El centro infantil, por su propia
esencia, ha de ser un lugar en el cual los niños y niñas
encuentren las condiciones para una estancia feliz y un sano desarrollo
de su personalidad. Esto sucede así cuando en el centro se realiza
un trabajo educativo técnicamente bien dirigido, y en el cual sus
necesidades básicas de afecto, estimulación y socialización
son plenamente satisfechas. Desde este punto de vista y considerando que
las cosas se realizan de manera adecuada, no tiene por qué haber
motivo de preocupación en los educadores por la conducta de sus
niños, y todo debe desenvolverse sin que se sucedan comportamientos
que ameriten gran tribulación. Sin embargo, la experiencia nos
confirma que esto no siempre es así y que, a pesar de que las cosas
se hacen bien, de pronto en alguno de los pequeños, a veces en
varios, empiezan a observarse una serie de manifestaciones en su conducta,
que se convierten en razón de preocupaciones, y frente a las cuales
a veces no se sabe que hacer.
Esto en ocasiones pretende resolverse
de la manera más fácil recurriendo a un especialista, generalmente
un psicólogo, para que trate al niño o la niña y
solucione el problema. Y, sin embargo, con toda y su experiencia el psicólogo
no conoce tan bien al niño como su propio educador, que día
a día le enseña, le atiende, le ayuda. Por lo tanto, quien
mejor podría resolver la dificultad del menor debería ser
su propio educador y no ese especialista, y esto no es ninguna aversión
a este técnico, pues el que escribe este artículo es un
psicólogo con experiencia clínica de muchos años,
particularmente con niños en las edades preescolares. El psicólogo,
por su competente formación, está capacitado para atender
cínicamente al niño o la niña cuando estos presentan
una alteración de conducta ya definida como tal, mientras que con
frecuencia aparecen "problemas" en los niños, que no pueden ni
deben ser clasificados como una verdadera alteración de conducta,
y que un educador, con una apropiada preparación, pudiera resolver
en su práctica pedagógica cotidiana. Claro está,
esto requeriría que el educador fuera formado técnicamente
con esa posibilidad y que, hasta determinado nivel de la problemática
infantil, poseyera los conocimientos y las habilidades para poder resolverlos
sin requerir aun de ayuda más especializada. Esto no es una utopía,
y hay países en los cuales se propicia que el educador tenga la
formación necesaria para atender, y resolver, esta problemática
hasta ese primer nivel de atención.
Desafortunadamente esto no es la norma,
y el educador se forma sin ninguna base clínica que le ayude en
su quehacer habitual en el centro infantil, y cuando el niño o
niña comienza a mostrar comportamientos que no son habituales,
no sabe que hacer y recurre de inmediato a aquel que le puede dar solución,
generalmente el psicólogo.
El problema va incluso mas allá
del saber que hacer, lo cual exigiría toda una preparación,
y se inicia virtualmente desde el preciso momento en que el educador ha
de definir si el pequeño tiene o no un problema, si eso es ya una
alteración o trastorno de la conducta, si es una simple desviación
de la norma o una situación transitoria, si es o no una conducta
"normal" o un comportamiento que ya no lo es. Esto, en fin, nos lleva
a cómo poder valorar la conducta del menor que presenta estas dificultades,
y sobre su base, poder decir qué hacer. Por eso es que pretendemos
hablar un poco de la valoración de la conducta de los niños
y niñas, en como llegar a un criterio válido y científico,
en que pueda apoyarse el educador en su práctica pedagógica
cotidiana.
Para poder realizar esta valoración
se hace indispensable llegar a algún acuerdo previo con respecto
a lo que se puede considerar como un niño o niña "normal",
y cuando podemos considerar que tiene una alteración de conducta.
Lo primero que hay que cuestionarse,
y de hecho muchos lo hacen, de si es posible utilizar el término
de alteración de conducta, a veces incluso se habla de trastorno
de la conducta, en un ser humano cuya personalidad no está aun
conformada, como es el niño de edad preescolar, y que se caracteriza
por una continua variación en su desarrollo y una constante transformación
física y mental. Esto estará en dependencia, muy probablemente,
de la propia aceptación de lo que constituye la "normalidad", y
de lo que es una variación no normal de su comportamiento habitual
y a la cual se podría categorizar como una alteración o
trastorno de la conducta.
Lo que sí es claro es que,
independientemente de que se acepte o no la existencia de este tipo de
alteraciones o trastornos en edades tan tempranas, lo cierto es que en
determinados niños y niñas se presentan manifestaciones
conductuales que no suelen ser las más habituales o características
en su edad, y que requieren de una orientación, manejo o tratamiento
especial o particular de aquellos comportamientos que están provocando
una significativa variación de lo que se considera es lo adecuado,
habitual o más típico de la edad.
El propio autor es renuente a la utilización
del vocablo "trastorno" cuando se habla de estos comportamientos "atípicos"
en los niños, y prefiere el uso de un término más
suave, como aparenta ser el de "alteración", y que en ocasiones
se equivalencia con el de "problema" u otro eufemismo semejante, aunque
conceptualmente reconozca la no diferenciación entre uno u otro.
