desarrollo del proceso pedagógico en la práctica profesional cotidiana, tanto en el centro infantil como en el trabajo comunitario.
TERCER AÑO
Demostrar, a través de los contenidos de las asignaturas, el perfeccionamiento de las habilidades de la expresión oral y escrita y su aplicación en el trabajo diario.
Realizar tareas investigativas encaminadas a la solución de los problemas de su actividad pedagógica profesional con los niños, la familia y la comunidad.
Demostrar el desarrollo y perfeccionamiento de habilidades para la dirección del proceso pedagógico, en función de la formación integral de los niños.
Aplicar estrategias para el tratamiento diferenciado de los niños, tanto grupal como individualmente.
CUARTO AÑO
Demostrar dominio de la lengua materna y servir de modelo a sus educandos.
Realizar trabajos investigativos con independencia y creatividad, encaminados a proponer soluciones a problemas concretos del trabajo educativo con los niños, la familia y la comunidad.
Aplicar los conocimientos y habilidades psicológicos, pedagógicos y metodológicos, con sentido crítico y transformador, en la dirección del proceso docente‑educativo, tanto en la institución, en las vías no convencionales, con la familia y la comunidad.
QUINTO AÑO
Demostrar dominio de la lengua materna y aplicar un modelo de comunicación ejemplar con los niños, los padres y en el trabajo con la comunidad.
Investigar problemas actuales de la educación de la primera infancia y proponer soluciones que contribuyan al perfeccionamiento del trabajo con los niños, la familia y la comunidad.
Dirigir el proceso docente‑educativo con un estilo creador, poniendo en el centro de dicho proceso al niño como sujeto activo de su propia educación.
Aplicar creadoramente en la actividad recreativa con los niños, tanto en la institución como en la comunidad, los conocimientos y habilidades relacionados con las manifestaciones culturales del acervo nacional y universal.
Demostrar en el ejercicio de culminación de estudios el dominio de los conocimientos y las habilidades de carácter filosófico, higiénico, psicológico, pedagógico y metodológico adquiridos durante la carrera.
Tal como se destaca la formación del profesional no es algo que está dado como producto final aislado, sino que se va conformando en la medida en que la formación del educador adquiere niveles cada vez más complejos, tanto en lo que se refiere a su área de formación académica, a la de su formación investigativa, y a la de su área de la práctica laboral.
En este sentido, el egresado, que se ha formado siguiendo los lineamientos de un modelo preestablecido de su quehacer profesional, adquiere las capacidades y habilidades necesarias para el ejercicio de su profesión, sobre la base de la consolidación de su vocación expresada en las particularidades y condiciones de su personalidad en la misma medida en que se va conformando como un profesional.
Características del profesional de la educación de la primera infancia:
El profesional de la educación de la primera infancia ha de tener determinadas características que lo identifiquen, y que están muy relacionadas con las exigencias que le demanda la sociedad en la cual desenvuelve su trabajo. Estas particularidades han de estar obviamente reflejadas en su perfil profesional, pero que por su importancia en la primera infancia, requieren de una reiteración, por lo que en este acápite se ha de profundizar al respecto.
Entre las características que deben caracterizar el quehacer profesional del educador de estas edades se encuentran el mantener una ética profesional consolidada y una responsabilidad social que le permita formar en sus educandos los más nobles y puros sentimientos hacia lo que les rodea: el medio ambiente, la familia, sus educadores, sus coetáneos, su hogar, su país y todo lo que lo representa una formación acorde con la sociedad en que se desarrollan, y con valores morales y sociales positivos.
Un educador de la primera infancia ha de tener una amplia formación cultural general e integral y un alto nivel creador para iniciar con eficiencia y calidad la formación estética de sus pequeños educandos, así como para desempeñar un papel importante como promotor de la cultura en su entorno, siendo a la vez, un ejemplo de educador, formador de elevadas cualidades éticas y estéticas.
Dado que su objeto de trabajo son los niños de cero a seis-siete años, el profesional ha de poseer un conocimiento pleno de las particularidades del desarrollo de los niños que forma y educa, tanto desde el punto de vista de su desarrollo fisiológico como psicológico, que le permita una comprensión cabal de sus necesidades, sus intereses y de los requerimientos propios de estos, para lograr un sano desarrollo de la personalidad.
A su vez, este profesional ha de dominar las habilidades pedagógicas necesarias e indispensables para dirigir un proceso educativo complejo con niños de las edades entre 0-6 años, los cuales presentan particularidades diferentes en cada grupo evolutivo que atiende, niños que se caracterizan por un acelerado proceso de desarrollo físico y mental, y que exige la aplicación de procedimientos pedagógicos específicos y disímiles, y en los que ocurren cambios significativos en breves períodos de tiempo.
Esto conlleva a su vez el que este educador de la primera infancia haya formado habilidades para organizar, estructurar y orientar el proceso educativo, en todas sus variantes, dirigido a la participación conjunta de él como educador y de los niños, que constituyen el eje central de su accionar pedagógico.
De igual manera, y esto es un elemento importante, este profesional ha de que poseer las habilidades necesarias para realizar un trabajo de atención preventiva y de orientación de la salud y el bienestar de sus niños, que requieren un extremo cuidado para atender todas sus necesidades básicas fundamentales (alimentación, aseo y sueño) y prever los peligros a que están expuestos debido a su vulnerabilidad, fragilidad y poco desarrollo del validísmo y la independencia.
Igualmente ha de tener capacidad para diagnosticar y evaluar el nivel real de competencia de los niños que educa, y la dinámica del proceso de desarrollo de cada uno de ellos de manera sistemática, de modo tal de poder ejercer acciones para compensar las deficiencias posibles que se puedan presentar en alguno de ellos, mediante vías afines a su labor educativa.
La atención a la diversidad significa que el educador de la primera infancia ha de ser capaz de dar una respuesta educativa personalizada a los educandos, que pueden ser muy diversos y pertenecientes a medios y procedencias culturales distintas, y ser a su vez capaz de trazar las estrategias más adecuadas que le permitan introducir oportunamente las transformaciones pedagógicas y de tipo metodológico necesarias que lo conduzcan al éxito educativo, de acuerdo con las capacidades y necesidades de cada uno de ellos.
Un educador de la primera infancia ha de poseer la sensibilidad necesaria para comprender la significación de la labor que realiza, y considerarse el máximo responsable de la calidad del aprendizaje y el desarrollo de los niños, a fin de lograr el máximo desarrollo posible de las potencialidades de cada educando y logre prepararlos eficientemente para su ingreso a la escuela básica, y lograr que disfruten plenamente la niñez en actividades propias de su infancia.
Todo esto ha de acompañarse en primer grado, de una capacidad para comunicarse con los niños con afecto, bondad e inteligencia, y propiciar en todo tipo de actividad que realice con ellos, las mejores relaciones interpersonales, así como la de establecer las relaciones necesarias con otros educadores, con la familia y con la comunidad a los efectos de unificar criterios educativos y lograr que todo lo que los rodea influya positivamente en su formación y desarrollo.
El profesional de la educación de la primera infancia ha de ser capaz investigar y reflexionar acerca del efecto transformador del trabajo educativo que realiza con los niños, la familia y la comunidad, en función de extraer el máximo provecho a las potencialidades ilimitadas de estos, así como llevar a cabo soluciones para los problemas de la práctica cotidiana derivados de sus acciones de investigación.
Asimismo, este educador ha de tener la capacidad para evaluarse y para someter a la evaluación externa su comportamiento como educador, como vía para valorar crítica y autocríticamente su propio trabajo, rectificar sus errores, perfeccionar sus métodos y asimilar y utilizar, de manera reflexiva las observaciones y señalamientos que se le hagan a su labor, así como apropiarse de la mejor experiencia, con criterio de selección. de saber, de actualizarse y elevar su nivel cultural, científico y profesional de manera permanente.
Estas características indican que el educador de la primera infancia ha de tener conciencia de su condición de personas en construcción permanente de su ser, de un constante mejoramiento, con derecho a equivocarse, pero con interés por aprender y asumir su rol en la dirección del proceso educativo, educadores de mente abierta dispuestos a un análisis constante de su quehacer para perfeccionarlo cada día.
A las características anteriores se unen otras muchas particularidades que son consustanciales a un educador de estas edades, como es el sentir amor y respeto por su profesión y dedicación a la misma, ser observador y analítico de los hechos y fenómenos que suceden a su alrededor, ser organizado, cooperador, responsable de sus funciones y con una buena actitud hacia su trabajo, en el que sea modelo de disciplina y ejemplaridad, de iniciativa y creatividad, con amor y sensibilidad hacia el arte, la naturaleza, el desenvolvimiento social.
Todas estas cualidades han de constituir parte integral de la personalidad de un educador de la primera infancia, pero en la que ha de descollar el amor y respeto hacia los niños y mostrar la maestría y tacto pedagógico indispensables para formar y educar a los niños de esta edad, a su familia y a la comunidad a la que pertenecen.
Del análisis de las definiciones y tendencias expuestas anteriormente hasta aquí, se infiere que, bajo el término de diseño curricular se encierra un concepto polisémico que se emplea indistintamente para referirse a planes de estudio, programas, objetivos e incluso a la instrumentación didáctica del proceso de enseñanza – aprendizaje. Cada autor le da una interpretación al diseño curricular en correspondencia con su visión de la problemática educativa, la cual está determinada por su posición filosófica en la sociedad en que vive, lo que a su vez determina las concepciones psicológicas y pedagógicas en que se apoya.
Cuando el diseño curricular está visto en relación con el perfil o modelo de un profesional, puede afirmarse que se sustenta en teorías curriculares que representan ciertas regularidades sobre las cuales se puede establecer determinados modelos metodológicos para la concepción dicho currículo.
El diseño curricular para la formación de educadores es parte de la Pedagogía, por lo que los modelos de desarrollo curricular generalmente se sustentan en las teorías didácticas. En el caso que nos ocupa, el diseño curricular es el proceso dirigido a elaborar la concepción del perfil del profesional de la educación de la primera infancia, por cuanto se considera que este perfil o modelo del profesional cumple dos funciones: actúa como punto de partida en la elaboración del plan de estudio y es contexto referencial del planeamiento y ejecución del proceso docente, y en un plazo más mediato, conforma el patrón evaluativo de la calidad de los resultados del graduado como profesional y como ciudadano.