Entrando en el tema esto nos lleva
a la cuestión de la "normalidad". Así, es absolutamente
normal que, por una u otra razón, el comportamiento de un niño
o de una niña pueda variar temporalmente de lo que es habitual
en ellos, sin que esto en modo signifique que tengan "problemas". Cuando
ello sucede generalmente nos indica que se ha hecho una deficiente valoración
de lo que constituye un comportamiento infantil normal, y de lo que puede
ser considerado como una desviación del mismo. Es necesario, por
lo tanto, establecer qué es lo que verdaderamente puede ser valorado
como una conducta "normal" en un niño o una niña.
Es difícil poder definir qué
constituye la normalidad en un individuo, pues al respecto existen muchos
criterios diversos, y lo que es normal en una persona puede no serlo en
otra, e incluso una misma conducta puede ser normal o no de acuerdo con
la circunstancia, el lugar o la época. Lo anterior nos lleva a
la necesidad de tratar de definir la normalidad desde un enfoque operativo,
en un sentido práctico asequible a un educador preescolar, y relacionarla
fundamentalmente con la satisfacción de las necesidades básicas
del niño o niña.
Si definiéramos a un niño
normal, diríamos que es aquel que, por lo general, es activo, juega,
corre, salta, brinca, que mantiene un estado de ánimo estable,
alegre y feliz, que ingiere sus alimentos con satisfacción y en
la cantidad necesaria de acuerdo con sus particularidades individuales,
que duerme bien y en los períodos establecidos, y que asimila sin
dificultad el proceso educativo en que se forma, bien sea una institución
infantil o el medio familiar.
Este es un criterio operativo, elaborado
fundamentalmente sobre comportamientos ostensibles y fácilmente
registrables, lo cual lo hace extraordinariamente útil para los
que trabajan directamente con los niños: educadores, auxiliares
pedagógicos, maestras, psicólogos, entre otros.
Por supuesto, dentro de este criterio
operativo puede haber variaciones de estos aspectos entre unos niños
y otros, y aun así la conducta seguirá siendo normal, no
es de olvidar que existen diferencias individuales, y que unos niños
serán más activos que otros, comerían más
o menos que estos, o dormirán menos tiempo y, sin embargo, todos
son normales.
Pero en términos generales,
a los niños y las niñas les agrada mucho jugar y suelen
ser activos. Por lo tanto, cuando observamos alguno que no lo es, y con
cierta regularidad se aísla o no participa como debiera, entonces
puede surgir alguna preocupación, sin que aun se pueda afirmar
que tienen "un problema". Es decir, la valoración del comportamiento
puede ser bastante alejada de lo que generalmente pudiera considerarse
como la norma, y aun así esta manifestación no puede catalogarse
como una alteración del mismo, y solo tiene significación
cuando se realiza una valoración global de su comportamiento.
Para valorar el comportamiento de
un niño o niña lo primero a hacer es comparar este comportamiento
con su propia conducta habitual. Esto quiere decir que si el pequeño
es muy activo, una reducción apreciable de su actividad acostumbrada
tendrá una mayor significación si fuera un niño pasivo
o que no se caracteriza por un gran dinamismo; asimismo, si se trata de
uno que suele comer mucho, una manifestación de rechazo a la comida
o una menor ingestión de alimentos que lo habitual, sería
también una conducta a considerar. Por tanto, una conducta aislada
no ha de ser tenida en cuenta si no se relaciona con el niño o
la niña en particular.
Inclusive, y para no cometer errores,
además de analizar las conductas relacionadas con lo que es propio
y característico en un niño, esto no puede convertirse en
un patrón para juzgar que todo comportamiento que se observe depende
de este tipo habitual de comportamiento. Por ejemplo, Juanito es un niño
muy dinámico y activo, y de pronto lo vemos llorar desconsoladamente.
¿Tenemos que inferir que por su dinamismo es probable que se haya caído
y por eso llora?... Por supuesto que no, eso hay que verificarlo con conductas
semejantes: si suele llorar con frecuencia, si le dan perretas (rabietas),
si tiene poco nivel de frustración, etc. De esta manera se evita
el error de hacer falsas generalizaciones y se valora más eficientemente
su conducta.
Esto último suele ser la base
de algunos errores típicos de padres y educadores: prejuzgar que
la manifestación observada del comportamiento del menor es siempre
consecuencia de su forma habitual de ser, sin considerar que por algún
motivo, puedan darse conductas totalmente disímiles y que pueden
obedecer a factores situacionales transitorios.
Otro aspecto que se ha de tener en
cuenta es la relación del comportamiento observado con las características
del desarrollo propias de la edad. Así, si se observa que un niño
o niña del tercer año de vida o principios del cuarto se
vuelve paulatinamente obstinado y negativista, esta conducta no tendrá
la misma significación si se sucede en un niño del quinto
año. ¿Por qué? Porque es muy probable que en el primer caso
se trate de una manifestación de la crisis del desarrollo de los
tres años que esté comenzando a presentarse, mientras que
en el otro no se le puede dar esa connotación.
Un ejemplo más de esto es lo
que sucede con la tartamudez funcional que se observa en algunos niños
alrededor de los cuatro años. Debido a la transformación
que se está operando en su pensamiento, suele darse con bastante
frecuencia que los niños a esa edad presenten episodios transitorios
de tartamudez, que suelen preocupar en extremo a los padres, que se percatan
de que de pronto el niño está "gagueando", lo que causa
bastante revuelo y preocupación en el medio familiar. Sin embargo,
si el manejo es apropiado, el menor sobrepasa sin dificultad este problema
temporal y vuelve posteriormente a hablar de manera fluida. Por eso, valorar
esta manifestación ajena a las particularidades del desarrollo,
considerarla separada del mismo sin contrastar con lo que puede suceder
a una edad determinada, puede conducir a errores diagnósticos,
a impresiones erradas, y a crear un "problema" donde no lo hay.
Es decir, para evaluar bien la conducta
de un niño y definir adecuadamente los conceptos de normalidad,
hay que conocer profundamente las características del desarrollo,
sus manifestaciones, sus problemáticas, para no incurrir en el
error de considerar patológico un comportamiento explicable, y
por lo tanto normal, en ese momento de la vida.
Es igualmente importante, valorar
la intensidad y la permanencia de los comportamientos observados, y que
constituyen, quizás, los índices más significativos
para un diagnóstico acertado.
Es posible que en el medio familiar,
o en el centro infantil, el niño o la niña pase por algún
tipo de situación que le provoque un estrés emocional, y
que esto redunde en una modificación de su conducta habitual. Es
posible que la misma sea muy intensa y llame poderosamente la atención.
En este caso la lógica indica la necesidad de aplicar métodos
educativos correctos para ayudar a sobrepasar esta manifestación
inusual. Pero, si a pesar de ello la conducta continúa siendo intensa
y sin signos de desaparecer, este nos alerta sobre la posibilidad de un
problema real en el niño o la niña.
Lo significativo a comprender en este
caso es que la conducta no habitual puede ser muy relevante, pero si no
se vuelve permanente o muy frecuente, es probable que no constituya un
problema, y solo obedezca a factores situacionales temporales que la provoquen,
y luego cesen.
En este sentido, suele ser típico
que en el período de incubación de alguna enfermedad el
comportamiento del niño o la niña se altere, y luego al
presentarse los síntomas del padecimiento, se atenúen las
conductas relevantes. Por ello es que cualquier modificación significativa
del comportamiento debe observarse cuidadosamente, como prevención
de que pueda estarse gestando una enfermedad. Por lo general la sintomatología
afecta primeramente los hábitos establecidos, como es que el niño
no quiera comer o tenga dificultades en el sueño, lo que puede
acompañarse de poco interés en el juego, el que se irrite
fácilmente o no desee participar en las actividades, como concomitantes
psicológicos más frecuentes.
A veces la intensidad no es muy relevante,
pero la permanencia de la conducta se vuelve muy significativa para el
diagnóstico. Así, como episodios transitorios del desarrollo,
y por lo tanto "normal", es habitual que los niños, del mismo o
de distinto sexo, realicen juegos sexuales en las primeras edades, como
expresión de la necesidad de conocimiento del mundo que lo rodea,
y del cual el cuerpo no se excluye. Pero si se observa que el menor con
relativa frecuencia busca a otros para realizar estas manipulaciones sexuales
y ello, además, se acompaña de alejamiento del juego, expresión
triste y poca actividad, esto nos indica la probable presencia de un hábito
negativo que requiere de una atención más especializada
de este niño para la erradicación de tales comportamientos.
En este caso la frecuencia, y no tanto la intensidad, constituye un elemento
principal para la valoración de esta conducta.
En resumen, que la intensidad, permanencia
y la frecuencia con que se presenta, son indicadores diferenciales para
valorar si un comportamiento no habitual del niño o la niña,
constituye ya de hecho un problema de su conducta. Estos tres factores
se interrelacionan estrechamente, y sirven para definir, en muchas ocasiones,
lo que realmente está pasando en el niño o la niña.
Esto, de suceder en el centro infantil,
no puede valorarse separado de las condiciones educativas y de organización
de la institución. Si estas condiciones funcionan mal, si hay dificultades
en la continuidad del régimen de vida de los niños, en la
realización de los procesos de satisfacción de sus necesidades
básicas, o en la atención individual que el pequeño
ha de recibir, es probable que sucedan alteraciones en su comportamiento
como resultado de dicha situación. Esto suele ser más significativo
cuando el número de niños que se detectan en el centro infantil
presentado "problemas de conducta" excede lo que sería esperable
por los índices epidemiológicos. Por ello, cuando se observa
que hay un número excesivo de niños en un mismo centro que
presenta problemas, la atención debe dirigirse de inmediato hacia
el trabajo educativo y la organización del centro infantil, porque
probablemente ahí estribe el origen de estos, y no particularmente
en cada uno de ellos.