En la formación del educador la determinación del perfil del profesional como parte importante del diseño curricular es una etapa significativa dentro de este proceso, por cuanto, a partir de él se determinan los demás componentes del diseño curricular que permiten a la institución correspondiente, formar al profesional sobre la base de los resultados esperados, y que se encuentran contenidos en dicho perfil.
En la literatura especializada se abordan indistintamente los términos modelo o perfil del profesional. El modelo del profesional es el ideal que se desea formar en un determinado campo. Es una descripción cualitativa en el marco ideal de lo que debe ser y hacer este profesional, y por lo tanto, constituye una generalización. Es, dicho en otras palabras, lo ideal normado.
El modelo del profesional se concreta en el perfil que lo caracteriza, teniendo en cuenta sus cualidades, las habilidades, los conocimientos y actitudes que este deberá asumir para resolver los problemas en un campo de acción determinado. El perfil permite determinar las vías para la consecución del modelo.
Cuando se hace referencia entonces a un modelo del profesional, hay que remitirse necesariamente al concepto de profesión. Según G. Labarrere, por profesión en la educación ha de entenderse el tipo de actividad laboral que exige del hombre determinado un volumen de conocimientos, habilidades y hábitos generales y especiales, los cuales se adquieren en el trabajo docente-educativo y en el trabajo práctico.
Cada profesión le plantea a la personalidad de los distintos tipos de especialistas una serie de exigencias derivadas de las necesidades sociales en las diferentes esferas laborales. Estas exigencias pueden variar, en relación con el nivel de desarrollo de la propia sociedad, y de aquello que constituye su objeto de trabajo, en el caso actual, la formación y educación de los niños en la primera infancia.
Pudiera significarse que los modelos profesionales ejercen un impacto regulador sobre el ejercicio profesional, en tanto representan el peso de lo instituido por la sociedad. Desde este punto de vista el perfil del profesional es siempre una demanda de la sociedad.
Esto podría entenderse como un trasfondo de la realidad común que moldea la conducta de los profesionales, incluyendo en ella cierto margen de regularidad, previsibilidad y continuidad. Operan como patrones normativos del ejercicio profesional en su máximo nivel de singularidad, o sea, el profesional en su situación de trabajo. En términos más específicos constituye un prototipo de disposiciones, relativamente duraderas, en los modos de actuar, pensar y sentir la actividad profesional. Tales disposiciones se articulan dando forma a configuraciones, más o menos estables de rasgos, cualidades y atributos, habilidades, hábitos, que definirán el "ser en sí " de la profesión, en las condiciones socio-históricas particulares.
Antes de entrar en el proceso de configuración del perfil o modelo del profesional de la educación y más particularmente, del educador de la primera infancia, es oportuno exponer algunas ideas acerca de qué es un profesional en sentido general.
El profesional es una persona que:
§ Tiene una ocupación con la cual está comprometido;
§ Tiene una motivación e inclinación por su carrera y la mantiene durante toda su vida;
§ Posee y domina, como resultado de un proceso largo de formación, conocimientos y habilidades;
§ Usa sus conocimientos en función de los beneficiarios;
§ Posee un sentimiento especial por la contribución que brinda;
§ Es experto en el área específica en que fue preparado;
§ Puede agruparse en asociaciones para satisfacer necesidades de la población a la que presta sus servicios;
§ Asiste a eventos y mantiene contactos diversos con sus colegas para beneficio del oficio.
Al analizar todas estas ideas se observa que estas también han de cumplirse cuando se trata de un profesional de la educación, añadiendo que en el caso de la profesión pedagógica, por la función social del educador, este adquiere una importancia trascendental, puesto que actúa sobre la conciencia de sus educandos, por tanto, además de los conocimientos, hábitos y habilidades debe poseer cualidades y rasgos del carácter que le permitan cumplir la alta misión de forjar la personalidad de las nuevas generaciones.
Como modelo del especialista de la educación, se entiende que el mismo representa por anticipado el resultado del proceso docente-educativo y debe contener las exigencias fundamentales que expresen su identidad: volumen de conocimientos, habilidades y hábitos en las áreas de la formación social e ideológica, psicológica y pedagógica así como de la especialidad (metodológicas).
Hoy día se aprecia un interés bastante marcado hacia cómo deben prepararse los docentes y existen preocupaciones acerca de cómo deben concebirse los modelos de estos profesionales. Al revisar la literatura especializada se encuentran posiciones diversas al respecto, posiciones de carácter general sobre la formación de docentes y sobre los modelos teóricos.
Mas, en la literatura habitual se encuentran pocos trabajos relacionados específicamente con la formación de docentes para el nivel de la primera infancia.
Desde mediados del pasado siglo, en el ámbito mundial, se observa que es a partir del año 1951, que en la Conferencia Internacional de Instrucción Pública, en su 14va. reunión, la formación de personal docente es objeto de dos artículos que subrayan dos aspectos esenciales: el artículo 40, referido a la necesidad de ofrecer posibilidades de perfeccionamiento a todos los maestros y el artículo 41 que estipula que la formación profesional debe permitir a todos los docentes llegar a ser no solo técnicos de la enseñanza, sino también personas que puedan tomar parte activa en la vida social, conocer específicamente el medio en que deben vivir, informados acerca de sus costumbres, necesidades y aspiraciones.
Expresa también que deben ser los agentes activos de una “educación básica”, dedicada a la vez a la cultura general, la higiene y otras actividades manuales y productivas. En estas mismas conferencias entre el 1960 y el 1972, se pronunciaron por un modelo único de formación inicial y continua, esta última para el perfeccionamiento de los maestros en servicio, abogándose por una formación continua con diversas modalidades.
En 1970, en la Comisión Internacional sobre el Desarrollo de la Educación se hicieron varias recomendaciones a la formación docente, entre las cuales estaban:
§ mejorar la eficacia de los sistemas de enseñanza y garantizar su renovación, acercándolos a la vida, a las necesidades económicas y sociales, a las aspiraciones individuales;
§ inspirarse en la perspectiva de la educación permanente de aprender a aprender;
§ sacar partido a la tecnología educativa, preparar a los docentes para su nuevo papel, teniendo en cuenta la necesidad de una nueva forma de relación entre educador y educando;
§ inspirarse en una actitud positiva respecto a los alumnos (enseñanza centrada en el alumno;
§ interés particular por la lengua materna;
§ introducir cursos de iniciación a la vida del trabajo, dar a los estudiantes una experiencia práctica del mundo del trabajo;
Se señaló además la conveniencia de que los maestros pudieran llegar a ser los animadores culturales de la comunidad y tener la oportunidad de estudiar los diversos componentes del medio social. Por otra parte, expresaban que la formación inicial y permanente constituye un problema esencial, tanto más, cuanto que las exigencias ante este personal, aumentan.
La vigencia y actualidad de estos reclamos no tienen cuestionamiento, a pesar del tiempo transcurrido y resultan importantísimos al concebir la formación de educadores para la primera infancia. Incluso, hay planteamientos mucho más directamente vinculados a la formación de los docentes de este nivel, formulados a partir de la década de los años 70 en que reuniones regionales de la UNESCO y la OEI, señalan que a los maestros se les confían nuevas tareas, entre otras, la inclusión de la educación de la primera infancia en la educación elemental y la educación comunitaria no formal.
En la Conferencia Mundial "Educación para todos", de marzo de 1990, celebrada en Tailandia, se recomendó, como se ha señalado anteriormente, la formación de maestros polivalentes y se hizo hincapié también en la vinculación entre la formación inicial y la permanente.
De aquí se infiere la enorme importancia que tiene la precisión en los diseños curriculares de qué deben saber y saber hacer los futuros educadores. El problema del modelo del egresado, por tanto, se convierte en el centro de cualquier proceso de elaboración curricular y en especial al concebir los planes de estudio de la formación de docentes, porque en él se deberán reflejar estas aspiraciones.
Sin embargo, por cuanto en materia de formación de profesionales de la educación, en especial, cuando se esta inmerso en la tarea de determinar el ideal de educador que se aspira formar, no puede soslayarse algunos elementos imprescindibles entre los cuales hay que resaltar la proyección del ideal de ciudadano, que debe estar claramente definido por los educadores para alcanzar un desempeño óptimo.
La referencia a ideales implica hablar de formaciones psicológicas motivacionales de la esfera inductora de la personalidad que posibilita al hombre la proyección o modelo de la realidad con un grado de perfección superior que le permite regular su conducta en función de dicho modelo.
Como ideal de hombre se destaca la proyección o modelo de ser humano al que la sociedad y el sujeto aspiran a llegar en su vida futura. Es la materialización preventiva de lo que puede llegar a ser. Las mejores tendencias de su desarrollo se materializan en la imagen como modelo o ejemplo y se convierten en estimulantes y reguladores de su desarrollo.
Por tanto, en la actividad pedagógica de preparación de educadores es muy importante tener en cuenta las relaciones que se dan entre el ideal de ciudadano a formar y el tipo de profesional que debe enfrentar esta función en la sociedad.
Al hacer referencia a la función social, J.R. Prada la define como: “aquellas conductas que los miembros de un grupo esperan que lleve a cabo quien ocupa una posición grupal determinada”. Y agrega “función es el comportamiento característico de una determinada posición”.
De ahí que la función social asignada a un educador esté en estrecha relación con el patrón de conducta de este al desarrollar las actividades pedagógicas relacionadas con el ejercicio de su profesión. Ella refleja su posición social en el sistema de relaciones sociales, con todos sus derechos y deberes, su poder y su responsabilidad en la educación del ciudadano.
Por ello se considera tan importante el proceso de socialización en la formación profesional de los educadores, la cual ocurre en su integración con otros educadores, con sus educandos, con la familia, tanto en la institución como en la comunidad, donde puede observar, interrogar, recibir informaciones y comentarios en relación con los patrones aceptados de conducta en dicha comunidad.
Esto conduce ante el problema de las relaciones educador-educando, educador-educador, educador-familia y educador-comunidad, así como los procedimientos para que el educador logre las relaciones positivas educando-educando. Estas relaciones constituyen el meollo de muchos de los problemas de la educación, cuya solución es de imperiosa necesidad en los momentos actuales y, por el carácter esencialmente humano de esta profesión, deben hacerse explícitos en el modelo que se elabore.