Y basta que se organice adecuadamente
la institución, y el centro infantil funcione bien, para que progresivamente
desaparezca la mayoría de los síntomas en los niños.
El autor tiene un ejemplo aleccionador
de esto. En cierta ocasión le reportan casi una veintena de casos
de un mismo grupo de niños pequeñitos del segundo año
de vida, en un centro infantil que estaba instalado en una casa que se
había adaptado para esa función. Por su experiencia propia
y los resultados que hizo del análisis epidemiológico, estaba
seguro de que tal cantidad de niños con alteraciones no podía
coincidir en un mismo grupo, y en lugar de atender individualmente a los
niños, se concretó a estudiar la organización y el
trabajo educativo de la institución, y particularmente del grupo
en cuestión. Detectó que los niños del segundo año
de vida estaban ubicados en un salón de la planta alta que daba
acceso a una pequeña áreaexterior rodeada de un
alto muro que impedía la estimulación del ambiente circundante,
mientras que los niños mayores del grado preescolar, cuya actividad
se centraba fundamentalmente en el salón, que estaba en la planta
baja, comunicaba con el amplio portal de la casa, colindante con una calle
de mucho movimiento, y que proporcionaba una constante estimulación.
Se orientó intercambiar los salones de ambos grupos, y sorprendentemente
para algunos, desaparecieron en unos pocos días las alteraciones
de conducta de los pequeños parvulitos.
Pero, no solamente el centro infantil
o la escuela pueden ser origen de estos problemas, el hogar suele ser
con frecuencia la fuente causal de una transformación del comportamiento
del niño preescolar, y a menudo la más importante en su
etiología.
Las particularidades del desarrollo
en los primeros seis años de vida nos conduce a un axioma importante
en la valoración de la conducta de los niños y las niñas
de esta edad: la problemática que les aqueja se refleja en su comportamiento,
y por el mismo se puede evaluar si el niño está bien o no.
Lo anterior está en estrecha
relación con el desarrollo del pensamiento y las posibilidades
de interiorización emocional del niño de esta edad. Un adulto,
e incluso un menor en la edad escolar, puede sentirse triste, contrariado
o temeroso, por nombrar algunos ejemplos, y no exteriorizarlo, no manifestarlo
de manera abierta, lo que se posibilita por el nivel de interiorización
que ha alcanzado su actividad mental, que permite que "la procesión
vaya por dentro" sin a veces el menor síntoma externo. Sin embargo,
cuando el niño en las edades tempranas se aísla, huye de
una situación o exhibe una rabieta, expresa en forma viva y manifiesta
lo que le pasa, muestra en su comportamiento lo que le sucede, y por este
es posible prejuzgar la intensidad de su problemática. No importa
que este comportamiento sea o no muy relevante, a veces suelen ser imperceptibles
y requieren de un buen reconocimiento del pequeño para poder analizarlo,
pero siempre está en su conducta manifiesta, lo que está
en estrecha relación con el nivel de su desarrollo psíquico.
El hecho de que el comportamiento
problemático o no habitual del menor de edad preescolar se refleje
generalmente de manera manifiesta, no hace más fácil la
valoración de su conducta que a otra edad mayor. En todo caso sí
nos proporciona la certeza de que algo está pasando, y esto permite
realizar acciones muy tempranas que evite que el problema se estructure
y se convierta en una verdadera alteración de conducta.
En este sentido, si se ha contrastado
la manifestación conductual del menor con las particularidades
del desarrollo en la edad, si se han apreciado la intensidad y permanencia
de los síntomas, y finalmente, se han decantado las condiciones
de organización y trabajo educativo del centro infantil, y a través
de este análisis se concluye que no hay indicios de que la génesis
de la problemática se puede achacar al centro, entonces es factible
suponer que el origen de tal manifestación se encuentre probablemente
en el hogar y que, por lo tanto, se hace indispensable conversar con los
padres al respecto. Incluso, no es necesario que en el hogar haya sucedido
un acontecimiento relevante para que la conducta del niño o la
niña pueda alterarse, y en ocasiones, aunque parezca extremo, basta
un simple cambio en algunas de las costumbres de la dinámica hogareña
para que esto afecte al pequeño, y solo mediante el contacto directo
y estrecho con los padres se puede valorar de manera eficiente la conducta
infantil.
Es importante a su vez considerar
los cambios que pueden sucederse dentro del propio grupo de niños,
bien sea porque se está realizando el paso de uno a otro grupo
etario – que en algunos niños causa una reacción de adaptación
que puede ser severa – porque se haya variado el personal docente encargado
de su atención, o porque se hayan dado modificaciones en los métodos
utilizados en el trabajo educativo. Todo esto puede redundar en el surgimiento
de dificultades en el comportamiento de los niños que de una u
otra forma reflejan su reacción negativa hacia las variaciones
que se presentan en el quehacer habitual del grupo o la institución.