Conocer a los educandos, saber cómo piensan, acercarse a sus problemas, asumirlos como propios y procurar darles solución, es tan importante en el quehacer de un educador, como el dominar los contenidos y aplicar adecuadamente los medios para que sean asimilados; conocer cómo se comporta su aprendizaje, sus éxitos y sus fracasos docentes; estar al tanto de cómo se produce su desarrollo físico e intelectual, porque estos procesos tienen clara relación con lo primero. Uno de los principales errores que se cometen, en general, dentro del marco de la institución educacional, cualquiera que sea el nivel de que se trate, es el desconocimiento del niño en cuanto individuo, y para ello hay que prepararlos con mucho cuidado.
Por tanto, el estudio del niño, la investigación, el diagnóstico de inicio, el que se realiza durante el proceso y el de salida, son tareas inherentes a todo educador consecuente con su misión y, paralelamente a ello, la reflexión constante acerca del efecto transformador del trabajo educativo sobre los educandos. Estos son también elementos básicos a considerar al elaborar un modelo del profesional, pues urge hacer del educador un investigador consciente de la labor con sus niños, de su institución y del trabajo que en ella se realiza. Muchos estudiosos de este problema dan prioridad a este importante reto educativo en el que se plantea con fuerza a la labor de los educadores en cualesquiera de las enseñanzas donde desempeñe sus funciones.
La formación de un egresado con un amplio perfil es un rasgo distintivo que ha de caracterizar la concepción curricular del educador de la primera infancia en la cual se define que el profesional se caracteriza por tener un dominio profundo de la formación básica de su profesión, de modo tal que sea capaz de resolver, con independencia y creatividad los problemas más generales y frecuentes que se presentan en las disímiles esferas de su actividad profesional.
Por ello, solo cuando ese perfil sea el de su actividad, con toda la multiplicidad que la caracteriza, cuando sea un modelo generalizador, que contiene las exigencias fundamentales y necesidades que la sociedad plantea a la actividad profesional pedagógica, solo entonces se puede hablar de una formación actualizada de profesionales de la primera infancia y que esté a la altura de las necesidades, desafíos y retos del siglo XXI.
Los análisis y valoraciones realizadas anteriormente conducen a la necesidad de plantear lo que pueda considerarse la propuesta más general para la elaboración de un perfil o modelo del profesional, que pueda ser afín a los más variados enfoques y diseños curriculares, que englobe tanto lo referente a sus condiciones y particularidades psicológicas, sus modos de acción en su camino a la conversión en profesional, a sí como los conocimientos y habilidades indispensables que le permitan al egresar poder enfrentar todas las necesidades, requerimientos y perspectivas de su labor profesional, así como ser capaz de dar solución a las problemáticas que se puedan presentar en el quehacer profesional cotidiano.
Por lo tanto, el perfil o modelo del profesional como reflejo de las exigencias que la sociedad plantea al educador de la primera infancia preescolar ha de comprender y contener siempre los siguientes lineamientos generales, y que constituyen un resumen de todo lo previamente abordado y analizado en la formación de estos profesionales:
Un elevado sentido de la identidad nacional y cultural, así como una responsabilidad ciudadana que le permita ser un agente activo de la política educacional propuesta para la formación de los niños en estas edades de cero a seis años, para la asimilación en ellos de los más nobles y puros sentimientos hacia lo que lo rodea: su familia, sus educadores, sus coeducandos, su hogar, su país, y todo lo que lo ello dignamente representa, como premisas indispensables que es necesario crear en esta etapa para el posterior desarrollo de los más elevados valores de un ciudadano.
Una amplia plataforma cultural general e integral y un alto nivel creativo, para iniciar, con eficiencia y calidad, la formación estética de sus educandos en particular, así como para desempeñar su papel de movilizador y promotor de cultura en su entorno, siendo a la vez, ejemplo de educador, formador de elevadas cualidades éticas y estéticas.
Las múltiples dimensiones de su responsabilidad profesional en cualquiera de las vías que la educación de la primera infancia implique, tanto en la vía institucional o centro infantil, como en la educación por vías no formales, así como la relacionada con la continuidad y vinculación con de la educación básica, hacia la cual entrega el producto de su quehacer educativo y formador.
El conocimiento pleno de los niños con los que trabaja, que van desde su desarrollo neurofisiológico, el físico-motor, el psicológico y la sana formación de su personalidad, y de cómo se continúa este desarrollo en la etapa del escolar primario, fundamentalmente en los primeros grados.
Las habilidades pedagógicas y técnicas para dirigir un proceso educativo complejo con niños edades tempranas (0-6 años), que son muy diferentes en cada grupo evolutivo, niños que dependen casi totalmente de los adultos y que viven una etapa donde se produce un acelerado proceso de desarrollo físico y mental, en la que ocurren momentos trascendentales y altamente significativos para dicho desarrollo, y que además implican el poseer habilidades para organizar, estructurar y orientar el proceso educativo, en la participación conjunta de él como educador y de los niños.