Todo lo anterior alerta sobre la necesidad
de analizar con profundidad la multivariedad de factores que pueden estar
incidiendo en el comportamiento infantil, y de esta manera asegurar que
su valoración sea correcta y bien fundada técnicamente.
Si se analizan los factores por los
cuales un niño o niña en cualquier edad puede presentar
alteraciones en su comportamiento, estos se pueden agrupar en tres grandes
rubros:
Factores internos, cuando
la problemática parte fundamentalmente de limitaciones, consecuencias
o derivaciones de particularidades individuales de tipo constitucional,
biológico o genético.
Tal es el caso, por ejemplo, de un
niño que presenta un Síndrome de Down, en el retraso mental
está determinado por una malformación genética, la
trisomía 21, o como sucede en los niños que son portadores
de una disfunción cerebral mínima, en los que el daño
cerebral difuso es el causante principal de sus dificultades conductuales.
Factores educativos, en
los que las condiciones de vida y educación donde se desenvuelve
el niño o la niña, juegan el rol principal en la génesis
de sus alteraciones del comportamiento.
Aquí se incluyen prácticamente
la mayor parte de los problemas que presentan los niños y niñas
de edad preescolar, debido al uso de métodos incorrectos de tipo
educativos o por acciones que atentan contra la satisfacción adecuada
de sus necesidades básicas.
Factores de la actividad y propia
experiencia personal del niño, y que no dependen de los
factores internos ni de las condiciones de vida y educación, sino
de los eventos que le suceden en su vida cotidiana, a veces
incluso, producto del azar.
En este grupo se incluyen todas las
alteraciones que surgen por la asociación y condicionamiento de
estímulos que por sí mismos no son nocivos, pero que de
presentarse en determinadas condiciones pueden ser fuente de trastornos
en el niño. Por ejemplo, si el menor se encuentra cercano al lugar
en que se produce una fuerte descarga eléctrica y se asusta terriblemente
por esta condición, o se despierta en plena oscuridad cuando ha
tenido una horrible pesadilla, pueden instaurarse fácilmente miedos
hacia estos objetos o fenómenos, en particular si se da una reiteración
de los hechos o los adultos desconocen el origen de las perturbaciones.
Esto explica el por qué los
padres se sienten a veces muy atribulados al detectar ciertos problemas
en sus hijos, y no encuentran motivos lógicos que los justifiquen
en las condiciones de vida y educación hogareñas.
El autor recuerda un caso muy aleccionador
de un problema severo de un niño que atendió, y que suele
mostrar como ejemplo a sus alumnos cuando se analizan las alteraciones
de conducta que pueden surgir producto de la experiencia personal del
niño.
En una ocasión le fue solicitado
tratar a un pequeño cuyos padres estaban muy preocupados por el
comportamiento de su niño de cuatro años que mostraba, al
momento de iniciar el estudio del caso, fobias generalizadas: a la oscuridad,
a los espacios abiertos, a los objetos punzantes, a quedarse solo, en
fin, una gama de conductas en extremo alarmante. Ellos relataban que un
buen día el niño, que nunca había mostrado miedo
a ningún animal, comenzó cuando tenía dos años
a temer a los perros, luego a otros animales, más tarde a estos
representados en juguetes de peluche e incluso en las láminas de
los libros de cuentos, y de ahí a cosas no objetales, como la oscuridad,
el ir hasta el fondo de la casa, hasta concluir en aquellas fobias tan
relevantes. Ellos no recordaban ningún evento negativo que le hubiera
sucedido al menor con animales, tampoco que el niño hubiera hecho
referencia a esto, sobre todo porque sus miedos habían empezado
alrededor de los dos años de edad, cuando solamente dominaba algunas
frases. También reafirmaban que en momento alguno habían
utilizado el miedo como forma de controlar al niño. En definitiva
se pudo comprobar que eran buenos padres, que usaban un trato cariñoso
y consecuente con el niño, lo que eliminaba la posibilidad de un
mal manejo educativo.
El hecho de haber comenzado la
atención de este niño en etapas tan tempranas cuando apenas
rebasaba los cuatro años, permitió que mediante el uso apropiado
de determinadas técnicas, pudiera irse reconstruyendo sus recuerdos
hasta el momento preciso en que pudo relatar el acontecimiento, de la
manera que es posible hacerlo por un niño de esta edad, que había
causado el surgimiento de sus miedos incontrolables. Este hecho había
consistido en que un día sus padres lo había llevado a visitar
la casa de un familiar, en la que en el patio estaba amarrado un perro
muy feroz y peligroso. El niño se había escapado del control
de sus padres, entretenidos en la conversación con sus parientes
y fue a dar solo al patio. El perro, al verlo, partió la soga que
lo ataba y lo atacó, pero el niño se quedó paralizado
por el terror y no hizo el menor grito ni movimiento, y el perro al verlo
así no le había hecho nada y regresó a su perrera.