Las habilidades necesarias para realizar y orientar el trabajo de prevención y orientación, por el extremo cuidado que los niños de esta edad requieren en la atención de todas sus necesidades básicas (alimentación, aseo y sueño) y que inciden directamente en su salud y bienestar emocional, por los peligros a que están expuestos debido a su vulnerabilidad, fragilidad y poco desarrollo del validismo y la independencia.
La capacidad para diagnosticar y evaluar el nivel real de los educandos de manera sistemática y la dinámica del proceso de desarrollo de cada uno de ellos, y poder determinar su nivel potencial, como resultado del diagnóstico continuo y de la evaluación sistemática de su comportamiento y sus logros.
La capacidad para dar una respuesta educativa personalizada y diversa con atención a las diferencias individuales de sus educandos, para trazar las estrategias más adecuadas, que le permitan introducir oportunamente las transformaciones metodológicas necesarias y lo conduzcan al éxito educativo, de acuerdo con las capacidades y necesidades de cada uno de ellos.
La capacidad para sentirse y ser el máximo responsable de la calidad del aprendizaje y el desarrollo de los niños, a fin de lograr el máximo desarrollo posible de las potencialidades de cada educando y prepararlos eficientemente para su ingreso a la escuela básica; para lograr que disfruten plenamente la niñez en actividades propias de la infancia y para que puedan preservar los valores morales y sociales en el futuro.
La capacidad para comunicarse con los niños con afecto, de una manera bondadosa e inteligente y propiciar en todo tipo de actividad, las relaciones interpersonales positivas de ellos entre sí, así como para establecer las relaciones necesarias con otros educadores, con la familia y con la comunidad a los efectos de unificar criterios educativos en la socialización de estos niños y lograr que todo lo que los rodea influya positivamente en su formación y desarrollo.
La capacidad para investigar y reflexionar acerca del efecto transformador del trabajo educativo que realiza con los niños, la familia y la comunidad, teniendo en cuenta que este es un nivel educacional en desarrollo, que tiene un campo infinito por explorar, en función de extraer el máximo provecho a las potencialidades ilimitadas de esta edad.
La capacidad para evaluarse y para someterse a la evaluación externa cómo insuperable vía para valorar crítica y autocríticamente su propio trabajo, rectificar sus errores, perfeccionar sus métodos y asimilar y utilizar, de manera reflexiva las observaciones y señalamientos que se le hagan a su labor, así como apropiarse de la mejor experiencia, con criterio de selección.
La capacidad para perfeccionarse profesionalmente de manera permanente y sistemática, partiendo de una actitud autodidacta en primer término; como protagonista activo en la preparación metodológica sistemática que le permita orientarse en su labor profesional ante las nuevas y crecientes necesidades de la sociedad, para poder modificar sus modos de actuación en dependencia de las condiciones cambiantes, las necesidades de los niños y las exigencias del proceso educativo; con un elevado afán de saber, de actualizarse y elevar su nivel cultural científico y profesional permanentemente, mediante las diversas formas de superación postgraduada.
Todo lo anterior ha de concretarse en los objetivos generales educativos que han de conformar el perfil o modelo ideal del profesional, objetivos que definen las particularidades de la personalidad y del comportamiento ético-profesional del educador, así como en los objetivos generales instructivos, que le permiten adquirir las destrezas, capacidades, hábitos y habilidades, que le van a posibilitar su desempeño profesional y solución a los problemas que la práctica pedagógica les ha de plantear en su quehacer laboral. Estos objetivos generales educativos e instructivos aparecen definidos en el tema referente a la concepción curricular del plan de formación y en las funciones del educador para la educación de la primera infancia.
Por otra parte, la experiencia internacional más actual manifiesta una tendencia a la preparación superior para este nivel especializado de educación, aspecto que también se ha tenido en cuenta al elaborar esta concepción general del perfil del profesional del educador de la primera infancia.
Esto implica que el perfil del profesional de este educador, independientemente del enfoque curricular que lo sustente, ha de proponerse superobjetivos generales que han de estar indefectiblemente presentes en cualquier plan de formación de educadores de la primera infancia y que se concretan fundamentalmente en:
Garantizar una sólida y consecuente preparación social e ideológica que se sustente en la propia preparación académica y en una sistemática práctica ciudadana.
La formación y reforzamiento de la motivación profesional a partir, fundamentalmente de un vínculo directo, sistemático y ascendente con la realidad de su futura actuación profesional, que lo ponga en contacto, desde el primer año de su formación, con los niños, la familia, la comunidad y las instituciones educacionales.
Una formación en el trabajo y para el trabajo, por lo que el vínculo de la práctica laboral ha de ocupar un lugar significativo en la formación y constituir, junto con la formación académica, la columna vertebral del plan de estudios.
Lograr una preparación pedagógica y psicológica sólidas, que le permita conocer con profundidad y abordar integralmente todo el trabajo a realizar con los niños, la familia, la comunidad y las instituciones docentes, y poder plantearse y resolver con métodos científicos los problemas profesionales que se les presenten y ser capaces de determinar sus propias necesidades de superación y enfrentarlas.
Tomar en consideración las mejores tradiciones pedagógicas de su entorno social y de otras latitudes, y tomar de la práctica y la investigación pedagógica todo lo que permita la actualización e introducción de los mejores resultados en su quehacer profesional.
Lograr un modelo del profesional flexible que posibilite que permita su actualización y modificación cuando resulte necesario, en la medida en que cambien las condiciones sociales y se planteen nuevas metas sociales a alcanzar a este profesional.
Estos objetivos más generales posibilitan elaborar un perfil del profesional cualitativamente diferente, que toma como antecedente la experiencia acumulada de los modelos anteriores, incorpora los criterios en que se sustenta la política educacional para la formación del personal pedagógico vigente para la sociedad en cuestión y retoma, en nuevas condiciones, lo mejor de los fundamentos y proyecciones acumulados en la formación de los educadores de la primera infancia.
Finalmente, en el momento actual del desarrollo de la formación de los profesionales, y particularmente de los de la educación, se plantea con fuerza un enfoque que paulatinamente cobra mayor vigencia, y es lo referente a lo que se ha dado en llamar la profesionalidad temprana, y que, de concebirse trasforma radicalmente la propia concepción del modelo del profesional.
La profesionalidad, como se sabe, es una de las cuestiones que en el momento actual concita más atención, y así se han formulado diversos conceptos que de una forma u otra la destacan como la condición de quien se desempeña en un oficio o profesión.
Siempre que se habla de profesionalidad se destacan tres dominios básicos: el cognitivo instrumental, el afectivo y el cosmovisivo.
En el dominio cognitivo se destacan fundamentalmente el sistema de conocimientos, habilidades y hábitos, estrategias, entre otros aspectos, que la persona pone en práctica al ejecutar las tareas y resolver los problemas propios de la profesión, que según Burke, ha de incluir la comprensión de los contextos en que se desempeña el individuo.
El dominio afectivo concierne a la identificación con la profesión, la motivación hacia la misma, y los roles socialmente establecidos que demandan o esperan un determinado comportamiento afectivo del sujeto hacia el campo profesional en que se desenvuelve.
El dominio cosmovisivo se refiere a las representaciones y concepciones de la ética, el lugar que la profesión tiene entre las otras, sus fines más generales y la posición personal que se asume hacia la misma.
A partir de estos tres dominios del desempeño del sujeto en los contextos, tareas y problemas que distinguen a la profesión específica, se puede valorar “cuanto” profesional es una persona que realiza esta actividad.
La profesionalidad se concibe generalmente como un producto final, como un resultado a largo plazo al cual se accede luego de un largo proceso de formación y maduración. Desde este punto de vista el tiempo que un estudiante pasa en su formación durante la carrera se ha considerado siempre como un “tránsito” hacia la profesionalidad: no se es profesional hasta que se concluye la carrera y se inicia la vida laboral del egresado.
En resumen, se considera que la persona deviene profesional y alcanza las cualidades sustantivas después de haber terminado los estudios y egresado de la institución correspondiente.
Esta representación de la profesionalidad existe sobre todo en aquellos que han egresado de los centros formadores, y por supuesto, los encargados de dicha formación.
Esto hace que en los perfiles o modelos del profesional con este enfoque, no haya la menor referencia a actividades o acciones que indiquen el desarrollo de dicha profesionalidad, ni se concibe que esto se pueda concebir dentro del plan de estudios.
Esto está dado porque se supone que la formación del profesional se da como un proceso gradual, en el cual el estudiante se va apropiando o formando aquello que lo distingue como profesional. De esta manera la profesionalidad se vincula a los planes de formación, a las condiciones en que se pongan en práctica y al sistema de relaciones predominantes en la institución formadora.
A veces esta profesionalidad progresiva parece que está mencionada en los referidos planes de formación, sin embargo, no siempre es posible discernir como está plasmada en la práctica formadora de la carrera, y en la mayoría de los casos es irrelevante o puramente formal respecto al proceso formativo.
Así, y a pesar de que se plantea una profesionalidad progresiva, no se reconocen niveles cualitativos diferentes de completamiento profesional.
No obstante, en los últimos tiempos se mueve con fuerza una nueva posición que considera que quien estudia para una profesión como profesional desde el momento mismo del ingreso al centro formador, y que plantea que el estudiante se siente como tal desde que comienza sus estudios.
Esta concepción ha sido denominada como profesionalidad temprana, y se señala como uno de los ejes a partir de los cuales ha de concebirse el nuevo perfil del profesional.
Labarrere señala que la esencia de la profesionalidad temprana radica en que desde el momento mismo del ingreso en el centro formador, el estudiante ha de ser considerado como un profesional, o mejor, como un profesional en formación, como un proceso en el cual se producen cambios cualitativos y cuantitativos.
Esto implica procesos de esclarecimiento, negociación, intercambio y conceptualización, en torno a la profesionalidad, que adquiere un carácter funcional e implica un cambio en la relación básica alumno-profesor, que deviene una relación entre un colega con mayor experiencia y otro con menos experiencia, lo cual implica una descentración de las posiciones clásicamente establecidas maestro-alumno.
En el caso de aquellos que se forman como maestros, como educadores, la relación entre colegas supone que el estudiante (profesional en formación) tiene la posibilidad y libertad para intervenir, desde su estado de profesionalidad, en situaciones de elaboración de su propio proceso formativo, de cuestionar a quien lo está enseñando, de explorarlo como posible modelo de profesional y de trazar, en gran medida, su propio perfil de desarrollo.