Tanto por el estupor que esta experiencia le causó como por su
pobre nivel de lenguaje el niño no dijo absolutamente nada de lo
que había pasado, y los padres, al rememorarsele este hecho solo
recordaban vagamente que aquel día lo había visto volver
del patio lívido y sudoroso, pero sin hacer comentario alguno.
Este episodio, causante de toda la problemática del menor fue paulatinamente
perdiéndose en su inconsciente y Nicolasín, que así
se llamaba el pequeño, nunca dijo a sus padres nada de lo que le
había pasado en aquel lugar. Afortunadamente, el detectar el origen
del trastorno en estas etapas tan tempranas, permitió que las fobias
no se estructuraran y mediante un complejo tratamiento, el niño
pudo resolver este problema, y volviera el sosiego a sus padres.
Lo anterior muestra como los factores
de la experiencia personal pueden ser la causa de alteraciones severas,
que en este caso fue más complicado por el carácter generalizador
del miedo, del cual en la literatura especializada hay un ejemplo clásico,
reportado por E. Hurlock en su libro sobre el desarrollo psicológico
del niño, y en el que refiere la experiencia de Watson y Rainor
en el acondicionamiento de un niño llamado Albert, del miedo a
una rata blanca, y que fue causado experimentalmente. Este condicionamiento,
que en el caso de Albert fue intencionalmente provocado, suele darse de
manera espontánea con cierta frecuencia en el curso de la experiencia
personal del niño y explica el surgimiento de determinadas manifestaciones
del comportamiento a las cuales los adultos no pueden achacarle una causa,
por desconocer incluso que haya sucedido.
En la realidad lo que se observa generalmente
no es el funcionamiento aislado de un tipo de estos factores, sino su
interrelación y mutua dependencia, y el predominio de uno de ellos.
El aceptar que los factores educativos suelen ser frecuentemente el origen
de la mayor parte de las alteraciones de conducta en la edad preescolar,
no quiere decir que sea la única causa de estos problemas, o que
la solución solamente estriba en la modificación de los
métodos educativos utilizados. Verlo de manera diferente implicaría
una escisión de lo somático, que es un dualismo ajeno al
pensamiento científico. Cuando la psíquis está perturbada
existe siempre un correlato fisiológico, y a la inversa, lo que
corresponde a los efectos de un sistema sobre el otro.
No obstante, en las condiciones de
nuestra edad de estudio y por las particularidades del desarrollo de los
niños de edad preescolar, las condiciones de vida y educación
suelen jugar un papel fundamental en el surgimiento de las problemáticas
de su comportamiento, en la génesis de las alteraciones de conducta,
lo cual no solamente está validado por conclusiones de tipo teórico,
sino también por la experiencia profesional de los psicólogos
que trabajan en la edad preescolar, en la atención clínico
– educativa con estos niños.
Así, en la generalidad de los
trastornos, con mucha frecuencia basta que se detecten los factores causales
ambientales y se transformen los métodos educativos incorrectos
utilizados con estos menores, para que se aminore la intensidad de los
síntomas y progresivamente se consigna la erradicación de
los mismos.
En etapas posteriores, y por las posibilidades
de un mayor desarrollo intelectual y de interiorización emocional,
los problemas presentes en niños y niñas pueden estructurarse
muy profundamente, y ya no es tan asequible modificar los comportamientos
inadecuados actuando directamente sobre las condiciones externas, requiriéndose
en mayor medida la acción terapéutica directamente con los
propios niños.
El autor ha tenido una amplia experiencia
en la atención y tratamiento de niños y niñas con
problemáticas en su identificación sexual, habiendo diseñado
un sistema de acciones terapéuticas con los niños y de trabajo
con los padres que ha sido muy exitoso en solución y erradicación
de dicha problemática, que suele ser tan preocupante y dramática
en el seno familiar, por las implicaciones de tipo personal, social y
de diversa índole que generalmente se le da a esta alteración
de la conducta. No obstante, e independientemente que el sistema suele
ser también bastante eficiente en edades posteriores, se destaca
que los logros que se obtienen en la edad preescolar, cuando estos problemas
se detectan y atienden en esta etapa, son mucho más exitosos y
de mejor pronóstico que cuando se atienden en la niñez escolar
y preadolescencia. Obviamente la mayor interiorización emocional
y el reforzamiento de las conductas con el tiempo, son factores que inciden
para que la complicación del cuadro, y que la solución requiera
de un mayor esfuerzo técnico y de tratamiento más prolongado.
Pero, en la edad preescolar los factores
de tipo educativo juegan un rol primordial, y por ello, la acción
terapéutica dirigida a transformar las condiciones de vida y educación,
y los métodos utilizados en la atención y socialización
de los niños, suele tener buenos resultados en la superación
de las dificultades de su comportamiento.