Desde este punto de vista los procesos autoformativos y sus acciones correspondientes van a ocupar un lugar importante, así desde este contexto quien se forma puede diseñar su universo de práctica (porque comúnmente estos escenarios de práctica están previamente determinados en los planes de estudios).
Por supuesto, reconocer la posibilidad que tiene el estudiante que se forma en trazar en buena medida su propio perfil de formación desde su profesionalidad creciente al interior del propio proceso, demanda identificar los recursos con que cuenta, es decir, los instrumentos y el grado de pericia con que los maneja, que hacen posible que su contribución al trazado de su perfil de desarrollo sea racional.
Esto implica cambios sustanciales en el perfil del profesional, y posiciones colega-colega y procesos de aprendizaje diferentes a los tradicionales, con una distinta situación ética más centrada en la colaboración, y en el cual, incluso, el tradicionalmente visto como profesor (ahora colega más experto) puede y debe aprender de quien resulta progresivamente más y más semejante a él. El proceso de enseñanza-aprendizaje es definido así como un caso de interformación o formación mutua entre profesionales, que incluye no sólo la clásica relación profesor-alumno, sino entre dos profesionales, aunque de diferente nivel.
Se ha comprobado que este enfoque genera estados personales más placenteros y emocionalmente positivos, que repercuten favorablemente sobre el propio proceso formativo y sobre la práctica generalmente denominada anteriormente como “laboral” o “preprofesional”.
De igual manera se ha comprobado que cuando el estudiante se sitúa en el ambiente de la profesionalidad temprana, el modelo del profesional que constituye el profesor deviene un punto de referencia de mayor atención, exploración y valoración que en el modelo habitual.
Plantear la nueva relación intercolegas no implica la desaparición de la asimetría necesaria para reproducir los procesos de apropiación de la experiencia histórico-social en el sistema de conocimientos, sino que ahora se valora entre un profesional con mayor experiencia (clásicamente el profesor) y otro de menor experiencia (el alumno), en un proceso que se da progresivamente, que permite una visión diferente de los componentes curriculares o propiamente docentes, y los prácticos de la formación del educador durante la realización de sus estudios.
Bajo este prisma, la unidad de la teoría con la práctica, no sólo se manifiesta a partir de lo adquirido en la enseñanza y educación a partir de los otros, sino también mediante los procesos de autoenseñanza y autoformación, que actualmente reciben tanta atención.
Esto es mucho más legítimo es el caso del que se forma como educador, porque el que estudia para educador se forma para una actividad (la enseñanza y el aprendizaje) mediante esa misma actividad. Esto es excepcional y distingue a la formación de maestros sobre la gran mayoría de las otras profesiones. En este sentido A. Labarrere señala que el carácter autorremitido de la actividad es un fuerte basamento para que el propio proceso formativo (y sus momentos autoformativos) sean concebidos, analizados y diseñados como práctica profesional, y no solo a los momentos en que el alumno se inserta en el centro escolar u otros espacios de la práctica.
Ello, por supuesto, modifica el perfil del profesional, que tienen que concebirse de una manera distinta, que tiene que asumir, o añadir, otros principios básicos, como son:
§ Que el estudiante asuma la posición de profesional en formación y actúe como tal en el proceso formativo.
§ Ubicar a la cosmovisión, la ética y la concepción del profesional como elementos consustanciales para el desarrollo de la identidad personal.
§ Plantear como unidad descriptiva, explicativa y funcional la relación entre colegas.
§ La construcción de significados para el aprendizaje centrados en el desarrollo profesional.
§ La intervención de los alumnos en su propio proceso formativo.
§ Generar situaciones de práctica y conocimientos altamente metacognitivos (donde la metacognición se convierte en hecho consciente).
Ello implica la inclusión de variadas actividades en el plan de estudios (y por tanto, prescribirse en el perfil del profesional entre sus objetivos educativos e instructivos generales) la instrumentación de variadas sesiones, como seminarios, talleres, y otras formas de actividad, para la valoración de cómo los estudiantes se han ido desarrollando como profesionales, a partir de los tres dominios básicos señalados para la profesionalidad temprana.
En el caso del estudiante que se forma como educador, la profesionalidad temprana cobra aún una mayor significación, pues hay numerosas situaciones en las que el alumno es considerado ya como un profesional (cuando se inserta en la práctica laboral en la que incluso cuando toma la dirección de un grupo se le designa y los niños lo consideran como maestro), y otras en las que todavía se le valora como un simple alumno (en la situación de la clase). Esta dualidad suele traer confusión en los estudiantes que se forman, en su cosmovisión y en la valoración ética de lo que hace, lo cual, desde el enfoque de la profesionalidad temprana es resuelto favorablemente.
El nuevo perfil del profesional, más actual y científico, ha de comprender por tanto, no solamente los objetivos y contenidos educativos e instructivos generales que forman el ideal del profesional que se quiere formar, sino, de igual manera, la nueva concepción de la profesionalidad, para atemperarlo a los enfoques más actuales y modernos.