Inclusive, el hecho de ejercer una
acción educativa y terapéutica sobre las condiciones externas
y no obtener cambios sustanciales en el comportamiento problemático
del menor, puede ser un elemento importante para el diagnóstico
diferencial, y la presunción de otros factores actuantes. Por ejemplo,
si a un niño hiperactivo, que como causal de hiperactividad se
ubican a determinadas condiciones previas de restricción, se actúa
para transformar radicalmente dichas condiciones restrictivas, y no se
obtiene un cambio sustancial en su gran motilidad, hay entonces que comenzar
a valorar la posibilidad de que exista daño orgánico, y
que este sea verdaderamente la génesis primaria del problema, y
en el cual la atmósfera restrictiva ha colaborado a hacer más
agudo el cuadro.
Pero, independientemente de ello,
el actuar sobre las condiciones circundantes inadecuadas, siempre va a
ayudar a atenuar la intensidad de los síntomas o mejorar el comportamiento,
aunque los elementos de tipo orgánico, genético o constitucional,
sean los primordiales. Si a un niño retrasado mental no se le ayuda,
es muy probable que su retraso empeore y, por el contrario, aunque la
acción educativa no va a lograr superar el retraso, obviamente
va a cooperar en mucho para una mejor socialización del niño
o la niña retrasada mental, e incluso, en un mejor desenvolvimiento
intelectual dadas sus condiciones. En esta idea es en la que se apoya
mucho el concepto de integración del niño retrasado mental
en un ambiente habitual e igual al resto de los niños.
Esto hace que la labor de los educadores
y educadoras, los auxiliares pedagógicos, los maestros, en suma,
todos los que intervienen en el proceso docente educativo, revista una
capital importancia en la atención de los problemas de los niños
y niñas, y consecuentemente en su desenvolvimiento y pronóstico,
no importa el origen primario de estos problemas. De ahí que la
preparación de este personal para poder asumir la responsabilidad
de atender estos niños, en su primer nivel de atención,
o atención primaria, es básico, una labor que comienza desde
la propia valoración de la conducta de esos menores.
Para ello, a la hora de considerar
cualquier criterio de normalidad para la valoración del comportamiento
de un niño o niña, el educador ha de hacerlo desde la óptica
particular de cada caso, y considerando el conjunto de factores que pueden
estar ejerciendo una influencia.
Bajo este criterio, una alteración
de conducta se considerará como tal cuando el comportamiento del
niño se desvíe ostensiblemente de lo que el resultado del
análisis de todos estos factores y condiciones previamente estudiados
evalúa como un comportamiento habitual o normal, y luego de que
todas las medidas de tipo educativo se hayan tomado para resolverla, y
resultaran infructuosas o el cambio obtenido no sea realmente significativo,
en las condiciones cotidianas comunes de la labor docente – educativa.
Es decir, solamente después
que las acciones educativas realizadas para resolver la problemática
en el niño o la niña hayan resultado inoperantes, es que
se puede valorar que se está frente a una real alteración
de conducta. Al considerar de esta manera la valoración del comportamiento
del niño, se ubica a la alteración clínica propiamente
dicha – y que requiere entonces la intervención de un especialista,
como es el psicólogo – como un instrumento que se ha de utilizar
cuando todo el conjunto de acciones educativas no haya obtenido variaciones
importantes en el comportamiento infantil.
Este aserto tiene gran significación
en la práctica educativa cotidiana en el centro infantil. Ello
hace que el personal docente concientice que el hecho de que aparezcan
de improviso determinados comportamientos resaltantes y no habituales
en los niños, no implica que se esté frente a una alteración
de conducta, y que hay que solicitar de inmediato el concurso del psicólogo
o de otros especialistas para que atiendan a estos pequeños.
Claro está, y ya ha sido dicho,
esto requiere la necesaria preparación del personal educativo,
bien en la etapa en que se forma en la universidad, bien mediante la preparación
metodológica, ya en su puesto de trabajo. En algunos países,
como es el caso de Cuba, esto está concebido dentro de la propia
formación de los educadores preescolares, que salen preparados
para poder ejercer una acción de tipo clínico en un primer
nivel de prevención, o prevención primaria. No se trata
de sustituir la labor técnica del psicólogo en la institución
infantil, esta requiere de su concurso especializado, sino de que conceptualmente
hay un primer estadio en el surgimiento de las problemáticas del
comportamiento infantil en que su solución está asequible
al educador, y es más recomendable su atención por el mismo,
reservando al psicólogo para aquellos casos que ya sí requiere
de un enfoque más profundo, y cuyo elemento diferenciador es fundamentalmente
la falta de éxito de las orientaciones educativas por parte del
personal docente del centro infantil, al tratar de resolver los problemas
de los niños. Esto cambia la mentalidad del docente y evita que,
ante cualquier dificultad simple de la conducta del niño o la niña,
se busque inmediatamente el concurso del psicólogo. Para entonces
reportar niños que en muchos casos ni siquiera son portadores de
una alteración de conducta.
En un momento dado de la alteración
clínico – educativa que se realiza en los centros infantiles por
los psicólogos de la educación preescolar en Cuba, se observó
que alrededor de un 40% de los niños y niñas que trataban
estos especialistas y que les eran reportados con alteraciones de conducta,
se diagnosticaban posteriormente como no teniendo ningún tipo de
trastorno clasificable como tal, sino que eran comportamientos relevantes
o no habituales que podían haber sido solucionados en el propio
centro infantil. Esto obligó a realizar una labor intensa con el
personal docente, y a aceptar brindar la atención solamente cuando
se hubieran realizado las correspondientes acciones educativas dirigidas
a la solución de estas problemáticas, y que se hubiera comprobado
que no habían resuelto la situación del niño o la
niña. Con el tiempo las cifras se redujeron a un 8 - 10% de los
casos remitidos, lo cual es admisible y refleja una mayor capacitación
de las educadoras y auxiliares pedagógicas para atender lasproblemáticas de sus educandos.
Por otra parte no es de olvidar, que
cuando el niño tiene un problema y se solicita el concurso de un
psicólogo, se le está poniendo una "etiqueta" al niño
que luego cuesta a veces mucho esfuerzo para quitársela, pues generalmente
se piensa que cuando el psicólogo interviene es porque el menor
tiene, en el mejor de los casos "un problema", cuando no se le tilda de
tener un desorden o enfermedad psicológica. Lo más duro
de todo esto es que conceptualmente ni siquiera es realmente una alteración
de conducta como tal en sus primeras manifestaciones, y sin embargo, ya
se le cuelga al niño el sambenito de que está "enfermo".
Esto puede hacer que el personal no
actúe para resolver la problemática del menor, o que incluso
se abandone un poco la labor pedagógica con el mismo, porque como
es un problema de competencia del psicólogo, el educador nada tiene
que hacer para resolverlo por sí mismo. En muchas ocasiones el
autor, en su experiencia clínica, ha tenido que ver casos en los
que la falta de atención por parte del personal docente respecto
a la problemática del menor, ha sido un factor en la agudización
de las dificultades del pequeño. Esto es muy típico en los
niños hiperactivos, en los cuales los adultos que le rodean los
dejan por incorregibles y no ejercen una acción terapéutica
primaria sobre ellos, haciendo que el cuadro empeore, al percatarse el
menor del rechazo y la falta de atención de los mayores respecto
a él.
El niño de edad preescolar
puede mostrar muchas conductas significativas o no habituales, que no
son más que la expresión de su desarrollo o de situaciones
transitorias, y hacer una adecuada valoración de su comportamiento
por parte del propio educador, constituye una vía afectiva para
el inicio de la acción educativa para la solución de estos
comportamientos significativos.
En este material se ha tratado de
dar algunas pautas para que el educador pueda ser capaz de alcanzar una
correcta valoración de la conducta de sus niños, y que le
sirva como punto de partida para la realización de acciones técnicas
bien dirigidas para su solución. A modo de resumen le mostramos
una guía que concreta los procedimientos a seguir en esta valoración:
VALORACION DE LA CONDUCTA
(Guía para educadores)
Los comportamientos del niño han de contrastarse
con su conducta habitual.
Las condiciones han de analizarse particularizadas
y compararlas con comportamientos afines.
Relacionar la conducta con las características
del desarrollo en la edad.
Valorar la intensidad, la permanencia y la frecuencia
de la sintomatología.
Contrastar con las condiciones de organización
y educativas del centro infantil.
Contrastar la dinámica hogareña.
Considerar los cambios en el colectivo de trabajo,
o los sucedidos en el medio familiar.
Ver la significación del síntoma
o comportamiento no habitual en la edad.
Estos procedimientos pueden servir
al educador para alcanzar un criterio diagnóstico inicial que le
permita determinar si el comportamiento observado en la niña o
el niño no es más que una situación transitoria,
o si realmente es ya una alteración de conducta.
Por supuesto, y la redundancia no
está de más, llegar a la última definición
de que efectivamente es una alteración del comportamiento clasificable
como tal, solo podrá alcanzarse cuando todas sus aciones educativas
hayan sido realizadas, cuando se comprueba que a pesar de haber actuado
bien y de manera consciente en el problema del menor, se observa que no
se logra su superación y que, a pesar de sus esfuerzos, el niño
no mejora. De esta manera se tiene la certeza de que se ha procedido correctamente
dentro de sus posibilidades técnicas, y que es necesaria una ayuda
especializada. Así el educador y el psicólogo forman una
unidad, y entre ambos han de trabajar de acuerdo en la solución
de los problemas del comportamiento de los niños y niñas
que asisten al centro infantil.
BIBLIOGRAFIA
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del desarrollo y su relación con el programa de Educación
Preescolar. - La Habana: IPLAC, 1992
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de la conducta en los niños. - En: La atención Clínico
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Habana: Curso Pedagogía’93, 1993